CAPÍTULO XI

Estuvo tres meses sin salir de su cuarto; se había quedado tan débil y tan pálida que todo el mundo creía, y decía, que estaba perdida. Poco a poco, fue reviviendo. Papaíto y tía Lison no se separaban de ella; los dos se habían instalado en Los Chopos. A Jeanne le quedó, de aquella conmoción, una dolencia nerviosa; desfallecía al menor ruido y las causas más nimias le ocasionaban prolongados síncopes.

Nunca había pedido detalles acerca de la muerte de Julien. ¿Qué más le daba? ¿No sabía ya acaso bastante? Todo el mundo pensaba que había sido un accidente, pero ella no se engañaba; y llevaba guardado en el corazón aquel secreto que la atormentaba: la certidumbre del adulterio y la espantosa visita del conde el día de la catástrofe.

Y hete aquí que ahora le invadían el alma recuerdos enternecidos, dulces y melancólicos, de las breves dichas amorosas que, en otro tiempo, le había dado su marido. La sobresaltaban continuamente los inesperados despertares de su memoria; volvía a ver a Julien tal y como había sido durante los días del noviazgo, y, también, tal y cómo lo había querido en aquellas únicas horas de pasión florecidas al sol de Córcega. De la tumba cerrada nacía ahora un creciente distanciamiento que amenguaba todos los defectos, hacía desvanecerse todas las asperezas; e incluso las infidelidades iban perdiendo importancia. Y Jeanne, al apoderarse de ella algo así como una imprecisa gratitud póstuma hacia el hombre que la había estrechado en sus brazos, perdonaba los sufrimientos pasados para no acordarse ya sino de los momentos dichosos. Luego, el tiempo, que seguía corriendo, y los meses, que se iban amontonando, tendieron un velo de olvido sobre todas las reminiscencias y todos los dolores, como si sobre ellos se fuera acumulando el polvo; y Jeanne se entregó por entero a su hijo.

Se convirtió este en el ídolo, en la única preocupación de los tres seres que lo rodeaban; y reinaba sobre ellos como un déspota. Llegó incluso a haber algo parecido a los celos entre los tres esclavos: Jeanne miraba, nerviosa, cómo el niño besaba con toda el alma al barón tras cabalgar subido en su rodilla. Y la tía Lison, a la que también daba de lado, como la había dado de lado siempre todo el mundo, aquel amo y señor, que todavía no hablaba pero la trataba a veces como a una criada, se iba a llorar a su cuarto, comparando las insignificantes caricias que ella mendigaba y no siempre obtenía con los abrazos que Paul reservaba para su madre y su abuelo.

Pendientes sólo del niño, pasaron dos años tranquilos, en los que no sucedió casi nada. Al comienzo del tercer invierno, decidieron ir a vivir a Ruán hasta la primavera. Y toda la familia emigró. Pero, al llegar a la vieja casa, cerrada y húmeda, Paul tuvo una bronquitis tan grave que llegaron a temer que fuera una pleuresía; y los tres miembros de la familia, despavoridos, dictaminaron que el pequeño no podía prescindir del aire de Los Chopos, adonde volvieron a llevarlo en cuanto se hubo curado.

Comenzaron entonces unos años monótonos y dulces.

Juntos siempre alrededor del niño, ora en su cuarto, ora en el salón grande, o en el jardín, se embelesaban con sus balbuceos, sus dichos graciosos, sus gestos.

Su madre lo llamaba, mimosamente, Polito; y él decía Pollito, con lo que todos se reían muchísimo. Se le quedó el mote de Pollito y nadie lo llamó ya de otra manera.

Como crecía muy deprisa, una de las ocupaciones más apasionantes de los tres miembros de la familia, a los que el barón llamaba «las tres madres», consistía en medirlo.

Hacían con una navaja en el zócalo de madera, junto a la puerta del salón, una serie de muescas que marcaban, de mes en mes, los progresos del crecimiento. Esa escala, bautizada «la escala de Pollito», ocupaba un lugar de considerable importancia en la existencia de todos los de la casa.

Apareció luego un nuevo elemento que pasó a desempeñar un papel de gran alcance en la familia: el perro Matanza, al que ya no hacía caso alguno Jeanne, que sólo pensaba en su hijo. Ludivine le daba de comer y vivía, solitario y siempre encadenado, en un tonel viejo, delante de la cuadra.

Paul lo descubrió una mañana y empezó a decir a voces que quería ir a darle un beso. Lo dejaron acercarse, con infinitos temores. El perro le hizo fiestas al niño, y este puso el grito en el cielo cuando pretendieron separarlo de él. Entonces soltaron a Matanza y lo instalaron en la casa.

Se convirtió en el compañero inseparable de Paul, en el amigo de cada instante. Se revolcaban juntos por el suelo, dormían juntos en la alfombra. No tardó Matanza en pasar la noche en la cama de su camarada, que no consentía en dejarlo ni a sol ni a sombra. Jeanne se lamentaba a veces, pensando en las pulgas; y tía Lison sentía rencor hacia aquel perro que se quedaba con una parte tan grande del afecto del pequeño, un afecto que, en su opinión, el animal le robaba a ella, que tanto lo anhelaba.

En muy escasas ocasiones, intercambiaban algunas visitas con los Briseville o los Coutelier. Sólo el alcalde y el médico interrumpían con regularidad la soledad de la antigua mansión. Jeanne, tras la muerte de la perra y las sospechas que le había inspirado el párroco en la espantosa muerte de la condesa y de Julien, no había vuelto a pisar la iglesia, airada con un Dios que podía tener ministros como aquel.

El padre Tolbiac lanzaba de vez en cuando anatemas aludiendo directamente a la mansión, por la que rondaba el Espíritu del Mal, el Espíritu de la Rebeldía Eterna, el Espíritu del Error y la Mentira, el Espíritu de la Iniquidad, el Espíritu de la Corrupción y la Impureza, apelaciones todas que se referían al barón.

