Fueron muy tristes los días que siguieron; esos días sombríos en que la falta de la familiar presencia de un ser que se ha ido para siempre parece haber vaciado la casa; esos días en que todos y cada uno de los encuentros con los objetos que solía usar la persona muerta hacen sufrir como otras tantas cuchilladas. A cada instante, un recuerdo nos golpea el corazón, hiriéndolo. Esa era su butaca; esa, su sombrilla, que se ha quedado en el vestíbulo; ese, su vaso, que la doncella no ha recogido. Y por todas las habitaciones andan rodando cosas: sus tijeras, un guante, el libro cuyas hojas ajaron sus torpes dedos, y mil pequeñeces que adquieren un sentido doloroso porque recuerdan mil hechos nimios.
Y nos persigue su voz; creemos estar oyéndola; querríamos escapar a donde fuera, librarnos de la obsesión del fantasma que ronda por la casa. Y no es posible huir porque hay otras personas que también se quedan y también sufren.
Y oprimía, además, a Jeanne el recuerdo de lo que había descubierto. Aquel pensamiento la agobiaba; su corazón destrozado no hallaba cura. Con aquel secreto horrible se hacía aún mayor la soledad en que ahora estaba; al perder lo último en que había creído, había perdido la última confianza.
Padre se fue, pasado algún tiempo, pues necesitaba moverse, cambiar de aires, salir de la negra pena en que se hundía cada vez más.
Y la casona, que ya tenía costumbre de ver desaparecer de vez en cuando a uno de sus dueños, recuperó su vida tranquila y metódica.
Y, luego, Paul cayó enfermo. Jeanne enloqueció, estuvo doce días sin dormir, casi sin comer.
Se curó; pero a Jeanne no se le pasó el espanto de pensar que su hijo podía morir. ¿Qué haría ella entonces? ¿Qué iba a ser de ella? Y, poco a poco, se le fue metiendo en el corazón una inconcreta necesidad de tener otro hijo. No tardó en soñar con ello, presa de nuevo del antiguo deseo de ver a su lado a dos pequeñuelos, un niño y una niña. Y el deseo se convirtió en obsesión.
Pero, desde la aventura de Rosalie, vivía separada de Julien. Y ni tan siquiera un acercamiento parecía posible en la situación en que se hallaban. Julien tenía otro amor; Jeanne lo sabía. Y sólo con pensar en volver a soportar sus caricias, se estremecía de asco.
Se habría resignado, no obstante, a hacerlo, pues el anhelo de volver a ser madre la acosaba. Pero se preguntaba de qué modo podrían reanudarse sus abrazos conyugales. Habría muerto de humillación antes de dejar traslucir sus intenciones; y Julien parecía tenerla olvidada.
Quizá habría renunciado a la idea; pero empezó a soñar, todas las noches, con una niña. Y la veía jugando con Paul debajo del plátano; y, a veces, sentía como una comezón de levantarse e ir, sin decir palabra, a reunirse con su marido al cuarto de este. Dos veces llegó incluso a deslizarse hasta su puerta; y, luego, dio marcha atrás deprisa, con el corazón latiéndole de vergüenza.
El barón se había ido; mamaíta estaba muerta; Jeanne no tenía ahora a nadie a quien consultar, a quien poder confiar sus secretos íntimos.
Resolvió entonces ir a ver al padre Picot para referirle, bajo secreto de confesión, los dificultosos proyectos que albergaba.
Llegó cuando este estaba leyendo el breviario en un jardincillo plantado de árboles frutales.
Tras unos minutos de charla, en que hablaron de esto y de lo de más allá, balbució, ruborizándose:
—Querría confesarme, padre.
El sacerdote, atónito, se subió las gafas para mirarla bien y, luego, se echó a reír:
—No creo yo que tenga usted pecados muy grandes sobre la conciencia.
Jeanne se azaró del todo y siguió diciendo:
—No, pero tengo que pedirle un consejo, un consejo tan… tan… penoso que no me atrevo a decírselo así como así.
Él perdió, en el acto, la expresión bonachona y adoptó un aspecto sacerdotal:
—Muy bien, hija mía, la oiré en confesión. Vamos a la iglesia.
Pero Jeanne lo detuvo, titubeante, pues, de pronto, algo parecido a un escrúpulo le impedía sacar a colación aquellos asuntos un sí es no es vergonzosos en el recogimiento de una iglesia vacía.
—Bien pensado, no… señor párroco… puedo… puedo… si le parece bien, decirle aquí a lo que he venido. Mire, sentémonos allí, en esa glorieta suya tan agradable.
Se dirigieron a ella con pasos lentos. Jeanne buscaba cómo expresarse, cómo empezar. Se sentaron.
Entonces, como si se estuviera confesando, comenzó a decir:
—Padre… —titubeó; luego, repitió—: Padre… —y se calló, completamente azarada.
El sacerdote esperaba, con las manos cruzadas sobre el vientre. Al verla tan apurada, la animó:
—Vamos a ver, hija mía, parece como si no se atreviera usted a hablar. Venga, valor.
Jeanne se decidió, igual que un cobarde se arroja al peligro:
—Padre, querría otro hijo.
Él no respondió, pues no entendía lo que quería decirle. Jeanne entonces se explicó, perdiendo las palabras, aturullada.
—Ahora estoy sola en la vida; mi padre y mi marido no se llevan bien; mi madre ha muerto, y… y…
Añadió, muy bajo, estremecida:
—¡El otro día, estuve a punto de perder a mi hijo! ¿Qué habría sido de mí entonces?
Calló. El sacerdote, desconcertado, la miraba.
—Vayamos al grano.
Jeanne repitió:
—Querría otro hijo.
Él sonrió entonces, hecho a las zafias bromas de los campesinos, que no se andaban con muchos miramientos en su presencia, y contestó, moviendo la cabeza con gesto pícaro:
—Pues me parece que eso es algo que sólo depende de usted.
Jeanne alzó hacia él la cándida mirada; luego, tartamudeando de confusión:
—Es que… es que… mire usted… desde aquello… aquello… que ya sabe usted… de esa criada… mi marido y yo vivimos… vivimos separados por completo.
