El coche se detuvo dos horas después ante una casa pequeña de ladrillos, que se alzaba en medio de un huerto plantado de perales arrocados, a orillas del camino real.
Había cuatro glorietas, cubiertas de madreselvas y clemátides que trepaban por unos cañizos en las cuatro esquinas del jardín dispuesto en cuadros pequeños, plantados de hortalizas, entre los que corrían senderos estrechos orillados de árboles frutales.
Un seto vivo de gran altura rodeaba la finca por los cuatro costados y un campo la separaba de la casa de labor vecina. Yendo por la carretera, se pasaba, antes de llegar a ella, por una fragua, de la que distaba cien pasos. No había más lugares habitados en un kilómetro a la redonda.
Desde la casa, la vista abarcaba la planicie circundante: la región de Caux, salpicada de casas de labor arropadas por cuatro hileras dobles de árboles altos que clausuraban los corrales plantados de manzanos.
No bien llegó, Jeanne quiso irse a descansar; pero Rosalie no consintió en ello, temiendo que volviera a engolfarse en sus ensueños.
Las estaba esperando el carpintero de Goderville, que había ido a instalar los muebles; y pusieron manos a la obra en el acto, colocando los que ya estaban en la casa, mientras esperaban que llegara el segundo carruaje.
Fue un trabajo de envergadura que requirió prolongadas reflexiones y sesudos debates.
Al cabo de una hora, apareció la carreta; se arrimó a la cerca y hubo que descargarla bajo la lluvia.
Al caer la noche, la vivienda estaba en el más completo desorden, repleta de objetos amontonados de cualquier manera; y Jeanne, rendida, se durmió nada más caer en la cama.
Durante los siguientes días, no tuvo tiempo para enternecimientos, pues anduvo agobiada de trabajo. Halló incluso cierta satisfacción en poner la casa nueva con gusto, ya que no se le iba de la cabeza la idea de que su hijo iría a vivir en ella. Cubrieron las paredes del comedor, que hacía también las veces de salón, con los tapices que había antes en su dormitorio; y dispuso con especial cuidado uno de los dos dormitorios del primer piso, que llamaba in mente «el aposento de Pollito».
Se quedó con el otro dormitorio; y Rosalie se instaló en la planta de arriba, junto al desván.
La reducida vivienda, arreglada con mimo, era agradable y Jeanne se sintió a gusto en ella al principio, aunque echaba en falta algo, sin darse bien cuenta de qué era.
Una mañana, el pasante del notario de Fécamp le llevó tres mil seiscientos francos en pago por los muebles que se habían quedado en Los Chopos y había tasado un tapicero. Al recibir aquella cantidad, se estremeció de placer; y, no bien se hubo marchado el hombre, se apresuró a ponerse el sombrero, con la intención de ir enseguida a Goderville y enviar a Paul ese dinero inesperado.
Pero cuando iba carretera adelante apretando el paso, se encontró con Rosalie que volvía de la compra. La sirvienta sospechó algo, aunque tardó un poco en adivinar la verdad; luego, cuando la hubo descubierto, pues Jeanne no atinaba ya a ocultarle nada, dejó la cesta en el suelo para reñirla a gusto.
Voceó, puesta en jarras; luego, agarró a su ama por el brazo derecho y, sin cejar en su enfado, reanudó el camino de regreso a la casa.
Nada más llegar, la criada exigió la entrega del dinero. Jeanne obedeció, aunque quedándose con los seiscientos francos; pero la desconfiada sirvienta no tardó en desenmascarar la treta; y Jeanne tuvo que entregárselo todo.
Rosalie accedió, no obstante, a que le enviara ese pico al joven.
Este escribió para dar las gracias al cabo de unos días: «Me has hecho un gran favor, querida mamá, porque estábamos en una tremenda miseria».
Jeanne, empero, no acababa de acostumbrarse a Batteville; tenía continuamente la sensación de que ya no respiraba como antes, de que estaba aún más sola, más abandonada, más perdida. Salía a dar un paseo, llegaba hasta la aldea de Verneuil, volvía pasando por las Tres Charcas; luego, cuando ya estaba en casa, volvía a levantarse del asiento, sentía otra vez deseos de salir, como si se le hubiera olvidado ir a donde precisamente se dirigía, al lugar por donde le apetecía pasear.