Por lo demás, muy pocos fieles frecuentaban su iglesia; y, cuando bordeaba los campos en los que los labriegos iban tras el arado, estos no detenían el trabajo para hablar con él, ni se desviaban de su recorrido para saludarlo. Lo tenían, además, por brujo porque había expulsado al demonio del cuerpo de una mujer poseída. Se rumoreaba que sabía invocaciones misteriosas que acababan con los maleficios, que, según él, no eran sino como bromas de Satanás. Imponía las manos a las vacas que daban la leche azul o llevaban la cola enroscada y, con unas cuantas palabras que nadie entendía, hacía aparecer las cosas perdidas.

Su pensamiento, corto de luces y fanático, se entregaba con pasión al estudio de los libros de asunto religioso que referían la historia de las apariciones del Diablo en la tierra, las diversas manifestaciones de su poder, sus variopintas y ocultas influencias, todos los recursos que poseía y las malas pasadas en que solían revelarse sus argucias. Y, como pensaba que estaba especialmente facultado para combatir ese Poder misterioso y fatal, había estudiado todas las fórmulas de exorcismos que aparecían en los manuales eclesiásticos.

Le parecía sentir continuamente cómo vagaba por la sombra el Espíritu Malo; y en todo momento se le venía a los labios la frase latina: Sicut leo rugiens circuit quærens quem devoret.

Empezó entonces a cundir un temor, pavoroso ante aquella fuerza oculta suya. Sus propios colegas, curas rurales ignorantes, para quienes Belcebú es artículo de fe y a los que perturban los minuciosos mandatos de los ritos previstos para las manifestaciones de ese poder maligno, con lo que acaban por confundir la religión con la magia, consideraban que el padre Tolbiac tenía visos de brujo; y lo respetaban tanto por el poder oscuro que le atribuían cuanto por la irreprochable austeridad de la vida que llevaba.

Cuando el sacerdote se cruzaba con Jeanne, no la saludaba.

Aquella situación preocupaba y desconsolaba a la tía Lison, cuya medrosa alma de solterona no comprendía que alguien pudiera no ir a la iglesia. Claro está que era mujer piadosa; claro está que se confesaba y comulgaba; pero nadie lo sabía ni hacía por saberlo.

Cuando se quedaba a solas, completamente a solas, con Paul, le hablaba muy bajito de Dios. Él la escuchaba con cierta atención cuando le refería las milagrosas historias de los primeros tiempos del mundo; pero, cuando le decía que había que amar mucho, mucho al buen Dios, el niño le preguntaba, a veces: «¿Y dónde está, tía?». Ella, entonces, le señalaba el cielo con el dedo: «Allí, arriba, Pollito, pero no se lo digas a nadie». Le tenía miedo al barón.

Pero, un día, Pollito le espetó:

—Dios está en todas partes, pero no está en la iglesia.

Le había contado al abuelo las misteriosas revelaciones de la tía.

El pequeño iba a cumplir diez años; su madre aparentaba cuarenta. Era fuerte, travieso, atrevido para subirse a los árboles, pero no sabía casi nada. Las clases lo aburrían y las interrumpía nada más empezar. Y, cuantas veces el barón lo tenía un rato algo más largo ante un libro, enseguida llegaba Jeanne, diciendo: «Deja que se vaya ya a jugar. No hay que cansarlo, es tan pequeño». Le seguía pareciendo un niño de seis meses o de un año. Apenas si se percataba de que andaba, corría, hablaba como un hombrecito; y vivía con el constante temor de que se cayera, de que cogiese frío, de que se acalorase al ir de un lado para otro, de que comiera demasiado y se empachase o de que comiese poco y no creciera.

Al cumplir los doce años, se presentó un problema de envergadura: el de la primera comunión.

Lise fue una mañana a hablar con Jeanne y le hizo ver que no podían dejar más tiempo al niño sin instrucción religiosa ni retrasar más el cumplimiento de sus obligaciones primordiales. Presentó toda suerte de argumentos, sacó a colación mil razones y, sobre todo, la opinión de las personas con las que se trataban. La madre, turbada, indecisa, vacilaba, afirmando que aún se podía esperar un poco.

Pero, un mes después, estando de visita en casa de la vizcondesa de Briseville, esta le dijo por casualidad:

—Su Paul hace la primera comunión este año, ¿verdad?

Y Jeanne, a la que había pillado desprevenida la pregunta, contestó:

—Sí, este año.

Aquella sencilla frase bastó para decidirla y, sin decirle nada a su padre, pidió a Lise que llevase al niño al catecismo.

Todo fue bien durante un mes; pero, una tarde, Pollito volvió con la garganta tomada. Y, al día siguiente, tosía. La madre, asustadísima, le preguntó qué había pasado y se enteró de que el párroco lo había echado de clase por mal comportamiento y había estado hasta que acabó la lección en el porche de la iglesia, en plena corriente.

Dispuso, pues, que se quedase en casa y le enseñó personalmente ese alfabeto de la religión. Pero el padre Tolbiac, pese a las súplicas de la tía Lison, se negó a admitirlo entre los comulgantes, alegando que no estaba suficientemente preparado.

Sucedió otro tanto al año siguiente. Entonces, el barón, exasperado, declaró que, para ser un hombre de bien, maldita la falta que le hacía al niño creer en aquellas simplezas, en aquel símbolo pueril de la transubstanciación; y quedó decidido que lo educarían como cristiano, pero no como católico practicante y que, al cumplir la mayoría de edad, quedaría en libertad de ser lo que más le gustara.

Poco tiempo después, fue Jeanne a hacer una visita a los Briseville, pero no se la devolvieron. Le causó extrañeza, pues bien sabía la meticulosa cortesía de sus vecinos; pero la marquesa de Coutelier la informó, con tono altanero, del motivo de aquella omisión.

Considerábase esta, debido a la posición de su marido y a su título, legítimo a más no poder, y también a su considerable fortuna, algo así como la reina de la nobleza normanda. Gobernaba, por tanto, como gobierna una reina; decía lo que le parecía; se mostraba amable o seca, según las circunstancias; amonestaba; enmendaba o daba plácemes en cuanto se le presentaba la ocasión. Habiendo ido Jeanne a verla, la dama, tras una breve charla muy fría, dijo con tono cortante:

—La sociedad se divide en dos clases de hombres: los que creen en Dios y los que no creen. Los primeros son amigos nuestros, por muy humildes que sean; a los otros, ni los tomamos en cuenta.