Esa revelación asombró al sacerdote, acostumbrado a las promiscuidades y los usos carentes de pundonor del campo; luego, de pronto, creyó adivinar qué deseaba en realidad la joven. La miró de reojo, con gran benevolencia, simpatizando con su desamparo:
—Sí, lo comprendo muy bien. Entiendo que esa… esa viudedad le resulte difícil de sobrellevar. Es usted una mujer joven y sana. Es natural, vamos, de lo más natural.
Otra vez sonreía, llevado por su procacidad de cura de pueblo; y le daba a Jeanne suaves palmaditas en la mano:
—Los mandamientos se lo permiten a usted, se lo aconsejan incluso. Está usted casada, ¿no? Pues no será para escardar cebollinos, digo yo.
Ahora era Jeanne quien no comprendía aquellas insinuaciones; pero, en cuanto las hubo entendido, se puso como la grana, sobresaltada, con lágrimas en los ojos.
—Ay, señor párroco, pero ¿qué dice? ¿Qué se le ha ocurrido pensar? Yo le juro que… le juro que…
Y la ahogaron los sollozos.
El cura, sorprendido, la consolaba:
—Vamos, vamos, no pretendía disgustarla. Estaba bromeando un poco: las personas buenas se lo pueden permitir. Pero cuente conmigo; puede contar conmigo. Hablaré con su señor marido.
Jeanne no sabía ya qué contestar. Ahora quería rechazar aquella intervención, por temer que resultase torpe y perjudicial; pero no se atrevía. Y se fue a toda prisa, tras haber dicho, entre balbuceos:
—Le quedo muy agradecida, señor párroco.
Transcurrieron ocho días. Jeanne vivía presa de un angustiado desasosiego.
Una noche, durante la cena, Julien la miró de forma muy particular, con un pliegue sonriente en los labios que ella sólo le había visto cuando estaba de humor guasón. Se portó incluso con ella con lo que parecía una galantería imperceptiblemente irónica; luego, mientras caminaban por el ancho paseo de mamaíta, le dijo bajito al oído:
—Por lo visto, nos hemos reconciliado.
Ella no respondió. Miraba, en el suelo, una especie de línea recta, casi invisible ahora, pues la hierba había vuelto a crecer. Era el rastro del pie de la baronesa, que se estaba borrando, como se borra un recuerdo. Y Jeanne notaba el corazón crispado, inundado de tristeza; se sentía perdida en la vida, alejada por completo de todos.
Julien siguió diciendo:
—Qué más quiero yo. Pero me daba miedo contrariarte.
El sol se ponía, el aire era suave. Un deseo de llorar oprimía a Jeanne, una de esas necesidades de expansionarse con un corazón amigo, una necesidad de abrazarse a alguien susurrándole las penas. Un sollozo le subía a la garganta. Abrió los brazos y se desplomó contra el pecho de Julien.
Y lloró. Él, sorprendido, como no podía verle la cara, que ella ocultaba en su pecho, le miraba el pelo. Pensó que todavía estaba enamorada de él y le dio, en el moño, un beso condescendiente.
Regresaron, luego, a la casa sin decir palabra. Julien la siguió hasta su cuarto y pasó la noche con ella.
Y sus antiguas relaciones se reanudaron. Julien cumplía con ellas como con un deber que, no obstante, no le desagradaba; Jeanne las soportaba como una necesidad repulsiva y penosa, resuelta a acabar con ellas para siempre en cuanto sintiera que estaba otra vez encinta.
Pero no tardó en notar que las caricias de su marido parecían diferentes a las de antes. Eran quizá más refinadas, pero menos completas. La trataba como amante discreto y no ya como marido despreocupado.
Jeanne se extrañó, puso atención y pronto se dio cuenta de que todos los débitos conyugales concluían antes de que ella pudiera quedar fecundada.
Entonces, una noche, boca contra boca, susurró:
—¿Por qué no te entregas ya a mí por entero, como antes?
Él rio con sorna:
—Toma, pues para no dejarte preñada.
Jeanne se sobresaltó:
—¿Por qué no quieres otro hijo?
Julien se quedó estupefacto:
—¿Cómo? Pero ¿qué dices? ¿Te has vuelto loca? ¿Otro hijo? Ni hablar. Ya hay más que de sobra con uno para andar por ahí piando, dando trabajo a todo el mundo y costando dinero. ¡Otro hijo! ¡No, muchas gracias!
Jeanne lo rodeó con los brazos, lo besó, lo envolvió en amorosa ternura y le dijo, muy bajo:
—Te lo suplico, hazme madre otra vez.
Pero él se enfadó, como si lo hubiera ofendido:
—La verdad es que has perdido la cabeza. Ten la bondad de ahorrarme tus necedades.
Jeanne calló, pero se prometió que lo forzaría por la astucia a darle la dicha con la que soñaba.
Intentó, entonces, prolongar sus abrazos, simulando un ardiente delirio, encadenándolo a ella con ambos brazos, crispados en arrebatos fingidos. Recurrió a todos los subterfugios; pero Julien era siempre dueño de sí mismo y no perdió el control ni una sola vez.
Entonces, cada vez más atormentada por su encarnizado deseo, fuera de sí, dispuesta a enfrentarse a todo, a atreverse a todo, fue a ver otra vez al padre Picot.
Acababa este de almorzar; estaba muy encarnado, pues tenía siempre palpitaciones después de las comidas. No bien la vio entrar, exclamó, deseando saber el resultado de sus negociaciones:
—¿Y bien?
Jeanne, resuelta ahora y sin tímidos pudores, contestó en el acto:
—Mi marido no quiere tener más hijos.
Él la miró con mucho interés, dispuesto a hurgar con curiosidad de sacerdote en esos misterios de la cama que tan grata le hacían la tarea de confesor. Preguntó:
—¿Cómo es eso?
Entonces, pese a la determinación que la impulsaba, Jeanne se turbó al explicar:
—Pues… pues… se niega a hacerme madre.
El cura la entendió; estaba al tanto de esas cosas. Y empezó a hacerle preguntas, pidiendo detalles precisos y minuciosos, con golosería de hombre que ayuna.