Y le sucedía lo mismo todos los días, aunque no comprendía la razón de aquella extraña necesidad. Pero, una noche, se le vino a la cabeza una frase involuntaria que le aclaró el secreto de su desasosiego: «¡Ay, qué ganas tengo de ver la mar!».
Lo que tanto echaba de menos era la mar, su vecina gigantesca desde hacía veinticinco años; la mar con su aire salado, con sus enfados, su voz tonante, su poderoso aliento; la mar, que veía todas las mañanas desde su ventana de Los Chopos, cuyo olor respiraba día y noche, cuya proximidad notaba, que había llegado a amar como a una persona sin sospecharlo.
También Matanza vivía muy inquieto. La noche de la llegada, se había instalado en la parte de abajo del aparador de la cocina, de la que no hubo forma de sacarlo. Allí pasaba el día entero, casi inmóvil, limitándose a volverse del otro lado de vez en cuando con un sordo gruñido.
Pero, en cuanto llegaba la noche, se levantaba e iba a rastras hasta la puerta del jardín, dándose golpes contra las paredes. Luego, tras permanecer fuera de la casa los pocos minutos indispensables, volvía a entrar, se sentaba sobre los cuartos traseros ante el fogón aún caliente y, en cuanto sus dos amas se habían metido en la cama, empezaba a dar aullidos.
Y así seguía aullando toda la noche con voz quejumbrosa y lastimera, callando a veces durante una hora para seguir luego, con acento aún más desgarrador. Lo ataron delante de la casa, dentro de un barril. Aulló bajo las ventanas. Luego, como estaba tullido y no le quedaba mucho tiempo de vida, lo volvieron a llevar a la cocina.
Jeanne no conseguía conciliar el sueño, pues oía continuamente al viejo animal quejarse y rascar, intentando orientarse en aquella casa nueva, dándose cuenta de que ya no estaba en la suya.
Nada podía tranquilizarlo. Dormitaba de día, como si sus ojos sin luz y la conciencia de su invalidez lo obligaran a estarse quieto mientras los demás seres vivían y andaban de un lado para otro; pero, en cuanto caía la noche, empezaba a dar vueltas sin descanso, como si ya no se atreviera a vivir y a moverse más que entre esas tinieblas en las que todos los seres son ciegos.
Se lo encontraron muerto una mañana. Fue un gran alivio.
El invierno avanzaba; y Jeanne notaba que se apoderaba de ella una desesperanza invencible. No era ya uno de esos dolores punzantes que parece que nos retuercen el alma, sino una tristeza taciturna y tétrica.
No había entretenimiento que la espabilara. Nadie le hacía caso. El camino real que pasaba por delante de su puerta corría hacia la derecha y hacia la izquierda, casi siempre vacío. De tarde en tarde, pasaba, al trote, un tílburi, que conducía un hombre de rostro rubicundo vestido con un blusón que hinchaba el viento de la carrera y semejaba un globo azul; a veces, era una carreta despaciosa; o se perfilaban en lontananza dos campesinos, el marido y la mujer, diminutos en el horizonte; crecían luego de tamaño para volver a mermar, tras pasar ante la casa, hasta parecer dos insectos en el extremo de la raya blanca que se estiraba hasta perderse de vista, subiendo y bajando al albur de las suaves ondulaciones del terreno.
Cuando volvió a crecer la hierba, todas las mañanas pasaba delante de la cerca una niña de falda corta, conduciendo dos vacas flacas que pastaban en las cunetas. Volvía a última hora de la tarde, con el mismo caminar soñoliento, dando un paso cada diez minutos en pos de los animales.
Todas las noches, Jeanne soñaba que vivía aún en Los Chopos.