Jeanne, percatándose del ataque, replicó:

—Pero ¿es que no se puede creer en Dios sin ir por la iglesia?

La marquesa respondió:

—No, no se puede. Los fieles acuden a rezar a Dios a su iglesia de la misma forma que es costumbre ir a visitar a las personas a sus casas.

Jeanne, herida, repuso:

—Dios está en todas partes, señora. En lo que a mí se refiere, que creo en su bondad con toda el alma, dejo de notar su presencia cuando ciertos sacerdotes se interponen entre él y yo.

La marquesa se puso de pie:

—El sacerdote es el abanderado de la Iglesia, señora; todo el que no siga esa bandera está contra él y contra nosotros.

También Jeanne se había levantado, trémula:

—Usted, señora, cree en el Dios de un partido. Yo creo en el Dios de los hombres de bien.

Se despidió y se fue.

También los campesinos la censuraban porque Pollito no había hecho la primera comunión. Ellos no asistían a los oficios ni recibían los sacramentos, o se limitaban a comulgar por Pascua florida, ateniéndose al pie de la letra a los mandamientos de la Iglesia; pero los chicos eran otra cosa, y ninguno se habría atrevido a criar a un hijo fuera de esa ley general, porque la Religión es la Religión.

Jeanne notó esa reprobación y la indignaron en lo más hondo del alma todas aquellas concesiones, aquellos apaños de conciencia, aquel universal temor a todo, la enorme cobardía que anida en todos los corazones y, cuando se deja ver, se adorna con tantas máscaras respetables.

El barón se hizo cargo de la educación de Paul y empezó a enseñarle latín. La madre no tenía en los labios sino una recomendación: «Sobre todo, que no se canse»; y andaba rondando, inquieta, en torno al cuarto de estudio, pues papaíto le había prohibido que entrase, ya que interrumpía las clases a cada instante para preguntar: «¿Se te quedan los pies fríos, Pollito?». O: «¿Te duele la cabeza, Pollito?». O atajaba al profesor: «No le hagas hablar tanto, que se le va a resentir la garganta».

En cuanto el niño quedaba libre, bajaba a reunirse con su tía y su madre para dedicarse a la jardinería. Les había entrado una gran afición al cultivo de la tierra; y los tres plantaban árboles jóvenes en primavera, enterraban semillas cuya eclosión y crecimiento les interesaban muchísimo, podaban ramas, cortaban flores para hacer ramos.

La mayor inclinación del muchacho era el cultivo de lechugas. Tenía a su cargo cuatro extensos cuadros del huerto, en los que cultivaba con mucho mimo lechuga romana, escarola, endivia e imperial, cuantas variedades conocía de esas hojas comestibles. Cavaba, regaba, escardaba, trasplantaba, con la ayuda de sus dos madres, a las que hacía trabajar como si fuesen jornaleras. Podía vérselas arrodilladas durante horas enteras en los arriates, ensuciándose los vestidos y las manos, absortas en la tarea de introducir la raíz de los plantones en unos agujeros que hacían hundiendo un dedo en la tierra.

Pollito se iba haciendo un hombre, estaba a punto de cumplir los quince años; y la escala del salón marcaba ahora un metro con cincuenta y ocho centímetros. Pero seguía siendo muy niño de pensamiento, ignorante, inocentón, asfixiado entre aquellas dos faldas y aquel anciano bondadoso, que era de otro siglo.

Por fin, una noche, el barón habló de internados; y Jeanne, acto seguido, rompió a sollozar. La tía Lison, sobresaltada, se encogía en un rincón oscuro.

La madre argumentaba:

—¿Para qué necesita saber tantas cosas? Haremos de él un hombre de campo, un caballero terrateniente. Cultivará sus tierras, como hacen muchos aristócratas. Vivirá y envejecerá feliz en esta casa en que hemos vivido nosotros, en la que moriremos. ¿Qué más se puede pedir?

Pero el barón decía que no con la cabeza:

—¿Qué le vas a responder si un día, cuando tenga veinticinco años, viene a decirte: «Por tu culpa, por culpa de tu egoísmo de madre, no soy nadie, no sé nada. Me doy cuenta de que soy incapaz de trabajar, de labrarme un porvenir. Y, sin embargo, yo no estaba hecho para la vida oscura, humilde, a la que me ha condenado tu poco previsora ternura»?

Jeanne seguía llorando; y le decía a su hijo con tono implorante:

—Oye, Pollito, ¿verdad que nunca me reprocharás que te haya querido demasiado?

Y el niño grande, sorprendido, prometía:

—No, mamá.

—¿Me lo juras?

—Sí, mamá.

—¿A que quieres quedarte aquí?

—Sí, mamá.

Entonces, el barón subió el tono de voz y dijo con firmeza:

—Jeanne, no tienes derecho a disponer de esta vida. Lo que estás haciendo es una cobardía y, casi, un crimen: estás sacrificando a tu hijo a tu felicidad personal.

Ella se tapó la cara con las manos, sollozando a más y mejor; y balbucía, entre el llanto:

—¡He sido tan desgraciada… tan desgraciada! Y ahora que estoy tranquila con él, me lo quitan… ¿Qué será de mí… ahora… si me quedo sola?

El padre se levantó, fue a sentarse a su lado, la abrazó:

—¿Y yo, Jeanne?

Su hija se le aferró repentinamente al cuello, lo besó con violencia; luego, aún sin resuello, dijo, entre ahogos:

—Sí… tienes razón… a lo mejor… papaíto. He sido una loca, pero es que he sufrido tanto. Estoy de acuerdo en que vaya al internado.

Y entonces le tocó llorar a Paul, que no acababa de entender qué iban a hacer con él.

Sus tres madres lo besaron, le hicieron arrumacos, le dieron ánimos. Y todos subieron a acostarse con el corazón oprimido; y todos lloraron en la cama, incluso el barón, que se había estado conteniendo.

