CAPÍTULO XII

Rosalie se hizo, en ocho días, con el gobierno absoluto de los asuntos y las gentes de la mansión. Jeanne, resignada, obedecía con pasividad. Débil, arrastrando las piernas igual que las arrastraba antes mamaíta, salía del brazo de su sirviente, que la paseaba despacio, le echaba sermones, la reconfortaba con palabras bruscas y tiernas, tratándola como a una niña enferma.

Siempre hablaban del pasado, Jeanne con lágrimas en la garganta, Rosalie con el sosegado tono de los campesinos impasibles. La antigua doncella sacó a colación repetidas veces el asunto de los intereses atrasados, para exigir, por fin, que Jeanne, que nada sabía de negocios, le entregase los papeles que le ocultaba por no poner a su hijo en vergüenza.

Estuvo entonces Rosalie una semana yendo a diario a Fécamp para que un notario que conocía se lo explicase todo.

Luego, una noche, tras haber acostado a su señora, se sentó a la cabecera de la cama y le dijo de pronto:

—Ahora que ya está en la cama, tenemos que hablar.

Y le expuso la situación.

Cuando todo estuviera pagado y en regla, le quedarían alrededor de siete u ocho mil francos de renta. Ni un céntimo más.

Jeanne repuso:

—Qué le vamos a hacer, hija. Siento que no llegaré a vieja, así que todo me sobra.

Pero Rosalie se enfadó:

—A usted, señora, a lo mejor. Pero ¿es que no va a dejarle nada al señorito Paul?

Jeanne se estremeció:

—No me lo menciones nunca, te lo ruego. Sufro demasiado cuando me acuerdo de él.

—Pues sí que se lo menciono porque no tiene usted razón, señora. ¿Que ahora anda haciendo locuras? Pues algún día dejará de hacerlas. Y luego se casará y tendrá hijos. Y hará falta dinero para criarlos. Atienda bien: va usted a vender Los Chopos…

Jeanne se sentó en la cama de un respingo:

—¡Vender Los Chopos! ¿Cómo se te ocurre? Eso nunca, nunca.

Pero Rosalie no se alteró:

—Y yo le digo que venderá, señora, porque no queda más remedio.

Y explicó las cuentas que había hecho, sus proyectos, sus razonamientos.

Tras vender Los Chopos y las dos alquerías incluidas en la finca a un candidato a comprador que había encontrado, se quedarían con cuatro alquerías sitas en Saint-Léonard; estas, libres ya de hipotecas, rentarían ocho mil trescientos francos. Apartarían mil trescientos al año para las reparaciones y la conservación de las propiedades; quedarían, pues, siete mil francos, de los que anualmente se gastarían cinco mil en vivir; y dejarían dos mil para una caja de pensiones.

—Todo lo demás se lo ha comido usted ya; no queda nada. Y, además, ahora la llave la voy a guardar yo, ¿me oye? Y el señorito Paul no volverá a ver ni una perra, lo que se dice ni una perra. La dejaría a usted sin un cuarto.

Jeanne, que lloraba en silencio, dijo a media voz:

—¿Y si no tiene para comer?

—Si tiene hambre, que venga a comer a nuestra casa. Siempre habrá una cama y un plato para él. ¿Cree usted que habría hecho tantas tonterías si, desde el principio, no le hubiera dado usted ni un cuarto?

—Pero tenía deudas; habría sido la deshonra para él.

—Y cuando a usted no le quede nada, ¿se cree que va a dejar de meterse en deudas? Usted se las pagó antes, bien está. Pero no le pagará ninguna más, se lo digo yo. Y ahora, señora, buenas noches.

Y se fue.

Jeanne no durmió aquella noche, con la alteración de pensar en vender Los Chopos, de irse de allí, de dejar aquella casa a la que estaba vinculada toda su existencia.

Cuando vio entrar a Rosalie en su cuarto al día siguiente, le dijo:

—Mira, hija, yo no podré nunca decidirme a marcharme de aquí.

Pero la sirvienta se enfadó:

—Pues tendrá usted que marcharse, señora. Dentro de un rato llega el notario con el señor que se ha encaprichado de la casa. Y si no vende ahora, dentro de cuatro años no tendrá usted más que una mano delante y otra detrás.

Jeanne, sin salir de su anonadamiento, repetía:

—No podré; no podré en la vida.