Quedó luego pensativo por unos instantes; y, con voz tranquila, como si estuviera hablando de la cosecha, que se anunciaba buena, le trazó a Jeanne un plan de conducta hábil, atendiendo a todos y cada uno de los pormenores:
—No hay más que un medio, querida niña, y es que le haga usted creer que ya está preñada. Dejará de controlarse y usted quedará preñada de verdad.
Jeanne se ruborizó hasta las pestañas; pero, resuelta a todo, insistió:
—Y… ¿si no me cree?
El párroco, que conocía a fondo los medios de conducir y sujetar a los hombres, respondió:
—Anuncie su embarazo a todo el mundo; dígalo en todas partes. Y él también acabará por creérselo.
Añadió luego, como para absolverse de esa estratagema:
—Está usted en su derecho. La Iglesia no tolera las relaciones entre hombre y mujer más que con vistas a la procreación.
Jeanne siguió el astuto consejo y, quince días más tarde, le anunció a Julien que le parecía que estaba embarazada. Este dio un respingo:
—¡No puede ser! ¡No es cierto!
Jeanne le comunicó en el acto el motivo de sus sospechas. Pero Julien se tranquilizó:
—¡Bah! Vamos a esperar un poco, y ya verás…
A partir de entonces, le preguntaba todas las mañanas:
—¿Qué?
Y ella contestaba siempre:
—No, todavía no. Me extrañaría mucho no estar encinta.
Ahora era él quien andaba preocupado, tan rabioso y desconsolado como sorprendido. Y decía una y otra vez:
—Es que no entiendo nada, pero lo que se dice nada. ¡Que me aspen si sé cómo ha podido pasar esto!
Al cabo de un mes, Jeanne anunciaba la noticia a todo el mundo, menos a la condesa Gilberte, pues se lo impedía algo parecido a un pudor complejo y lleno de delicadeza.
Desde la primera voz de alarma, Julien no se le había vuelto a acercar; luego, se resignó, aunque rabiando y diciendo: «¿Y a ese quién le habrá mandado venir?». Y volvió a frecuentar el dormitorio de su mujer.
Lo que había previsto el sacerdote se cumplió al pie de la letra. Jeanne quedó embarazada.
Entonces, rebosante de un delirio de alegría, cerró la puerta de su cuarto todas las noches, prometiendo castidad eterna a la imprecisa divinidad a la que adoraba, en un arrebato de agradecimiento.
De nuevo se sentía casi dichosa, asombrándose de la rapidez con que se había dulcificado su dolor tras la muerte de su madre. Había creído que nunca se iba a consolar; y hete aquí que, cuando apenas habían transcurrido dos meses, aquella llaga en carne viva se iba cerrando. No le quedaba ya sino una tierna melancolía, como si una gasa de pena velase su vida. No le parecía posible que ocurriera ya acontecimiento alguno. Sus hijos crecerían y la querrían; y ella envejecería en paz, contenta, sin hacer caso de su marido.
A finales del mes de septiembre, el padre Picot vino a hacer una visita de cumplido, ataviado con una sotana nueva que no tenía aún más que ocho días de manchas; y presentó a su sucesor, el padre Tolbiac. Era un sacerdote muy joven, flaco, de corta estatura, que hablaba con mucho énfasis y en cuyos ojos, hundidos y rodeados de oscuras ojeras, se leía un alma violenta.
Acababan de nombrar al anciano párroco deán de Goderville.
Esa partida apenó sinceramente a Jeanne. Aquel rostro bonachón iba unido a todos sus recuerdos de juventud. Él la había casado, él había bautizado a Paul y enterrado a la baronesa. No podía imaginarse Étouvent sin el abultado viente del padre Picot pasando junto a los corrales de las casas de labor; y estaba encariñada con él porque era alegre y espontáneo.
Pese a aquel ascenso, no parecía alegre. Decía:
—Me cuesta mucho, señora condesa. Llevo aquí dieciocho años. Ya sé que el municipio da poco de sí y no vale gran cosa. Los hombres no son muy piadosos que digamos y las mujeres, pues, mire usted, las mujeres se portan muy mal. Las muchachas no pasan por la iglesia para casarse más que si han ido antes en peregrinación a Santa María de la Panza y la flor de azahar se cotiza bien poco en la comarca. Pero qué le vamos a hacer, yo estaba muy a gusto aquí.
El nuevo párroco hacia gestos de impaciencia y se ponía encarnado. Dijo con brusquedad:
—Todo eso va a tener que cambiar conmigo.
Parecía un niño enrabietado, tan frágil y tan flaco, con aquella sotana rozada ya, pero limpia.
El padre Picot lo miró de reojo, como hacía cuando estaba de buen humor, y siguió diciendo:
—Mire usted, padre, para impedir esas cosas tendría usted que aherrojar a sus parroquianos, y tampoco le serviría de gran cosa.
El menudo sacerdote contestó, muy seco:
—Ya veremos.
Y el cura viejo sonrió tomando rapé:
—Los años lo irán calmando, padre, y la experiencia también; si no, echará usted de la iglesia a los últimos fieles que quedan, y nada más. Los de esta tierra creen en Dios pero son atravesados; mire usted bien lo que hace. A fe mía que cuando veo que llega al sermón una muchacha que me parece algo rellenita, me digo: «Aquí me traen un parroquiano nuevo»; e intento casarla. No podrá usted impedir que pequen, ¿sabe?, pero sí puede ir a ver al joven e impedir que abandone a la madre. Cáselos, padre, cáselos y no se meta en lo demás.
El cura nuevo respondió con aspereza:
—No somos de la misma opinión; para qué andar insistiendo.
Y el padre Picot siguió lamentándose de cuánto iba a echar de menos aquella aldea, la mar que veía desde las ventanas del presbiterio, los valles estrechos como embudos a los que iba a leer el breviario mientras miraba pasar los barcos a lo lejos.
Los dos sacerdotes se despidieron. El anciano besó a Jeanne, que estuvo a punto de echarse a llorar.
Ocho días después, volvió el padre Tolbiac. Habló de las reformas que estaba acometiendo como hubiera podido hacerlo un príncipe que tomase posesión de un reino. Rogó, luego, a la condesa que no faltase a los oficios del domingo y comulgase en todas las fiestas de guardar.