Se veía allí como antaño, con padre y mamaíta; e incluso, a veces, con la tía Lison. Volvía a hacer cosas olvidadas y consumadas; le parecía que caminaba sosteniendo a la baronesa mientras esta recorría su paseo. Y tras cada despertar venían las lágrimas.
Pensaba constantemente en Paul, y se preguntaba: «¿Qué hará? ¿Cómo estará ahora? ¿Se acordará de mí de vez en cuando?». Mientras paseaba despacio por los caminos encajonados entre dos taludes que separaban las casas de labor, iba dando vueltas a todos los pensamientos que la martirizaban; pero lo que más la hacía padecer eran unos celos inclementes contra aquella mujer desconocida que le había robado a su hijo. Aquel odio era lo único que le ponía freno, que la disuadía de tomar cartas en el asunto, de ir a buscarlo, de meterse en su casa. Le parecía estar viendo a la amante, de pie en la puerta y preguntándole: «¿Qué busca usted aquí, señora?». Su orgullo de madre se soliviantaba ante la posibilidad de aquel encuentro; y su altanería de mujer siempre pura, sin desfallecimientos y sin tacha, la sulfuraba cada vez más cuando pensaba en todas las cobardías del hombre sometido al sucio ejercicio de ese amor carnal que vuelve cobardes hasta los corazones. La humanidad le parecía una inmundicia al acordarse de todos los indecentes secretos sensuales, las caricias que envilecen, todos los misterios intuidos de los emparejamientos indisolubles.
Transcurrieron la primavera y el verano.
Pero, cuando volvieron el otoño y sus prolongadas lluvias, el cielo de un gris turbio, las nubes sombrías, se sintió Jeanne tan cansada de aquella vida que decidió hacer un tremendo esfuerzo para recuperar a su Pollito.
La pasión del joven debía de haber menguado ya.
Le escribió una carta desconsolada:
Querido hijo: aquí vengo a suplicarte que vuelvas a mi lado. Piensa que soy vieja, que estoy enferma y sola durante todo el año, sin más compañía que la de una criada. Ahora vivo en una casita próxima a la carretera. Resulta muy triste. Pero, si estuvieras conmigo, todo me parecería diferente. ¡Sólo te tengo a ti en el mundo y hace siete años que no te veo! Nunca sabrás lo desgraciada que he sido y hasta qué extremo te había tomado como apoyo para mi corazón. Tú eras mi vida, mi sueño, mi única esperanza, mi único amor, y te echo de menos, y me has abandonado.
¡Vuelve, Pollito mío! Vuelve para darme un beso, vuelve con tu anciana madre que te tiende unos brazos desesperados.
JEANNE
Paul respondió pocos días después:
Querida mamá: nada me agradaría más que ir a verte, pero no tengo ni un céntimo. Mándame algo de dinero y me pondré en camino. Tenía, por lo demás, intención de visitarte para hablarte de un proyecto que me permitiría hacer lo que me pides.
La mujer que ha sido mi compañera en los días malos por los que paso me sigue mostrando un desinterés y un afecto sin límites. No puede pasar más tiempo sin que yo otorgue un público reconocimiento a su amor y su abnegación, tan fieles. Por lo demás, tiene excelentes modales como podrás comprobar en su momento. Es muy culta, lee mucho. En fin, no puedes hacerte una idea de lo que ha significado siempre para mí. Sería un ser sin entrañas si no le demostrase mi agradecimiento. Quiero, pues, pedirte licencia para casarme con ella. Tú me perdonarías mis desatinos y viviríamos todos juntos en tu nueva casa.
Si la conocieras, me darías en el acto tu consentimiento. Te aseguro que no hay mujer mejor; y, además, es distinguidísima. Estoy seguro de que la querrías. En lo que a mí se refiere, no podría vivir sin ella.
Espero impaciente tu respuesta, querida mamá, los dos te enviamos nuestros besos más sinceros.
Tu hijo
Vizconde PAUL DE LAMARE
Jeanne se quedó aterrada. No se movía, con la carta en las rodillas, intuyendo la trampa de aquella mujerzuela, que había tenido a su hijo continuamente sujeto, que no lo había dejado volver ni una sola vez, esperando su hora, la hora en que la anciana madre desesperada, no pudiendo resistir ya el deseo de abrazar a su hijo, se volviese débil y accediera a todo.