Una hora después, el cartero le trajo una carta de Paul que le pedía otros diez mil francos. ¿Qué hacer? Trastornada, lo consultó con Rosalie, que alzó los brazos al cielo:

—¿Qué le decía yo, señora? ¡Ay, apañados iban ustedes de no haber vuelto yo!

Y Jeanne, doblegándose a la voluntad de su doncella, contestó al joven:

Mi querido hijo: no puedo hacer nada más por ti. Me has arruinado, e incluso me veo en la necesidad de vender Los Chopos. Pero no olvides que siempre tendré un sitio en donde acogerte cuando quieras venir a buscar refugio junto a tu anciana madre, a la que has hecho padecer mucho.

JEANNE

Y cuando llegó el notario en compañía del señor Jeoffrin, expropietario de una refinería de azúcar, los recibió personalmente y los animó a que recorrieran la casa y lo vieran todo.

Transcurrido un mes, firmó la escritura de venta al tiempo que adquiría una casita burguesa sita en la aldea de Batteville, próxima a Goderville, junto al camino real de Montivilliers.

Estuvo después, hasta que cayó la noche, paseando a solas por el paseo de mamaíta, con el corazón destrozado y las ideas perdidas, despidiéndose del horizonte, de los árboles; del banco carcomido que había bajo el plátano; de todas aquellas cosas, tan conocidas que le parecía que las llevaba dentro de los ojos y del alma; del bosquecillo; del talud frente a la landa en el que se había sentado tantas veces, desde el que había visto correr hacia la mar al conde de Fourville en aquel día terrible de la muerte de Julien; de un olmo viejo y desmochado en el que solía apoyarse; de todo aquel jardín que tan familiar le era; y a todo le enviaba adioses desesperados y envueltos en sollozos.

Rosalie acudió, la tomó del brazo y la hizo volver a la mansión a la fuerza.

Un campesino alto, de veinticinco años, esperaba delante de la puerta. La saludó con tono cordial, como si la conociera desde hacía mucho:

—¿Qué tal, señora Jeanne? ¿Cómo está usted? Mi madre me ha mandado venir para la mudanza. Necesitaría saber con qué se va a quedar usted porque me lo iré llevando a ratos para no atrasar el trabajo de la tierra.

Era el hijo de su doncella, el hijo de Julien, el hermano de Paul.

A Jeanne le pareció que el corazón le dejaba de latir; y, no obstante, habría querido besar al muchacho.

Lo contemplaba, buscando un parecido con su marido, un parecido con su hijo. Era colorado y robusto, con el pelo rubio y los ojos azules de la madre. Y, sin embargo, se parecía a Julien. ¿En qué? ¿Cómo? No acababa de caer de ello; pero, en conjunto, algo tenía de él.

El mozo añadió:

—Me vendría bien que me lo dijera usted ahora mismo.

Pero Jeanne aún no sabía qué quería conservar, ya que la casa nueva era muy pequeña; y le rogó que volviera a finales de la semana.

Entonces, empezó a pensar en la mudanza, que aportó un entretenimiento melancólico a aquella vida taciturna que nada esperaba.

Iba de habitación en habitación, buscando los muebles que le recordaban algún suceso, esos muebles amigos que son parte de nuestra vida y casi de nuestro ser, que hemos visto desde que éramos jóvenes y a los que se vinculan recuerdos de alegrías o tristezas, fechas de nuestra historia; que han sido compañeros mudos de nuestras horas dulces o sombrías; que han ido envejeciendo, deteriorándose a nuestro lado; cuya tapicería se ha abierto por algunos sitios; cuyo forro se ha rasgado; que tienen los remaches flojos y el color comido.

Los escogía uno a uno, titubeando con frecuencia, con esa misma alteración que se siente antes de adoptar decisiones de capital importancia, cambiando de opinión a cada momento, comparando las virtudes de dos butacas o las de un viejo secreter y una mesa de labor antigua.

Abría los cajones, intentaba recordar algunos hechos; luego, cuando ya había dicho para sí con carácter definitivo: «Sí, esto me lo llevo», bajaban el objeto al comedor.

Quiso conservar todos los muebles de su cuarto: la cama, los tapices, el reloj, todo.

Se quedó con algunas de las butacas y sillas del salón, aquellas cuyos dibujos le gustaban en la infancia: la raposa y la cigüeña, la zorra y el cuervo, la cigarra y la hormiga, y la melancólica garza.

Después, dando vueltas por todos los rincones de aquella casa que iba a abandonar, subió un día al desván.