—Usted y yo —decía— somos la cabeza de la comarca; debemos gobernarla y dar siempre ejemplo. Tenemos que estar unidos para ser fuertes y que nos respeten. Si la iglesia y el palacio van de la mano, la cabaña nos temerá y nos obedecerá.
La religiosidad de Jeanne sólo se sustentaba en los sentimientos; tenía esa fe soñadora que una mujer no pierde nunca; y, si cumplía por encima con sus deberes piadosos, era sobre todo por la costumbre que le había quedado del convento, pues hacía mucho que la filosofía sediciosa del barón había acabado con sus creencias.
El padre Picot se conformaba con lo poco que Jeanne podía darle y nunca la reñía. Pero su sucesor, tras no verla en la misa del domingo anterior, acudió, preocupado y severo.
Ella no quiso romper con el presbiterio y prometió lo que le pedía, dispuesta a no complacerlo con su asiduidad más que las primeras semanas.
Pero, poco a poco, fue tomando la costumbre de ir a la iglesia y cayó bajo la influencia de aquel sacerdote frágil, íntegro y dominante. Era de talante místico y a Jeanne le gustaban su exaltación y sus fervientes entusiasmos. Hacía vibrar en ella esa cuerda poéticamente piadosa que llevan todas las mujeres en el alma. En aquella intratable austeridad, aquel desprecio por el mundo y sus sensualidades, aquella repugnancia por lo que preocupa a los hombres, aquel amor por Dios, aquella juvenil y huraña falta de experiencia, aquella dureza en el hablar, aquella voluntad inflexible veía Jeanne el reflejo de cómo debían de ser los mártires; y la mujer doliente y ya desengañada se dejaba seducir por el rígido fanatismo de ese niño, ministro del Cielo.
Él la conducía hacia el Cristo que consuela, mostrándole cómo los píos gozos de la religión apaciguarían todos sus sufrimientos; y ella se arrodillaba en el confesionario para humillarse, sintiéndose pequeña y débil ante aquel sacerdote que aparentaba quince años de edad.
Pero no tardaron todos los campesinos en aborrecerlo.
Severamente inflexible consigo mismo, mostraba hacia los demás una implacable intolerancia. Había algo, sobre todo, que desbocaba en él la ira y la indignación: el amor. Trataba en sus sermones con arrebatada violencia cuanto con el amor se relacionaba, recurriendo a palabras crudas, como suelen hacer los eclesiásticos, apedreando al rústico auditorio con parrafadas fulminantes en contra de la concupiscencia; y temblaba de furia, daba patadas en el suelo, mientras las imágenes que evocaba en sus enfurecidos arrebatos le obsesionaban el pensamiento.
Los mozalbetes y las muchachas se miraban de reojo, con socarronería, de un lado a otro de la nave de la iglesia; y los campesinos viejos, que gustan siempre de andar de broma con esos temas, censuraban la intolerancia del cura joven al salir de misa, durante el camino de regreso a la casa de labor, caminado entre el hijo, con su blusón azul, y la mujer, con su mantón negro. Y toda la comarca andaba revolucionada.
La gente comentaba por lo bajo la severidad del párroco en el confesionario, las duras penitencias que imponía; y, como se empecinaba en no absolver a las muchachas que habían pecado contra la castidad, empezaron las guasas. Los días de fiesta, había risas en misa mayor cuando algunas jóvenes se quedaban en los bancos en vez de ir a comulgar con las demás.
No tardó el sacerdote en acechar a los enamorados para estorbar sus encuentros, de la misma forma que un guarda persigue a los furtivos. Salía a hostigarlos, las noches de luna llena, a lo largo de las cunetas, detrás de los pajares y entre las matas de juncos marinos, en la ladera de las pendientes poco elevadas.
Sorprendió en una ocasión a una pareja que no se separó al verlo; iban los dos jóvenes abrazados por la cintura y caminaban, besándose, por un barranco lleno de piedras.
El cura les dijo a gritos:
—¡Ya está bien, so pelgares!
Y el muchacho, volviéndose, le contestó:
—Métase en sus cosas, señor cura, que las nuestras ni le van ni le vienen.
Entonces el sacerdote empezó a coger piedras y a tirárselas, como si fueran perros.
Ellos echaron a correr, entre risas; y, el domingo siguiente, el cura los acusó en plena iglesia, llamándolos por sus nombres.
Todos los jóvenes del país dejaron de ir a misa.
El párroco cenaba en la mansión todos los jueves y acudía, con frecuencia, entre semana, a charlar con su penitente. Jeanne se exaltaba tanto como él, opinaba de las cosas inmateriales recurriendo a todo el añejo y enrevesado arsenal de las controversias religiosas.
Recorrían ambos el ancho paseo de la baronesa, hablando de Cristo, de los Apóstoles, de la Virgen y de los Padres de la Iglesia, igual que si fueran conocidos suyos. Se detenían a veces para plantearse cuestiones trascendentales que los llevaban a místicas divagaciones: Jeanne se extraviaba por consideraciones poéticas que subían al cielo como cohetes; el sacerdote, menos inconcreto, planteaba argumentos de procurador obsesionado con una única idea fija y que pretende demostrar matemáticamente la cuadratura del círculo.
Julien trataba al párroco nuevo con mucho respeto y repetía continuamente: «Me gusta a mí el cura este; no se casa con nadie». Y se confesaba y comulgaba a más y mejor, dando ejemplo con prodigalidad.
Ahora iba casi todos los días al castillo de los Fourville; salía a cazar con el marido, que ya no podía vivir sin él, y montaba a caballo con la condesa, aunque lloviera o hubiera temporal. El conde decía:
—¡Qué empecinados están con sus paseos a caballo! Pero le sientan bien a mi mujer.
El barón regresó a mediados de noviembre. Estaba cambiado, envejecido, mustio, sumido en una negra tristeza que le había calado hasta el pensamiento. Y, nada más llegar, pareció aún más encariñado con su hija, como si aquellos pocos meses de taciturna soledad hubiesen exacerbado su necesidad de afecto, de confianza y de ternura.