Y el gran dolor que le causaba la obstinada preferencia por aquella golfa le destrozaba el corazón. Se decía una y otra vez: «No me quiere. No me quiere».
Rosalie entró. Jeanne le dijo, balbuciente:
—Ahora pretende casarse con ella.
La criada dio un respingo:
—¡Ay, señora! ¡No lo consienta! El señorito Paul no puede cargar con esa perdida.
Y Jeanne, aunque abrumada, respondió, rebelándose:
—Eso nunca, hija. Y, ya que no quiere venir, me voy a buscarlo y ya veremos quién puede más, si esa mujer o yo.
Y escribió acto seguido a Paul para anunciarle su llegada y decirle que quería entrevistarse con él fuera de la casa en la que vivía aquella bribona.
Luego, mientras esperaba la respuesta, hizo los preparativos necesarios. Rosalie empezó a meter en un baúl viejo las mudas y la ropa de su señora. Pero, cuando estaba doblando un vestido, un vestido de campo ya antiguo, exclamó:
—Si es que no tiene usted lo que se dice nada decente que ponerse. No voy a consentirle que se vaya así. Avergonzaría a todo el mundo; y las señoras de París la mirarían como si fuera una criada.
Jeanne le dejó hacer su gusto. Y las dos mujeres fueron juntas a Goderville para escoger una tela de cuadros verdes que llevaron a la modista del pueblo. Fueron, luego, a ver al señor Roussel, el notario, que pasaba todos los años quince días en la capital, para pedirle información. Pues Jeanne no había vuelto a París desde hacía veintiocho años.
El notario le hizo múltiples recomendaciones acerca de la forma de esquivar los coches y los procedimientos para no dejarse robar, aconsejándole que llevase el dinero cosido en el dobladillo de la ropa y no metiera en el bolsillo más que lo indispensable; estuvo mucho rato disertando acerca de los restaurantes de precios económicos, y le habló de dos o tres a los que iban señoras; y recomendó el Hotel de Normandía, en donde se alojaba él, muy próximo a la estación de ferrocarril. Podía decir que iba de su parte.
Hacía seis años que esos ferrocarriles de los que tanto se hablaba por doquier funcionaban entre París y El Havre. Pero Jeanne, obsesionada con sus penas, aún no había visto los coches de vapor que tenían revolucionada a toda la comarca.
Paul, empero, seguía sin contestar.
Jeanne esperó ocho días; luego, quince. Todas las mañanas iba por la carretera al encuentro del cartero y se le acercaba temblorosa:
—¿No tiene nada para mí, tío Malandain?
Y el hombre contestaba siempre, con aquella voz que habían enronquecido las intemperies de todas las estaciones:
—Tampoco traigo nada hoy, señora, usted disimule.
¡No cabía duda de que era aquella mujer la que impedía que Paul contestase!
Jeanne decidió entonces irse sin más tardanza. Quería que la acompañara Rosalie, pero la sirvienta se negó, para que el viaje no saliera más caro.
Por lo demás, no permitió que su señora se llevase más que trescientos francos:
—Si necesita más dinero, pues me escribe y yo iré a ver al notario para que se lo mande. Si le doy más, acabará en el bolsillo del señorito Paul.
Y una mañana de diciembre se subieron al carricoche de Denis Lecoq, que fue a buscarlas para llevarlas a la estación, pues Rosalie iba hasta allí con su señora.
Empezaron por informarse del precio de los billetes. Luego, cuando estuvo todo resuelto y hubieron facturado el baúl, esperaron delante de aquellas tiras de hierro, intentando comprender cómo funcionaba ese invento, tan absortas en el misterio que se les olvidaban las penosas razones del viaje.
Por fin, un pitido les hizo volver la cabeza y divisaron una locomotora negra, cuyo tamaño iba en aumento. Llegó con terrible estruendo, pasó ante ellas arrastrando una larga cadena de casitas rodantes; y, tras abrir una portezuela un empleado, Jeanne besó a Rosalie llorando y se subió a uno de aquellos barracones.