Decidieron que, a principio de curso, enviarían al muchacho al internado de El Havre. Y pasaron todo el verano mimándolo más que nunca.

Su madre lanzaba frecuentes ayes al pensar en la separación. Le preparó el ajuar como si fuera a pasar diez años viajando; luego, una mañana de octubre, tras una noche sin conciliar el sueño, las dos mujeres y el barón subieron con él a la calesa, que arrancó al trote de los dos caballos.

Ya habían hecho un viaje anterior para elegirle sitio en el dormitorio y en el aula. Con ayuda de la tía Lison. Jeanne se pasó el día colocándole las cosas en la cómoda pequeña que le correspondía. Como en aquel mueble no cabía ni la cuarta parte de lo que habían traído, fue a ver al director para que le asignase otra más. Este hizo venir al ecónomo, que argumentó que tantas mudas y tanta ropa no eran necesarias y no harían sino estorbar; y, respaldándose en el reglamento, se negó a poner otra cómoda a disposición del alumno. La madre, desconsolada, se resolvió entonces a alquilar una habitación en un hotelito próximo y encargar al dueño que fuera personalmente a llevarle a Pollito todo cuanto necesitara no bien el niño lo llamase.

Dieron, luego, todos juntos una vuelta por el espigón, mirando cómo entraban y salían los barcos.

Cayó un crepúsculo melancólico sobre la ciudad, cuyas luces iban encendiéndose poco a poco. Fueron a cenar a un restaurante. Ninguno tenía hambre; y se miraban con los ojos húmedos, mientras las fuentes desfilaban ante ellos para volver a la cocina casi intactas.

Se encaminaron, luego, despacio al internado. Por todas partes iban llegando niños de todas las estaturas, a los que acompañaban sus familias o un criado. Muchos lloraban. Se oía un murmullo de lágrimas en el amplio patio casi a oscuras.

Jeanne y Pollito estuvieron mucho rato abrazados. La tía Lison se había quedado detrás, sin que nadie se acordara de ella, con la cara hundida en el pañuelo. Pero el barón, al sentir que se enternecía, tiró de su hija para abreviar los adioses. La calesa los estaba esperando delante de la puerta; subieron los tres a ella y regresaron a Los Chopos en la oscuridad de la noche.

De vez en cuando, cruzaba un sollozo por la penumbra.

Al día siguiente, Jeanne estuvo llorando hasta el anochecer. Al otro, mandó enganchar el faetón y se fue a El Havre. Pollito parecía ya hecho a la separación. Era la primera vez en la vida que tenía compañeros; y el deseo de irse a jugar no lo dejaba estarse quieto en la silla de la sala de visitas.

Jeanne volvió un día sí y otro no; y los domingos, para las salidas. Como no sabía qué hacer durante las clases, entre recreo y recreo, se quedaba sentada en la sala de visitas, sin fuerza ni valor para alejarse del internado. El director le mandó recado de que tuviera la bondad de subir a verlo, y le pidió que no fuera con tanta frecuencia. Ella no tomó en cuenta la recomendación.

La avisó, entonces, de que si seguía molestando continuamente a su hijo, impidiendo que jugase durante las horas libres o que estudiara, al centro no le quedaría más remedido que mandarlo a casa; y enviaron una notita al barón, para ponerlo al tanto. Jeanne tuvo, pues, que quedarse bajo custodia en Los Chopos, como una prisionera.

Esperaba las vacaciones con más ansiedad que su propio hijo.

Y una inquietud incesante le turbaba el ánimo. Se puso a recorrer sin rumbo la comarca, paseando durante días enteros sin más compañía que la del perro Matanza, sumida en ensoñaciones hueras. A veces, se quedaba sentada toda una tarde mirando la mar desde lo más alto del acantilado; otras, bajaba a Yport, cruzando el bosque, repitiendo los antiguos paseos cuyo recuerdo la hostigaba. Qué lejos estaban, qué lejos, los tiempos en que recorría aquellos mismos parajes en plena juventud y ebria de sueños.

Cada vez que volvía a ver a su hijo, le daba la impresión de que llevaban separados diez años. El muchacho se hacía un hombre de mes en mes; de mes en mes, ella se hacía una anciana. Su padre parecía hermano suyo; y la tía Lison, que no envejecía, ajada ya desde los veinticinco años, parecía su hermana mayor.

Pollito estudiaba muy poco; repitió el tercer curso de bachillerato. El cuarto lo aprobó a trancas y barrancas; pero tuvo que hacer dos veces quinto; y, cuando llegó al curso de retórica, iba a cumplir los veinte.

Se había convertido en un joven alto y rubio, con patillas ya muy nutridas y una sombra de bigote. Ahora era él quien iba a Los Chopos todos los domingos. Como hacía mucho que tomaba clases de equitación, le bastaba con alquilar un caballo y, en dos horas, estaba en su casa.

Jeanne salía a su encuentro desde por la mañana, con la tía y el barón, quien, poco a poco, se iba encorvando y caminaba igual que un ancianito, con las manos a la espalda como para evitar irse de bruces al suelo.

Iban muy despacio carretera adelante, sentándose a veces al filo de la cuneta y oteando el horizonte por ver si divisaban ya al jinete. En cuanto aparecía, como un punto negro en la raya blanca, los tres miembros de la familia agitaban los pañuelos; y Paul ponía el caballo al galope para llegar junto a ellos como un huracán, con lo que Jeanne y Lison temblaban de miedo, y el abuelo se entusiasmaba y gritaba: Bravo, con la exaltación de quien no está ya para esos trotes.

Aunque Paul le sacaba la cabeza a su madre, esta seguía tratándolo como a una criatura y aún le preguntaba:

—¿No se te quedan los pies fríos, Pollito?

Y cuando paseaba delante de la escalinata, después de almorzar, fumando un cigarrillo, abría la ventana para decirle a voces:

—No salgas sin nada a la cabeza, te lo ruego, que vas a coger un catarro.