Jeanne no le contó sus nuevas ideas, su intimidad con el padre Tolbiac y su fervor religioso; pero, la primera vez que el barón vio al sacerdote, este le inspiró una vehemente enemistad.
Su hija le preguntó, por la noche:
—¿Qué te ha parecido?
Y el barón respondió:
—Ese hombre es un inquisidor. Debe de ser muy peligroso.
Luego, cuando los campesinos, con los que tenía amistad, le refirieron la severidad del cura joven, su violencia y aquellos visos de persecución para reprimir las leyes y los instintos innatos, el odio se adueñó de su corazón.
Él era de la raza de los antiguos filósofos que rendían culto a la naturaleza; lo enternecía ver las uniones de los animales; vivía arrodillado ante una suerte de Dios panteísta y se irritaba con el concepto católico de un Dios de aspiraciones burguesas, de iras jesuíticas y de venganzas propias de un tirano, un Dios que le empequeñecía lo que de la creación podía atisbarse, esa creación fatal, ilimitada, todopoderosa, que es a un tiempo vida, luz, tierra, pensamiento, planta, roca, hombre, aire, animal, estrella, Dios, insecto; que crea porque es creación, porque es más fuerte que una voluntad, más anchurosa que un razonamiento; que genera sin propósito, sin motivo y sin fin, por doquier y bajo todas las formas, por todo el espacio infinito, al albur de las necesidades del azar y de la vecindad de los soles que calientan los mundos.
En la creación estaban contenidos todos los gérmenes; y el pensamiento y la vida se desarrollaban en ella igual que las flores y los frutos en los árboles.
Consideraba, pues, el barón que la reproducción era la soberana ley común, el acto sagrado, respetable, divino que consuma la recóndita y constante voluntad del Ser Universal. Y se lanzó, de alquería en alquería, a una ferviente campaña en contra del sacerdote intolerante y perseguidor de la vida.
Jeanne, desconsolada, rezaba al Señor, imploraba a su padre; pero este le respondía siempre:
—Hay que combatir a los hombres así; tenemos ese derecho y ese deber. No son humanos —y repetía, agitando la melena blanca—: No son humanos; no entienden nada, nada de nada. Actúan sumidos en un sueño fatal; son antifísicos —y voceaba: «¡Antifísicos!» como si lanzase una maldición.
El cura se daba perfecta cuenta de en dónde estaba el enemigo; pero, como tenía gran empeño en no perder el control de la casa solariega y de su joven dueña, contemporizaba, convencido de la victoria final.
Lo tenía obsesionado, además, una idea fija: había descubierto, por casualidad, los amores de Julien y Gilberte y quería acabar con ellos a toda costa.
Fue un día a ver a Jeanne y, tras una larga charla mística, le pidió que se uniera a él para luchar contra el mal que existía en el seno de su propia familia, para acabar con ese mal y salvar a dos almas en peligro.
Jeanne no le entendió y le pidió aclaraciones. Él le contestó:
—Aún no es venida la hora. Volveré a visitarla pronto.
Y se marchó de repente.
El invierno tocaba a su fin por aquellos días; un invierno podrido, como suelen decir los campesinos, húmedo y cálido.
El sacerdote volvió pocos días después y habló con palabras encubiertas de una relación indigna entre personas que deberían ser irreprochables. A lo que él decía, cualquiera que estuviera al tanto de esos hechos tenía la obligación de atajarlos como fuera. Se engolfó, luego, en consideraciones de altos vuelos y, después, cogiéndole la mano a Jeanne, la instó a que abriera los ojos, a que lo comprendiera y lo ayudase.
Ella ya lo había entendido, pero no decía nada, espantándose al pensar en cuántos acontecimientos desagradables podían ocurrirle a su hogar, tranquilo ahora; y fingió que no sabía a qué se refería el sacerdote. Él entonces se dejó de vacilaciones y habló con toda claridad.
—Es un penoso deber el que voy a cumplir, señora condesa, pero no tengo más remedio. Mi ministerio me obliga a no dejar a usted en la ignorancia de algo que puede impedir. Sepa, pues, que su marido mantiene una amistad criminal con la señora de Fourville.
Jeanne agachó la cabeza, resignada y sin fuerzas.
El sacerdote añadió:
—Y ahora ¿qué piensa usted hacer?
Jeanne balbució entonces:
—¿Y qué quiere usted que haga yo, padre?
Él respondió con violencia:
—Interponerse en esa pasión culpable.
Jeanne se echó a llorar y dijo, con voz consternada:
—Pero si ya me engañó antes con una criada. Pero si es que no me escucha; ya no me quiere; me maltrata en cuanto manifiesto algún deseo que a él no le conviene. ¿Qué puedo hacer yo?
El párroco, sin responderle directamente, exclamó:
—¡Así que lo tolera usted! ¡Así que se resigna! ¡Hay un adulterio bajo su techo y usted consiente en ello! ¡Se está cometiendo un crimen ante sus ojos y usted aparta la vista! ¿Es eso ser una esposa, una cristiana, una madre?
Jeanne sollozaba:
—¿Qué quiere usted que haga?
Él respondió:
—Cualquier cosa menos permitir esa infamia. Cualquier cosa, le digo. Abandone a su marido. Huya de este hogar mancillado.
Jeanne dijo:
—Pero si no tengo dinero, padre; y, además, no me queda ya coraje alguno; y, además, ¿cómo voy a irme sin pruebas? Ni siquiera tengo derecho a ello.
El sacerdote se puso de pie, trémulo:
—Atiende a los consejos de la cobardía, señora. Pensaba yo que era usted de otra manera. Es usted indigna de la misericordia divina.
Jeanne se prosternó ante él:
—¡No me abandone, se lo suplico, aconséjeme!
El párroco le dijo con voz tajante:
—Ábrale los ojos al señor de Fourville. A él es a quien corresponde acabar con esa relación.
Al oír esto, el espanto se apoderó de Jeanne:
—¡Pero si los mataría, padre! Y eso sería delatar. ¡Ay, no, eso nunca!
Él, entonces, alzó la mano como para maldecirla, arrebatado de ira:
—Siga con su vergüenza y con su crimen, pues es usted más culpable que ellos. ¡Es la esposa consentidora! Ya no tengo nada más que hacer aquí.