Rosalie, emocionada, decía a voces:
—Adiós, señora, buen viaje, hasta pronto.
—Adiós, hija mía.
Se oyó otro pitido y todo el rosario de coches empezó a rodar, despacio primero, luego cada vez más deprisa, luego con espantosa rapidez.
En el compartimiento de Jeanne, dos señores dormían, arrellanados en sendas esquinas.
Miraba pasar el campo, los árboles, las casas de labor, los pueblos, sobresaltada por aquella velocidad, sintiéndose atrapada en una vida nueva, arrastrada a un mundo nuevo que ya no era el suyo, el de su apacible juventud y su existencia monótona.
Caía la tarde cuando el tren hizo su entrada en París.
Un mozo se hizo cargo del baúl de Jeanne; ella lo siguió, aturullada. La empujaban; no sabía abrirse camino entre los vaivenes de la muchedumbre; iba casi corriendo en pos del hombre aquel, con el temor de perderlo de vista.
Al llegar a la recepción del hotel, le faltó tiempo para decir:
—Me envía el señor Roussel.
Sentada tras su mesa, la dueña, una mujerona muy seria, preguntó:
—¿Qué señor Roussel?
Jeanne, desconcertada, repuso:
—Pues el notario de Goderville, que se hospeda aquí todos los años.
La obesa mujer declaró:
—Puede ser. No lo conozco. ¿Quiere usted una habitación?
—Sí, señora.
Y el botones cogió su equipaje y la precedió escaleras arriba.
Jeanne tenía el corazón encogido. Se sentó a una mesa pequeña y pidió que le subieran un caldo con una alita de pollo. Llevaba sin comer desde la madrugada.
Cenó tristemente, a la luz de una vela, pensando en mil cosas, recordando su paso por aquella ciudad al regresar del viaje de novios, los primeros síntomas de la forma de ser de Julien, que se habían puesto de manifiesto durante aquella estancia en París. Pero a la sazón ella era joven, y tenía confianza y valor. Ahora se sentía vieja, apurada, medrosa incluso, débil; cualquier nimiedad la alteraba. Cuando acabó de comer, se asomó a la ventana y contempló la calle llena de gente. Le apetecía salir y no se atrevía. Se perdería con toda seguridad, pensaba. Se acostó; y apagó la vela de un soplido.
Pero el ruido, la sensación de estar en una ciudad desconocida y la alteración del viaje la tenían despierta. Pasaban las horas. Los ruidos de la calle se atenuaban poco a poco sin que Jeanne consiguiera conciliar el sueño; aquel descanso a medias de las grandes ciudades la ponía nerviosa. Estaba acostumbrada al sosegado y profundo sueño del campo, que lo entumece todo, los animales, las plantas, y a los hombres; y ahora notaba, a su alrededor, todo un ajetreo misterioso. Llegaban hasta ella, como si se hubieran filtrado por las paredes del hotel, voces casi inaudibles. A veces, crujía un entarimado, se cerraba una puerta, sonaba una campanilla.
A eso de las dos de la mañana, cuando estaba empezando a quedarse dormida, una mujer se puso a gritar súbitamente en una habitación próxima; Jeanne se sentó de golpe en la cama; luego le pareció oír que un hombre se reía.
Entonces, según iba llegando el día, se apoderó de ella el recuerdo de Paul; y se vistió a la luz cenicienta del alba.
Su hijo vivía en la calle de Le Sauvage, en la isla de La Cité. Quiso ir a pie para atenerse a las recomendaciones de ahorro de Rosalie. El tiempo estaba despejado; el aire frío clavaba agujas en la carne; gente presurosa corría por las aceras. Jeanne apretó el paso cuanto pudo por una calle que le habían indicado, al final de la cual debía girar a la derecha, y luego a la izquierda; al llegar a una plaza, tenía que volver a preguntar. No encontró la plaza y preguntó a un panadero, quien le dio otras indicaciones diferentes. Reanudó la marcha, se perdió, anduvo dando vueltas, siguió otros consejos, se extravió por completo.