Se quedó sobrecogida de asombro: era un revoltillo de objetos de todo tipo, rotos unos, otros deslucidos nada más; y algunos los habían subido allí a saber por qué, porque habían dejado de gustar, porque otros habían ocupado su lugar. Vio mil adornos antaño conocidos, que habían desaparecido de pronto sin que hubiera caído en la cuenta de ello; naderías que había utilizado; cosas sin importancia, viejas e insignificantes, que habían andado rodando a su alcance durante quince años, que había visto a diario sin fijarse en ellas; y, de repente, al volver a encontrarlas en aquel desván, junto a otras más antiguas de las que recordaba a la perfección el lugar que ocupaban al principio, cuando ella acababa de llegar, cobraban la súbita importancia de unos testigos olvidados, de unos amigos recuperados. Eran para ella como esas personas a las que hemos tratado mucho tiempo, sin que nunca se hayan dado a conocer, y que, de súbito, una noche, por un motivo nimio, se ponen a charlar interminablemente, a contar todo cuanto llevan en el alma y que nadie sospechaba.

Jeanne iba de un objeto a otro, dándole brincos el corazón y diciéndose: «Anda, esta taza de la China la rajé yo una noche, pocos días antes de la boda. ¡Mira! El farol pequeño de mamaíta; y el bastón que rompió papaíto queriendo abrir la cerca, que tenía la madera hinchada de la lluvia».

Había también en aquel desván muchas cosas que no había visto nunca, que no le traían ningún recuerdo, procedentes de sus abuelos o de sus bisabuelos, esos objetos polvorientos, como desterrados en una época que no es ya la suya, a los que parece entristecer su abandono, cuya historia, cuyas andanzas no sabe nadie, pues nadie vio nunca a quienes los escogieron, los compraron, los poseyeron, los quisieron, pues nadie conoció las manos que los manejaban con familiaridad y los ojos que los contemplaban con agrado.

Jeanne los tocaba, les daba vueltas, dejando la marca de los dedos en el polvo acumulado; y allí se quedó mucho rato, entre todas aquellas antiguallas, bajo la débil claridad que entraba por el cristal de unos cuantos ventanucos cuadrados empotrados en la techumbre.

Examinó minuciosamente unas sillas de tres patas, cavilando si le traían algún recuerdo; un calentador de cama de cobre; un brasero sin fondo, que le parecía reconocer, y un montón de utensilios inservibles.

Hizo luego un lote con todo lo que quería llevarse; y, al bajar, mandó a Rosalie que fuera a buscarlo. La sirvienta, indignada, se negaba a sacar del desván «esas guarrerías». Pero Jeanne, aunque no le quedaba ya ni un asomo de voluntad, se mostró firme en esta ocasión y no hubo más remedio que obedecerla.

Una mañana, el joven labriego, el hijo de Julien, Denis Lecoq, llegó con la carreta para hacer un primer viaje. Rosalie lo acompañó para supervisar la descarga de los muebles y colocarlos en los lugares en que tenían que ir.

Jeanne, al quedarse sola, empezó a caminar sin rumbo por las estancias de la mansión, presa de un terrible ataque de desesperación, besando con exaltados arrebatos amorosos todo lo que no podía llevarse: los grandes pájaros blancos de los tapices del salón, unos candelabros viejos, todo cuanto hallaba a su paso. Iba de una habitación a otra, como loca, llorando a raudales; luego, salió para «ir a decirle adiós» al mar.

Finalizaba septiembre; un cielo bajo y gris agobiaba el paisaje; la extensión de olas tristes y amarillentas se dilataba hasta perderse de vista. Jeanne se demoró largo rato en lo más alto del acantilado, dando vueltas en la cabeza a atormentados pensamientos. Luego, como estaba cayendo la noche, regresó; había sufrido aquel día tanto como durante sus penas mayores.

Rosalie ya había vuelto y estaba esperándola, encantada con la casa nueva, diciendo que era mucho más alegre que la casona aquella que ni siquiera estaba a orillas de una carretera.

Jeanne pasó toda la velada llorando.

Desde que sabían que la casa solariega estaba vendida, los colonos apenas si le mostraban el debido respeto y, cuando hablaban entre sí, la llamaban «la loca», sin saber muy bien por qué, probablemente porque intuían, con su instinto animal de rústicos, aquel sentimentalismo enfermizo y creciente, aquellas ensoñaciones exaltadas, todo el desbarajuste de aquella infeliz alma maltratada por la desdicha.