Se estremecía de preocupación cuando su hijo se marchaba a caballo, de noche:

—Sobre todo, no corras demasiado, Pollito, hijo; sé prudente, acuérdate de tu pobre madre, que se quedaría desesperada si te sucediese algo.

Pero un sábado por la mañana recibió una carta de Paul en la que le anunciaba que al día siguiente no iría porque unos amigos habían organizado una salida y lo habían invitado.

La angustia tuvo atormentada a Jeanne todo el domingo, como si la amenazase una desdicha; el jueves, no pudo aguantar más y se fue a El Havre.

Le pareció que su hijo había cambiado, sin poder decir en qué. Estaba de muy buen humor, hablaba con voz más viril. Y, de pronto, le dijo, como si fuera lo más natural:

—Sabes, mamá, ya que has venido hoy, no voy a ir a Los Chopos el domingo que viene porque vamos a repetir la fiesta.

Jeanne se quedó sobrecogida, sin resuello, como si le hubiese anunciado que se marchaba al Nuevo Mundo; luego, cuando hubo recuperado el uso de la palabra, le preguntó:

—Ay, Pollito, ¿qué te sucede? Dime, ¿qué sucede?

Él se echó a reír y le dio un beso:

—Pues nada, mamá. Salgo a divertirme con unos amigos; es lo lógico a mi edad.

A Jeanne no se le ocurrió respuesta alguna; y, cuando se vio sola en el coche, la asaltaron unas ideas muy peculiares. No había reconocido a su Pollito, a su Pollito de antes. Por vez primera, se percataba de que había crecido; de que ya no era suyo; de que en adelante viviría por su cuenta, sin acordarse de los mayores. Le parecía que había cambiado en un día. ¿Cómo? Aquel muchacho alto y con barba que imponía su voluntad ¿era su hijo, su infeliz niñito que, tiempo atrás, le mandaba trasplantar lechugas?

Paul estuvo tres meses sin ir a ver a su familia más que de tarde en tarde, acuciado siempre por un evidente deseo de marcharse cuanto antes, intentando todas las tardes ganar una hora. Jeanne estaba espantada, y el barón la consolaba continuamente repitiéndole:

—Déjalo. El chico tiene veinte años.

Pero, una mañana, un hombre viejo y bastante mal trajeado preguntó, con acento alemán, por «la señoga vizcondesa». Y, tras muchos saludos ceremoniosos, se sacó del bolsillo una cartera repulsiva, al tiempo que decía:

—Tengo un papelito paga usted.

Le presentó, tras haberlo desdoblado, un pedazo de papel grasiento. Jeanne lo leyó, lo volvió a leer, miró al judío, leyó la hoja una vez más y preguntó:

—¿Y esto qué es?

El hombre explicó, muy obsequioso:

—Pues ferá. Su hijo ha necesitado algo de dinego y como yo sabía que es usted una buena madge le pgesté una cantidad modesta paga que se fuega apañando.

Jeanne dijo, temblorosa:

—Pero ¿por qué no me lo pidió a mí?

El judío le dio prolijas aclaraciones: se trataba de una deuda de juego que había que pagar antes de las doce del día siguiente; como Paul no era aún mayor de edad, nadie le habría prestado un céntimo; y «el honog del joven habgía quedado en entgedicho» si él no le hubiera hecho «ese faforcillo de nada».

Jeanne quería llamar al barón, pero estaba tan paralizada del susto que no podía moverse. Por fin, le dijo al usurero:

—¿Quiere tener la bondad de tocar la campanilla?

El judío vacilaba, temiendo una trampa. Dijo, entre balbuceos:

—Si ahoga soy inopogtuno, ya folferé.

Jeanne dijo que no con la cabeza. Llamó y esperaron ambos frente a frente, sin decir nada.

Cuando llegó su padre, enseguida se hizo cargo de la situación. El pagaré era de mil quinientos francos. Le pagó mil al hombre, diciéndole mientras lo miraba fijamente:

—Sobre todo, no vuelva por aquí.

El otro dio las gracias, saludó y se esfumó.

El abuelo y la madre salieron en el acto hacia El Havre; pero, al llegar al internado, se enteraron de que hacía un mes que Paul no aparecía por allí. El director había recibido cuatro cartas firmadas por Jeanne comunicando, primero, que el alumno estaba enfermo y dando, luego, noticias de su salud. Con cada una de las cartas, había un certificado médico. Y, por descontado, todos esos documentos eran falsos. La madre y el abuelo se quedaron aterrados; se miraban, sin decidirse a marcharse.

El director, consternado, los acompañó a la comisaría. Luego, pasaron la noche en un hotel.

Al día siguiente, localizaron al joven en casa de una mujer de vida alegre de la ciudad. El abuelo y la madre se lo llevaron a Los Chopos; y ninguno de los tres dijo una palabra durante todo el camino. Jeanne lloraba, con la cara hundida en el pañuelo. Paul miraba la campiña con expresión de indiferencia.

En ocho días se enteraron de que durante los tres meses anteriores había acumulado quince mil francos de deudas. Los acreedores no habían reclamado en un primer momento porque sabían que pronto iba a ser mayor de edad.

No se habló del asunto. Querían volver a ganárselo por las buenas. Le servían platos exquisitos, lo agasajaban, lo mimaban. Estaban en primavera: le alquilaron una barca en Yport, pese al miedo cerval que sentía Jeanne, para que pudiera hacer los paseos por mar que le apetecieran.

No dejaban a su alcance ningún caballo por temor a que se volviera a El Havre.

Andaba ocioso; se mostraba irritable, brutal a veces. Al barón lo preocupaba que no hubiera concluido sus estudios. Jeanne, aunque la aterraba la idea de una separación, se preguntaba, no obstante, qué iban a hacer con él.

Un atardecer no volvió a casa. Se enteraron de que había salido en barca con dos marineros. Su madre bajó como una loca en plena noche al puerto, sin ponerse nada a la cabeza.

Unos hombres esperaban en la playa a que regresara la embarcación.

Apareció en alta mar una lucecita, que fue acercándose entre bamboleos. Paul ya no estaba a bordo. Lo habían llevado a El Havre.