Ahora, despavorida, caminaba casi al azar. Ya iba a decidirse a parar un coche cuando divisó el Sena. Entonces, fue siguiendo los muelles.
Al cabo de una hora, más o menos, llegó a la calle de Le Sauvage, que más parecía un callejón renegrido. Se detuvo ante el portal, tan emocionada que no podía dar un paso más.
Él, Pollito, estaba allí, en aquella casa.
Sentía que le temblaban las rodillas y las manos; entró por fin, recorrió un pasillo, vio la garita del portero y preguntó, tendiéndole una moneda:
—¿Podría usted subir y decirle al señor Paul de Lamare que una señora mayor, una amiga de su madre, lo está esperando abajo?
El portero contestó:
—Ya no vive aquí, señora.
Jeanne sintió por todo el cuerpo un gran escalofrío. Balbució:
—¡Ah! Y ahora… ¿ahora dónde vive?
—No lo sé.
Estaba aturdida, como si se fuera a caer, y durante un rato no pudo decir nada.
Al fin, con gran esfuerzo, consiguió recobrarse, y dijo a media voz:
—¿Cuánto hace que se fue?
El hombre le dio prolijos informes:
—Hace ya quince días. Se fueron sin más, una noche, y no han vuelto. Le debían a todo el mundo en el barrio; así que ya se supondrá usted que no han dejado dirección.
Jeanne veía luces, grandes ráfagas de llamas, como si le hubieran disparado un fusil en la cara. Pero una idea fija la sostenía, la mantenía en pie, tranquila en apariencia y con capacidad de razonar. Quería saber qué había pasado y encontrar a Pollito.
—¿Así que no dijo nada cuando se fue?
—Nada de nada. Se largaron para no pagar, y punto.
—Pero a alguien mandará a buscar la correspondencia.
—¡Como que yo se la iba a dar! Y, además, no recibían ni diez cartas al año. Y eso que les subí una dos días antes de que se fueran.
Debía de ser la que ella le había escrito. Dijo atropelladamente:
—Mire, yo soy su madre, la madre de él, y he venido a buscarlo. Tome estos diez francos. Si tiene alguna noticia o se entera de algo, venga a comunicármelo al Hotel de Normandía, en la calle de Le Havre, y le pagaré bien.
Y se fue corriendo.
Empezó a caminar de nuevo, sin importarle adónde iba. Andaba deprisa, como si la acuciase un asunto de importancia; corría, pegada a las paredes; chocaba contra transeúntes, contra bultos; cruzaba las calles sin reparar en los coches que pasaban, y los cocheros la insultaban; no se fijaba en los filos de las aceras, y tropezaba en ellos; iba a toda prisa, en línea recta, con el alma extraviada.
De súbito, vio que estaba en un parque, y se sentía tan cansada que se sentó en un banco. Allí debió de quedarse mucho rato, llorando sin darse cuenta de que lloraba, pues los viandantes se detenían a mirarla. Cayó, luego, en la cuenta de que tenía mucho frío; y se puso en pie para seguir andando; tan abrumada y débil estaba que casi no la sostenían las piernas.
Quería ir a un restaurante a tomar un caldo, pero no se atrevía a entrar en ningún establecimiento, pues se había adueñado de ella algo así como una vergüenza, un temor, un pudor de aquella pena que, bien lo sabía, se le notaba. Se detenía un segundo ante la puerta, miraba el interior, veía a muchas personas sentadas a la mesa y comiendo, y escapaba, acobardada, diciéndose: «Entraré en el próximo que vea». Y tampoco entraba en el siguiente.
Acabó por comprar en una panadería un panecillo con forma de luna, y empezó a comérselo mientras andaba. Tenía mucha sed, pero no sabía dónde beber y prescindió de ello.
Pasó bajo una bóveda y se halló en otro jardín rodeado de soportales. Reconoció entonces la plaza de Le Palais-Royal.