Y se marchó, tan furioso que le temblaba todo el cuerpo.
Jeanne fue en pos de él, como loca, a punto de ceder, comenzando a hacerle promesas. Pero el sacerdote seguía enardecido y caminaba con pasos veloces, sacudiendo rabiosamente el gran paraguas azul casi tan alto como él.
Divisó a Julien, de pie junto a la cerca, dirigiendo una poda; giró entonces a la izquierda para cruzar por la casa de labor de los Couillard; e iba repitiendo:
—¡Déjeme, señora, no tengo ya nada que decirle!
En medio del corral, se topó con una aglomeración de chiquillos, los de la casa y los del vecindario, agolpados alrededor de la caseta de la perra Mirza y contemplando algo con curiosidad, con atención intensa y muda. En medio del grupo, el barón, con las manos a la espalda, miraba con igual curiosidad. Parecía un maestro de escuela. Pero, al ver desde lejos al cura, se fue para no tener que encontrarse con él, saludarlo y dirigirle la palabra.
Jeanne decía, suplicante:
—Deme unos días, padre, y vuelva a verme. Le diré lo que haya estado en mi mano hacer y lo que tenga previsto, y ya veremos.
Estaban llegando junto al grupo de niños; y el párroco se acercó, para ver qué los tenía tan interesados. Era la perra, que estaba pariendo. Ante la caseta, bullían alrededor de la madre cinco cachorros, y esta los lamía con ternura, tendida de costado y dolorida. En el momento en que el sacerdote se agachaba, el animal se tensó, se echó y apareció un sexto perrito. Toda la chiquillería, entonces, llena de regocijo, rompió en gritos, mientras aplaudía: «¡Otro! ¡Otro!». Para esos niños era aquel un juego, un juego natural en el que no entraba impureza alguna. Contemplaban esos nacimientos igual que si hubieran mirado como caían del árbol unas manzanas.
El padre Tolbiac se quedó, al principio, atónito; luego, se apoderó de él una furia irresistible; enarboló el enorme paraguas y empezó a dar golpes a diestro y siniestro, con todas sus fuerzas, alcanzando a los niños en la cabeza. Los pilluelos, medrosos, escaparon a todo correr; y el sacerdote se vio de pronto ante la perra parturienta que intentaba incorporarse. Pero ni siquiera la dejó ponerse de pie y, perdiendo la cabeza, empezó a apalearla a más y mejor. El animal, atado con la cadena, no podía escapar y lanzaba espantosas quejas retorciéndose bajo los golpes. El paraguas se rompió; y, entonces, al verse con las manos vacías, el cura se le subió encima, pateándola con frenesí, machacándola, aplastándola. Le hizo expulsar el último cachorro, que salió disparado bajo aquella presión, y remató, con un taconazo sañudo, el cuerpo ensangrentado que aún se retorcía en medio de los recién nacidos que, ciegos y sordos, gañían buscando ya las mamas.
Jeanne había salido huyendo; pero el sacerdote notó, de repente, que alguien lo cogía por el pescuezo; un cachete lo destocó y el barón, indignado, lo llevó en vilo hasta la cerca y lo arrojó a la carretera.
Cuando el señor Le Perthuis regresó, vio a su hija, de rodillas, sollozando entre los cachorritos y recogiéndolos en la falda. Se acercó a grandes zancadas, mientras decía a voces:
—Así, así es como se porta el de la sotana. ¿Te convences ahora?
Los granjeros habían acudido, todo el mundo miraba el animal despanzurrado; y la tía Couillard opinó:
—¿Cómo puede nadie ser así de salvaje?
Entretanto, Jeanne había recogido los siete perritos y decía que los iba a criar.
Probaron a darles leche; tres se murieron al día siguiente. Entonces, el tío Simon recorrió la comarca en busca de una perra que estuviera amamantando. No encontró ninguna, pero volvió con una gata, asegurando que valdría lo mismo. Así que mataron otros tres cachorros y entregaron el que quedaba a esa nodriza de raza diferente, que lo adoptó acto seguido y le tendió las mamas, echándose sobre un costado.
Para que no consumiera a su madre adoptiva, lo destetaron a los quince días y Jeanne se encargó personalmente de alimentarlo con biberón. Le había puesto de nombre Totó. Pero el barón se lo cambió por su cuenta y lo llamó Matanza.
El sacerdote no volvió, pero, el domingo siguiente, lanzó desde el púlpito imprecaciones, maldiciones y amenazas contra la mansión, diciendo que las llagas se cauterizan con un hierro al rojo, lanzando anatemas al barón, a quien le importaron un comino, y refiriéndose, con una alusión velada, aún poco atrevida, a los actuales amores de Julien, lo que irritó muchísimo al vizconde, aunque el temor a un escándalo espantoso atenuó su ira.
Entonces, de prédica en prédica, el sacerdote siguió anunciando su venganza, pronosticando que la hora de Dios estaba próxima y que todos sus enemigos sucumbirían.
Julien escribió al arzobispo una carta respetuosa, pero firme. Amenazaron al padre Tolbiac con un escarmiento y se calló.
Ahora se lo veía dando largas caminatas solitarias, a zancadas y con aspecto exaltado. Gilberte y Julien se lo encontraban continuamente durante sus paseos a caballo; ora lo divisaban a lo lejos, como una mota negra, en el punto más alejado de una llanura o al filo del acantilado, ora leyendo el breviario en algún valle estrecho en que se disponían a internarse. Entonces daban media vuelta para no pasar a su lado.
Había llegado la primavera, reavivando su cariño, arrojándolos a diario en brazos del ser amado, a veces acá, a veces acullá, en cualquier cobijo al que los condujeran sus cabalgatas.
Como las hojas de los árboles eran aún poco tupidas, la hierba estaba húmeda, y no podían, como en pleno verano, esfumarse entre los sotos, elegían las más de las veces para ocultar sus abrazos la cabaña trashumante de un pastor, que llevaba abandonada desde el otoño en lo alto de la cuesta de Vaucotte.
Allí estaba, aislada sobre sus altas ruedas, a quinientos metros del acantilado, en el punto preciso en que comenzaba la empinada pendiente que bajaba hasta el valle. Nadie podía sorprenderlos, porque dominaban toda la llanura; y los caballos, atados a los varales, esperaban a que se hartasen de besos.