Por mucho que lo buscó la policía, fue imposible hallarlo. La muchacha que lo había escondido ya una vez también había desaparecido, sin dejar rastro, tras vender los muebles y dejar pagado el alquiler. En Los Chopos, encontraron en el cuarto de Paul dos cartas de aquella golfa, que parecía locamente enamorada de él. Aludía en ellas a un viaje a Inglaterra para el que ya había conseguido, a lo que decía, el dinero necesario.

Y los tres moradores de la mansión vivieron, callados y pesarosos, en el taciturno infierno de las torturas morales. A Jeanne, que ya tenía el pelo gris, se le puso blanco. Se preguntaba, candorosamente, por qué la suerte la castigaba así.

Recibió una carta del padre Tolbiac:

Señora condesa: la mano de Dios le ha enviado la carga que padece. Usted le negó su hijo a Dios; y, ahora, Él se lo quita para arrojarlo en brazos de una prostituta. ¿Esta lección del Cielo no va a abrirle los ojos? La misericordia del Señor es infinita. Quizá la perdonase si acudiera usted a postrarse ante Él. Yo, que soy su humilde servidor, le abriré las puertas de su morada si viene usted a llamar a ellas.

Jeanne estuvo mucho rato con la carta en las rodillas. Quizá fuese cierto lo que decía aquel sacerdote. Y todas las incertidumbres religiosas empezaron a desgarrarle la conciencia. ¿Acaso podía Dios ser vengativo y celosamente exigente, como lo eran los hombres? Pero si no fuera exigente, nadie lo temería, todos dejarían de adorarlo. Probablemente se mostraba ante los humanos con los sentimientos característicos de estos para que los humanos lo comprendieran mejor. Y la cobarde duda que empuja hacia las iglesias a los vacilantes, a los confusos, se le metió dentro; un atardecer fue, presurosa y furtiva, al presbiterio y, arrodillándose a los pies del enteco sacerdote, le pidió la absolución.

Él le prometió un perdón a medias, ya que Dios no podía prodigar todas sus bondades a un hogar en el que residía un hombre como el barón:

—No tardará en notar los efectos de la Divina Misericordia —le afirmó.

Y, efectivamente, Jeanne recibió dos días después una carta de su hijo y, trastornada por la pena, pensó que allí estaba el principio del alivio que le había prometido el sacerdote:

Querida mamá, no tengas preocupación por mí. Estoy en Londres, y con buena salud, pero muy necesitado de dinero. No nos queda ni un céntimo y hay días en que no comemos. La mujer que vive conmigo, a la que quiero con toda el alma, se ha gastado, para no separarse de mí, cuanto tenía: cinco mil francos. Y comprenderás que, antetodo, tengo el compromiso de honor de devolverle ese dinero. Te agradecería mucho que me adelantases unos quince mil francos, a cuenta de la herencia de papá, puesto que me falta poco para la mayoría de edad. Me sacarías de un apuro muy grande.

Adiós, mamá querida; un beso muy fuerte, y otro para el abuelo y tía Lison. Espero verte pronto.

Tu hijo

Vizconde PAUL DE LAMARE

¡Le había escrito! Así que no la había olvidado. No se le ocurrió pensar que si escribía era para pedir dinero. Si se le había acabado el dinero, le mandarían más. ¿Qué importancia tenía el dinero? ¡Le había escrito!

Fue, corriendo y llorando, a enseñarle la carta al barón. Llamaron a la tía Lison; volvieron a leer, punto por punto, aquel papel que traía noticias de él. Discutieron cada una de sus palabras.

Jeanne, pasando de la desesperanza más completa a una suerte de esperanzada embriaguez, defendía a Paul:

—Va a volver; ha escrito, así que va a volver.

El barón, menos exaltado, dijo:

—Todo eso está muy bien; pero nos dejó por irse con esa mujer, así que la quiere más que a nosotros, puesto que no se lo pensó dos veces.

Un dolor repentino y espantoso le atravesó el corazón a Jeanne; y, acto seguido, prendió en ella el odio hacia aquella amante que le robaba a su hijo; un odio implacable, feroz, un odio de madre celosa. Hasta aquel momento, todos sus pensamientos habían sido para Paul, y casi no se había percatado de que lo había descarriado una desvergonzada. Pero, de pronto, el comentario del barón le recordó a esa rival, le reveló su fatídico poder; y se dio cuenta de que entre esa mujer y ella empezaba una lucha encarnizada; y, también, de que preferiría perder a su hijo antes que compartirlo con la otra.

Enviaron los quince mil francos y estuvieron otros cinco meses sin noticias.

Luego se presentó un apoderado para liquidar la herencia de Julien. Jeanne y el barón la entregaron sin poner inconveniente alguno, renunciando incluso al usufructo que correspondía a la madre. Y Paul cobró, al regresar a París, ciento veinte mil francos. Escribió entonces cuatro cartas en seis meses, dando noticias de su vida con lacónico estilo y poniendo, al final, frías expresiones de afecto: «Estoy trabajando —aseguraba—, me he forjado una posición en la Bolsa. Tengo la esperanza, mi querida familia, de poder ir un día a Los Chopos a daros un beso».

No mencionaba a su amante; y ese silencio era más significativo que si hubiera dedicado cuatro páginas a hablar de ella. A Jeanne le parecía que, tras aquellas gélidas cartas, se emboscaba, inclemente, esa enemiga eterna de las madres: la lagarta.

Los tres solitarios debatían acerca de lo que se podía hacer para salvar a Paul y no se les ocurría nada. ¿Un viaje a París? ¿Para qué?

El barón decía:

—Hay que dejar que esa pasión se vaya desgastando. Volverá a nosotros espontáneamente.

Y llevaban una vida lastimosa.

Jeanne y Lison iban juntas a la iglesia, a escondidas del barón.

Pasaron una temporada larga sin recibir noticias; luego, una mañana, una carta desesperada los sumió en el terror.