Como con el sol y la caminata había entrado algo en calor, volvió a sentarse una hora o dos.
Entraba en la plaza mucha gente, gente elegante, que charlaba, sonreía, se saludaba, uno de esos gentíos felices en los que las mujeres son hermosas, los hombres son acaudalados, y no viven sino para ataviarse y divertirse.
Jeanne, azarada al verse entre aquella muchedumbre lujosa, se levantó para escapar de allí; pero, de pronto, se le ocurrió que acaso podía encontrarse con Paul en aquel lugar; y empezó a deambular, espiando los rostros, yendo y viniendo sin cesar, cruzando el jardín de punta a punta con su paso humilde y raudo.
Algunas personas se volvían para mirarla; otras se reían y la señalaban con el dedo. Lo notó y se fue corriendo, pensando que seguramente se burlaban de sus trazas y de su vestido de cuadros verdes que había escogido Rosalie y había confeccionado, siguiendo las indicaciones de esta, la modista de Goderville.
Ni siquiera se atrevía ya a preguntar el camino. Se arriesgó, por fin, y acabó por localizar su hotel.
Pasó el resto del día sentada en una silla, al pie de la cama, sin moverse. Cenó, luego, como la víspera, una sopa y un poco de carne. Y luego se acostó, haciéndolo todo maquinalmente, movida por la costumbre.
Al día siguiente, fue a la prefectura de policía para que le buscasen a su hijo. No pudieron prometerle nada, pero le dijeron que se ocuparían del asunto.
Vagó entonces por las calles, sin perder la esperanza de encontrarse con él. Y se sentía más sola entre el ajetreo de aquella muchedumbre, más perdida, más mísera que en medio de los campos desiertos.
Al volver al hotel, por la noche, le dijeron que un hombre había preguntado por ella de parte del señor Paul y que volvería al día siguiente. Una oleada de sangre le brotó del corazón; y no pegó ojo en toda la noche. ¿Y si fuera él? Sí, tenía que ser él, aunque no lo había reconocido por los detalles que le habían dado.
A eso de las nueve de la mañana, llamaron a su puerta. Jeanne, a punto de abalanzarse con los brazos abiertos, dijo:
—¡Adelante!
Apareció un desconocido. Y, mientras este se disculpaba por venir a molestarla y explicaba qué lo traía, una deuda de Paul que venía a cobrar, Jeanne se daba cuenta de que estaba llorando y, para que no se le notara, se recogía las lágrimas con la yema del dedo a medida que estas le iban brotando de los ojos.
El hombre sabía por el portero que Jeanne había ido a la calle de Le Sauvage y, como no podía localizar al joven, venía a ver a la madre. Y le tendía un papel que ella tomó con la cabeza vacía. Leyó una cantidad: 90 francos, sacó el dinero y pagó.
Aquel día no salió del hotel.
Al día siguiente acudieron otros acreedores. Les dio cuanto tenía, quedándose sólo con unos veinte francos; y escribió a Rosalie para decirle en qué situación se hallaba.
Pasaba los días vagando sin rumbo, esperando la respuesta de la criada, no sabiendo qué hacer, dónde matar las horas lúgubres, las horas interminables, no teniendo a nadie a quien poder decir una palabra de ternura, nadie que supiera su desdicha. Caminaba al azar; y ahora la acuciaba la necesidad de marcharse, de regresar a su casita, a orillas de la carretera solitaria.
Pocos días antes, agobiada de tristeza, no era capaz de vivir en aquel lugar; y ahora se daba perfecta cuenta de que, antes bien, no sabría ya vivir sino en esa casa, en donde habían echado raíces sus taciturnos hábitos.
Por fin, una noche, encontró en el hotel una carta y doscientos francos. Rosalie escribía:
Señora Jeanne: vuelva enseguida porque no pienso mandarle más dinero. Y al señorito Paul ya iré yo a buscarlo en cuanto tengamos noticias.
Recuerdos. Su sirvienta
ROSALIE
Y Jeanne tomó el camino de regreso a Batteville una mañana en que estaba nevando y hacía muchísimo frío.