Pero un día, cuando salían de aquel refugio, divisaron al padre Tolbiac sentado, casi oculto, entre los juncos marinos de la costa.
—Tendremos que dejar los caballos en el barranco —dijo Julien—, si no, podrían, por su culpa, descubrirnos desde lejos.
Y tomaron la costumbre de dejar atados a los animales en un recoveco del valle repleto de maleza.
Luego, un atardecer, cuando volvían a La Vrillette para cenar en compañía del conde, se toparon con el párroco de Étouvent, que salía del castillo. Se hizo a un lado para cederles el paso y los saludó rehuyendo la mirada.
Los atenazó la preocupación, aunque no tardó esta en disiparse.
Pero una tarde muy ventosa (era a principios de mayo), estaba Jeanne leyendo junto al fuego cuando divisó de pronto al conde de Fourville que se acercaba a pie y tan deprisa que pensó que había sucedido una desgracia.
Se apresuró a bajar a recibirlo y, cuando lo tuvo delante, creyó que se había vuelto loco. Iba tocado con una gorra gruesa y forrada de piel que sólo llevaba en sus tierras; vestía un blusón de caza y estaba tan pálido que el bigote pelirrojo, que no solía destacar en la encendida cara, parecía una llama. Y tenía unos ojos desorbitados, que miraban a todos lados como vacíos de pensamiento.
Dijo, balbuciendo:
—¿Mi mujer está aquí, verdad?
Jeanne, perdiendo la cabeza, contestó:
—No, hoy no la he visto.
Entonces, el conde se sentó como si no lo sostuvieran las piernas. Se quitó la gorra y se secó la frente con el pañuelo, varias veces, con gesto maquinal; se puso luego de pie con un respingo y se acercó a la joven, tendiéndole ambas manos, abriendo la boca, a punto de hablar, de confiarle algún dolor espantoso; se detuvo luego, la miró fijamente y dijo, como si estuviera delirando:
—Pero si es su marido… usted también…
Y salió huyendo, en dirección al mar.
Jeanne corrió tras él, para detenerlo, llamándolo, implorándolo, con el corazón encogido de terror, pensando: «¡Lo sabe todo! ¿Qué va a hacer? ¡Ay, con tal de que no los encuentre!».
Pero no conseguía darle alcance, y él no le hacía caso. Avanzaba en línea recta, sin vacilar, sabiendo adónde iba. Cruzó la cuneta y luego, salvando los juncos marinos con zancadas de gigante, se dirigió al acantilado.
Jeanne, de pie en el talud plantado de árboles, estuvo mucho rato siguiéndolo con la mirada; luego, al perderlo de vista, volvió a la casa, atormentada por la angustia.
El conde, tras girar a la derecha, había echado a correr. El oleaje era fuerte; las densas nubes, negrísimas, acudían con enloquecida velocidad y pasaban; tras ellas, llegaban otras. Y todas y cada una asaeteaban la costa con un rabioso chaparrón. El viento silbaba, gemía, corría a ras de la hierba; acamaba las cosechas recién brotadas; llevaba consigo, como si fueran copos de espuma, unas grandes aves blancas, a las que arrastraba lejos, tierra adentro.
Los sucesivos aguaceros azotaban el rostro del conde; le empapaban las mejillas y el bigote, por los que resbalaba la lluvia; le saturaban los oídos de estruendo y el corazón de tumulto.
A lo lejos, frente a él, el valle de Vaucotte abría su honda garganta. Nada se veía por allí cerca, a no ser una cabaña de pastor, junto a un aprisco vacío. Dos caballos estaban atados a los varales de la casa con ruedas. ¿Había acaso algo que temer con tamaña tormenta?
No bien los divisó, el conde se arrojó al suelo; empezó luego a arrastrarse, avanzando con las manos y las rodillas, semejante a un monstruo con aquel corpachón manchado de barro y aquella gorra de piel de alimaña. Reptó hasta la cabaña solitaria y se escondió debajo para que no lo vieran por las rendijas de los tablones.
Su presencia intranquilizó a los caballos. El conde cortó despacio las riendas con la navaja que llevaba abierta en la mano y, al llegar una borrascosa ráfaga, los animales escaparon, acosados por el granizo que fustigaba los alares del tejado de la casa de madera y la hacía tambalearse sobre las ruedas.
El conde se puso entonces de rodillas, arrimó un ojo a la parte de abajo de la puerta y miró lo que sucedía dentro.
Ahora estaba quieto; parecía esperar algo. Pasó un rato bastante largo; y, de súbito, el conde se puso de pie, cubierto de barro de arriba abajo. Corrió con saña el cerrojo que cerraba desde fuera el postigo y, asiendo los varales, empezó a sacudir la caseta, como si quisiera hacerla pedazos. Luego, de repente, ocupó el lugar de la caballería, doblegando la elevada estatura en desesperado esfuerzo, tirando como un buey, jadeando; y arrastró hacia la empinada cuesta la casa viajera, junto con los que dentro de ella estaban.
Sus ocupantes gritaban, dentro, daban puñetazos en el tabique, no entendían qué estaba sucediendo.
Cuando el conde llegó al comienzo de la pendiente, soltó la liviana morada, que empezó a bajarla, rodando.
Corría de forma cada vez más precipitada, arrastrada en loca carrera cuya velocidad iba en aumento; bajaba a brincos y tropiezos, como un animal, golpeando el suelo con los varales.
Un mendigo viejo, acurrucado en una cuneta, vio cómo le pasaba, de un salto, por encima de la cabeza; y oyó que alguien lanzaba dentro del cajón de madera unos gritos espantosos.
De golpe, la cabaña perdió una rueda, que le arrancó un encontronazo; cayó de costado y empezó a bajar como una pelota, igual que se despeñaría desde la cima de un monte una casa desarraigada. Luego, al llegar al borde del último barranco, dio un salto, describió una curva y, cayendo al fondo, se cascó como un huevo.