Mi buena mamá, estoy perdido. Si no me ayudas sólo me queda ya levantarme la tapa de los sesos de un tiro. Una especulación con muy buenas perspectivas acaba de salirme mal y debo ochenta y cinco mil francos. No pagarlos supone el deshonor, la ruina, la imposibilidad de emprender ya nunca nada nuevo. Estoy perdido. Te repito que prefiero levantarme la tapa de los sesos que sobrevivir a esta vergüenza. Y es posible que ya lo hubiera hecho de no ser por los ánimos que me da una mujer a la que nunca menciono y que es mi Providencia.

Un beso de corazón, querida mamá. Es posible que sea el último. Adiós.

PAUL

Junto con la carta, venían unos fajos de papeles que explicaban el desastre por lo menudo.

El barón respondió a vuelta de correo que iba a ver qué podían hacer. Se fue, luego, a El Havre en busca de asesoramiento; e hipotecó unas tierras para conseguir ese dinero, que le enviaron a Paul.

El joven contestó con tres cartas de entusiasmado agradecimiento y apasionado cariño, anunciando su inmediata llegada para dar un abrazo a su querida familia.

No se presentó.

Pasó un año entero.

Jeanne y el barón iban ya a salir hacia París para buscarlo y hacer un último intento cuando una nota los informó de que estaba otra vez en Londres, organizando una empresa de paquebotes de vapor, cuya razón social era: «PAUL DE LAMARE Y CÍA.». Decía en esa nota: «Para mí, va a suponer la fortuna segura, la riqueza quizá. Y no corro ningún riesgo. Podéis daros cuenta de todas las ventajas del asunto. Cuando vuelva a veros, ya tendré una buena posición social. En nuestros días, no hay nada mejor que los negocios para salir adelante».

Tres meses después, la compañía de paquebotes se declaraba en quiebra y había demandas contra el director por irregularidades en las escrituras comerciales. Jeanne sufrió un ataque de nervios que le duró varias horas; luego, se encamó.

El barón volvió a ir a El Havre, se informó, se entrevistó con abogados y hombres de negocios, con procuradores, con ujieres, se enteró que el déficit de la sociedad Delamare era de doscientos treinta y cinco mil francos y volvió a hipotecar sus posesiones. La casa solariega de Los Chopos y las dos alquerías quedaron gravadas con una suma cuantiosa.

Una tarde, cuando estaba cumplimentando los últimos requisitos en el despacho de un financiero, rodó por el suelo, víctima de una apoplejía.

Un hombre a caballo fue a avisar a Jeanne. Cuando llegó, su padre ya había muerto.

Se lo llevó a Los Chopos, tan anonadada que su dolor era, más que nada, el embotamiento de la desesperación.

El padre Tolbiac se negó a que el cuerpo entrara en la iglesia, pese a los frenéticos ruegos de ambas mujeres. Enterraron al barón a la caída de la tarde, sin ceremonia alguna.

Paul se enteró del suceso por uno de los liquidadores de la quiebra. Estaba aún escondido en Inglaterra. Escribió para disculparse por no haber hecho acto de presencia, pues no se había enterado a tiempo de la desgracia. «Por lo demás, ahora que me has sacado del apuro, querida mamá, regreso a Francia y no tardaré en ir a darte un beso».

Jeanne vivía tan aplanada que parecía no percatarse ya nunca de nada.

Y, a finales del invierno, la tía Lison, que contaba entonces sesenta y ocho años, tuvo una bronquitis que degeneró en pleuresía; y murió dulcemente, mientras decía entre balbuceos:

—Mi pobrecita Jeanne, me voy a pedirle a Dios que se compadezca de ti.

Jeanne la acompañó al cementerio, miró cómo caía la tierra sobre la caja; y, en el momento en que se desplomaba, deseando de corazón morir también, no sufrir más, no pensar más, una robusta aldeana la alzó en sus brazos y se la llevó como si fuera un niño pequeño.

De regreso a la mansión, Jeanne, que acababa de pasar cinco noches junto al lecho de la solterona, dejó, sin resistirse, que la metiese en la cama la campesina desconocida, que la manejaba suave y autoritariamente; y cayó en un sueño fruto del agotamiento, agobiada de cansancio y pena.

Se despertó mediada la noche. Una lamparilla ardía en la repisa de la chimenea. Una mujer dormía en un sillón. ¿Quién era aquella mujer? Jeanne no la reconocía y hacía cábalas, asomándose al borde de la cama para verle bien la cara a la temblona luz de la mariposa que, en un vaso de cocina, flotaba sobre el aceite.

No obstante, le parecía haber visto ya antes aquel rostro. Pero ¿cuándo? Pero ¿dónde? La mujer dormía con sueño apacible, inclinando sobre el hombro la cabeza, con la cofia caída en el suelo. Podía tener cuarenta o cuarenta y cinco años. Era robusta, de buen color, cuadrada, fuerte. Las anchas manos le colgaban a ambos lados del asiento. El pelo se le estaba empezando a poner gris. Jeanne, sumida en esa confusión mental que acompaña el despertar tras el sueño febril que sigue a las grandes desgracias, clavaba en ella una mirada obstinada.

¡No cabía duda de que había visto antes esa cara! ¿Había sido en tiempos pasados? ¿Había sido hacía poco? No lo sabía, y esa obsesión la inquietaba, la ponía nerviosa. Se levantó sin hacer ruido para mirar a la durmiente más de cerca y se le acercó de puntillas. Era la mujer que la había recogido en el cementerio y, luego, la había metido en la cama. Recordaba todo aquello de forma confusa.

Pero ¿la había conocido antes, en otra época de su vida? ¿O era sólo que creía reconocerla por el turbio recuerdo del día anterior? Y, además, ¿cómo es que estaba en su cuarto? ¿Por qué?

La mujer alzó los párpados, vio a Jeanne y se incorporó bruscamente. Las dos mujeres estaban frente a frente, tan próximas que los pechos de ambas se rozaban. La desconocida refunfuñó:

—¿Cómo? ¿Qué hace usted levantada? No, si acabará por coger algo. ¡Venga, vuélvase a la cama!

Jeanne preguntó:

—¿Quién es usted?