La víspera de la partida, Jeanne entró, por casualidad, en la cuadra; la sobresaltó un gruñido. Era Matanza, del que no se acordaba hacía meses. Ciego y paralítico, había llegado a una edad infrecuente en un perro y vivía aún, encima de un montón de paja, atendido por Ludivine, que no se olvidaba de él. Jeanne lo cogió en brazos, lo besó y se lo llevó a la casa. Estaba hecho un trullo; apenas si pudo caminar; se arrastraba con las patas abiertas y tiesas; y, al ladrar, parecía uno de esos perros de madera con los que juegan los niños.

Al fin amaneció el último día. Jeanne había dormido en el cuarto de Julien, pues el suyo estaba sin muebles.

Se levantó de la cama agotada y jadeante, como si hubiera corrido mucho rato. El carruaje que había de transportar los baúles y los muebles que quedaban esperaba, ya cargado, en el patio. Detrás, estaba enganchado un carricoche de dos ruedas en que viajarían la señora y la criada.

El tío Simon y Ludivine se quedaban solos en la mansión hasta que llegase el nuevo dueño; luego se retirarían en casa de unos parientes, pues Jeanne les había concedido una modesta pensión. Por lo demás, tenían sus ahorros. Ahora eran dos criados muy ancianos, que no servían para nada y charlaban mucho. Marius se había casado y se había ido de la casa hacía mucho.

A eso de las ocho, empezó a llover; caía una llovizna helada que impulsaba una tenue brisa marina. Hubo que tapar la carreta con mantas. Ya estaban cayéndose las hojas de los árboles.

En la mesa de la cocina humeaban unos tazones de café con leche. Jeanne se sentó ante el suyo y se lo tomó a sorbitos; luego se levantó diciendo:

—¡Vamos!

Se puso el sombrero y el chal; y, mientras Rosalie le calzaba unos chanclos, dijo con un nudo en la garganta:

—¿Te acuerdas, hija, de cómo llovía cuando salimos de Ruán para venir aquí?

Le dio algo parecido a un espasmo, se llevó ambas manos al pecho y cayó de espaldas, sin sentido.

Estuvo más de una hora como muerta; luego, al abrir los ojos, tuvo convulsiones, a las que acompañó un llanto impetuoso.

Cuando se tranquilizó un poco, se sentía tan débil que no podía tenerse de pie. Pero Rosalie, temiendo que le dieran más ataques si retrasaban la partida, fue a buscar a su hijo. La alzaron en vilo, se la llevaron y la dejaron en el carricoche, encima del asiento de madera forrado de hule; la antigua sirvienta se sentó junto a Jeanne, le abrigó las piernas, le echó por los hombros un gabán grueso y, luego, abriendo un paraguas para resguardarla, exclamó:

—Corre, Denis, vámonos.

El joven subió junto a su madre y, sentado en un solo muslo por falta de sitio, puso al trote el caballo cuya irregular carrera hacía dar tumbos a ambas mujeres.

Al girar en la revuelta del pueblo, vieron que alguien caminaba arriba y abajo por la carretera. Era el padre Tolbiac, que parecía estar acechando la partida.

Se detuvo para que pasara el coche. Con una mano, se remangaba la sotana, por temor al agua del camino, enseñando los zapatones cubiertos de barro que le remataban las piernas flacas, enfundadas en medias negras.

Jeanne bajó los ojos para no cruzar la vista con él; y Rosalie, que estaba enterada de todo, montó en cólera. Mascullaba por lo bajo:

—¡Pelgar! ¡Pelgar!

Le asió luego la mano a su hijo, diciéndole:

—¡Anda y dale con el látigo!

Pero el joven, al pasar rozando al sacerdote, metió de golpe en un bache la rueda del destartalado carruaje, que corría a toda velocidad, haciendo saltar un chorro de fango que cubrió al cura de pies a cabeza.

Y Rosalie, radiante, se volvió para amenazarlo con el puño mientras él se secaba con su enorme pañuelo.

Llevaban cinco minutos de viaje cuando Jeanne exclamó de pronto:

¡Matanza! ¡Se nos ha olvidado!

No hubo más remedio que detenerse. Denis se bajó y fue corriendo a buscar el perro mientras Rosalie sujetaba las riendas.

Al fin regresó el joven, cargado con el obeso animal, deforme y lleno de calvas, que depositó entre las faldas de las dos mujeres.