No bien se hubo destrozado contra el suelo de piedras, el mendigo viejo que la había visto pasar bajó a pasitos entre los espinos; su campesina cautela lo disuadió de acercarse al cajón despanzurrado y fue hasta la casa de labor más próxima a contar el accidente.
Acudieron varias personas al lugar, apartaron los restos destrozados y vieron dos cuerpos. Estaban malheridos, molidos, ensangrentados. El hombre tenía una brecha en la frente y el rostro aplastado. A la mujer le colgaba la mandíbula, que un golpe había desprendido. Y los miembros quebrados tenían la misma flaccidez que si no hubiera ya huesos bajo la carne.
No obstante, los reconocieron; y estuvieron largo rato deliberando acerca de las causas de aquella desgracia.
—Pero ¿qué andaban haciendo metidos en esta barraca? —dijo una mujer.
Entonces el viejo pordiosero contó que, al parecer, se habían refugiado allí dentro para guarecerse de un chubasco y la furia del viento debía de haber volcado y despeñado la cabaña. Y explicó que él también había acudido a cobijarse en ella, pero, al ver los caballos atados a los varales, se había dado cuenta de que el sitio estaba cogido.
Y añadió, con cara de satisfacción:
—Si no llega a ser por eso, la espicho yo.
Una voz dijo:
—¿Y no habría valido más?
Entonces el buen hombre se enfureció:
—¿Y por qué iba a haber valido más? ¿Porque soy un pobre y ellos unos ricos? Pues ahí los veis ahora…
Y, tembloroso, desharrapado, chorreando agua, sórdido con aquella barba enredada y aquella larga melena que se le salía del sombrero sin copa, señalaba los dos cadáveres con el extremo del corvo bastón; y sentenció:
—En esto somos todos iguales.
Pero habían ido llegando más campesinos, que miraban de soslayo, con ojos inquietos, taimados, medrosos, egoístas y cobardes. Pensaron, luego, qué había que hacer; y decidieron llevar los cuerpos a las dos casas solariegas, con la esperanza de cobrar una recompensa. Engancharon, pues, dos carretas. Pero se presentó otra dificultad. Unos querían limitarse a cubrir de paja el fondo de los carruajes; otros opinaban que era más decoroso poner unos colchones.
La mujer que había hablado antes dijo a voces:
—Pero es que se llenarán todos de sangre y habrá que lavarlos con lejía.
Entonces, un granjero grueso y de cara bienhumorada repuso:
—Anda, pues se lo cobramos. Cuanto más hagamos, más les cobraremos.
El argumento pareció definitivo.
Y las dos carretas, de ruedas altas y sin ballestas, arrancaron al trote; una tiró a la derecha y la otra a la izquierda, transportando, entre las sacudidas y los tumbos de todos los baches de los hondos roderones, los despojos de aquellos seres que, tras haberse fundido en amorosos abrazos, ya no volverían a encontrarse nunca.
El conde, nada más ver cómo rodaba la cabaña por la empinaba pendiente, había salido huyendo entre los aborrascados aguaceros con toda la rapidez que le permitían las piernas. Siguió corriendo durante varias horas, cruzando los caminos, saltando por encima de los taludes, abriendo agujeros en los setos; y, sin saber cómo, llegó a su casa a la caída de la tarde.
Los criados lo estaban esperando, asustados, y le anunciaron que los dos caballos acababan de regresar sin jinetes, pues el de Julien había seguido al otro.
Entonces, el señor de Fourville se tambaleó y dijo, con voz entrecortada:
—Habrán tenido un accidente con este tiempo tan malo. Que todo el mundo salga a buscarlos.
Él también volvió a salir; pero, en cuanto ya no pudieron verlo, se ocultó bajo una zarza, vigilando la carretera por la que iba a volver, muerta, o moribunda, o quizá inválida, desfigurada para siempre, la mujer a la que aún amaba con salvaje pasión.
No tardó en pasar ante él una carreta que transportaba una carga muy poco usual.
Se detuvo ante el castillo, y entró luego en su recinto. Sí, ahí llegaba, era Ella; pero una atroz angustia clavó al conde en el sitio, un espantoso miedo a saber, un terror ante la verdad; y ya no se movió, agazapado como una liebre, sobresaltándose al menor ruido.
Esperó una hora, dos quizá. La carreta no salía. Se dijo que su mujer estaba agonizando; y al pensar en volver a verla, en encontrarse con su mirada, lo invadió un horror tal que temió, de pronto, que lo descubriesen en aquel escondrijo y lo obligasen a entrar en la casa para asistir a esa agonía; y volvió a escapar, hasta llegar al centro del bosque. Entonces, de súbito, se le ocurrió que quizá necesitaba ayuda, que, con toda seguridad, no había nadie que pudiera atenderla; y regresó, corriendo como un loco.
Al llegar, se encontró con el jardinero y le preguntó a voces:
—¿Qué ha pasado?
El hombre no se atrevía a responder. Entonces, el señor de Fourville, dijo, casi en un alarido:
—¿Está muerta?
Y el criado balbució:
—Sí, señor conde.
Notó un tremendo alivio. Se le metió por la sangre, por los músculos trémulos, una repentina calma; y subió con paso firme los peldaños de la gran escalinata.
La otra carreta se había encaminado a Los Chopos. Jeanne la divisó de lejos, vio el colchón, intuyó que encima de él yacía un cuerpo, y lo comprendió todo. Tan sobrecogida quedó que se desplomó, sin conocimiento.
Cuando volvió en sí, su padre le estaba sosteniendo la cabeza mientras le humedecía las sienes con vinagre. Preguntó, vacilante:
—¿Sabes que…?
Ella susurró:
—Sí, padre.
Pero, cuando quiso ponerse de pie, se encontraba tan enferma que no lo consiguió.
Esa misma noche dio a luz a una niña muerta.
Ni vio ni supo nada del entierro de Julien. Sólo notó, al cabo de uno o dos días, que otra vez estaba allí la tía Lison; y, durante las febriles pesadillas que volvían una y otra vez, intentaba empecinadamente acordarse de cuándo se había ido la solterona de Los Chopos, en qué momento, en qué circunstancias. No podía recordarlo ni siquiera en sus horas de lucidez; de lo único que estaba segura era de que había vuelto a verla después de morirse mamaíta.