Pero la mujer abrió los brazos, la rodeó con ellos, la alzó en vilo y la volvió a llevar hasta la cama con la fuerza de un hombre. Y, al tiempo que la depositaba con suavidad sobre las sábanas, inclinada y casi echada sobre Jeanne, empezó a llorar y a darle frenéticos besos en las mejillas, en el pelo, en los ojos, mojándole la cara de lágrimas y balbuciendo:

—Mi señorita Jeanne, mi señorita Jeanne. ¡Pobrecita! ¿Es que no se acuerda de mí?

Y Jeanne exclamó:

—Rosalie, muchacha.

Y, echándole los brazos al cuello, la abrazó y la besó; y las dos sollozaban, estrechamente unidas, mezclando el llanto, sin poder aflojar los brazos.

Rosalie fue la primera en tranquilizarse:

—Bueno, a ver si somos sensatas —dijo— y no cogemos frío.

Y recogió las mantas, las remetió, volvió a colocar la almohada bajo la cabeza de su antigua señora, que seguía sin recobrar el resuello, presa de la tensión de los recuerdos de antaño que le habían vuelto al alma.

Por fin, preguntó:

—Pero, hija, ¿cómo es que has vuelto?

Rosalie repuso:

—Anda, como si fuera yo a dejarla así, sola, ahora que no tiene usted a nadie.

Jeanne siguió diciendo:

—Enciende una vela, mujer, para que pueda verte.

Y cuando puso Rosalie la luz en la mesilla de noche, ambas estuvieron mucho rato mirándose, sin decir palabra. Luego, Jeanne, alargando la mano hacia su antigua doncella, dijo a media voz:

—En la vida habría sido capaz de reconocerte, hija, estás muy cambiada, sabes, aunque no tanto como yo.

Y Rosalie, mirando a aquella mujer de pelo blanco, flaca y ajada, de la que se había separado cuando era joven, hermosa y lozana, contestó:

—Sí que está usted cambiada, señorita Jeanne, y más de la cuenta. Pero piense también que hace veinticuatro años que no nos vemos.

Volvieron a quedar en silencio y pensativas. Jeanne balbució al fin:

—¿Has sido feliz, por lo menos?

Y Rosalie, titubeando por temor a despertar algún recuerdo demasiado doloroso, decía, tartamudeando:

—Pues… sí… sí… señora. No me puedo quejar. Más feliz que usted ya he sido… seguro. La única pena que no se me quitó nunca fue la de no haberme podido quedar aquí…

Se calló de repente, sobrecogida por haber sacado aquel asunto a colación sin darse cuenta. Pero Jeanne le contestó suavemente:

—Qué le vamos a hacer, muchacha, no siempre hacemos lo que queremos. También tú estás viuda, ¿verdad?

Luego siguió diciendo, con una angustia temblándole en la voz:

—¿Has tenido más… más hijos?

—No, señora.

—Y ¿qué ha sido de él… de tu… tu hijo? ¿Te ha ido bien con él?

—Sí, señora, es un muchacho bueno que trabaja como el que más. Se casó hace seis meses y se queda con la granja porque yo me vuelvo con usted.

Jeanne, trémula de emoción, susurró:

—¿Así que ya no volverás a dejarme, hija?

Y Rosalie contestó con tono brusco:

—Cuente con ello, señora, ya lo tengo todo arreglado para quedarme.

Y estuvieron un rato sin decir nada.

Jeanne, sin poderlo evitar, seguía comparando la vida de ambas, pero sin amargura alguna en el corazón, resignada ya a las injustas crueldades del destino. Dijo:

—¿Cómo se portó tu marido contigo?

—Era un buen hombre, señora, buen trabajador y que supo juntar buenos dineros. Se murió del pecho.

Se apoderó entonces de Jeanne una necesidad de saber, y se sentó en la cama:

—Vamos, cuéntamelo todo, hija, toda tu vida. Me sentará bien oírte, en un día como hoy.

Y Rosalie, acercando una silla, se sentó y empezó a hablar de sí misma, de su casa, de su gente, sin ahorrar ninguno de esos detalles que tanto gustan a los campesinos, explicando cómo era su corral, riendo a veces por cosas ya antiguas que le recordaban los momentos buenos, alzando un poco la voz en su papel de ama acostumbrada a mandar. Al final, dijo:

—Huy, y menuda hacienda que tengo ahora. No me da miedo que me pueda toser nadie —volvió luego a azararse y añadió, más bajo—: Eso no quita para que todo lo que tengo se lo deba a usted. Así que ya sabe que no quiero sueldo. ¡De sueldo nada, de sueldo nada! Y si no le parece a usted bien, pues me marcho.

Jeanne dijo:

—¿No pretenderás servirme gratis?

—Ya lo creo que sí, señora. ¡Dinero! ¡Dinero va a darme usted a mí! Pero si tengo casi tanto como usted. ¿Sabe siquiera lo que le queda, con todos esos líos de hipotecas y esos avíos de préstamos, y esos intereses sin pagar, que crecen cada vez que vence un plazo? ¿Lo sabe? No, ¿verdad? Pues yo le aseguro que no le quedan ya ni diez mil libras de renta. Ni diez mil, ¿se entera? Pero ya le voy yo a arreglar todo como es debido. Y enseguidita, además.

Otra vez había subido la voz, enfadándose, indignándose por aquel descuido con los intereses, por aquella ruina en ciernes. Y, al ver cruzar por el rostro de su señora una incierta sonrisa enternecida, exclamó, fuera de sí:

—No hay que reírse de esas cosas, señora, porque sin dinero todos somos unos pelgares.

Jeanne volvió a tomarle las manos, las retuvo entre las suyas y dijo luego, despacio, sin poder librarse del pensamiento que la obsesionaba:

—¡Ay, si es que no he tenido suerte! Todo me salió mal. La fatalidad se encarnizó con mi vida.

Pero Rosalie negó con la cabeza:

—No diga eso, señora, no diga eso. Se casó usted mal, y punto. Y es que esas no son formas de casarse, sin conocer siquiera al pretendiente.

Y siguieron conversando lo mismo que dos viejas amigas.

Cuando salió el sol, aún estaban hablando.