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Reidar cruza las habitaciones mudas del segundo piso. Con la mano izquierda protege la llama de la vela de la corriente de aire. La luz se refleja en paredes y muebles y se multiplica contra las ventanas negras.

Le parece oír unos pasos a sus espaldas y se detiene para darse la vuelta, pero lo único que ve son los muebles de cuero relucientes y la gran librería con puertas de cristal.

La puerta del salón que acaba de cruzar no es más que un rectángulo negro. Es imposible saber si hay alguien ahí. Da un paso al frente y algo centellea en la oscuridad, pero desaparece al instante.

Reidar se vuelve otra vez, ve destellos de luz en las ventanas y sigue adelante. Unas gotas de cera fundida le queman los dedos.

El suelo cruje bajo sus pies y una sensación de incomodidad le llena el cuerpo cuando para delante de la puerta de Mikael.

Echa un vistazo rápido hacia atrás, al pasillo lleno de viejos retratos.

El suelo crepita un poco tras sus pasos.

Reidar llama con cuidado a la puerta de Mikael, espera un segundo y abre.

—¿Mikael? —pregunta en la oscuridad.

Reidar alarga la vela e ilumina la cama. Las paredes ondean en la luz amarilla. La manta está apartada y cuelga desde el borde de la cama hasta la alfombra.

Avanza un poco más y escruta la habitación, pero Mikael ha desaparecido. Reidar nota que el sudor empieza a aflorar en su frente y se agacha para mirar debajo de la cama.

De pronto, oye un ruido a sus espaldas y Reidar gira sobre sí mismo tan de prisa que la vela está a punto de apagarse.

La llama se vuelve diminuta y tiembla de color azul antes de recuperar la intensidad inicial.

El corazón acelera sus latidos y Reidar empieza a sentir una presión en el pecho.

Allí no hay nadie.

Se acerca lentamente al umbral de la puerta, intenta ver algo.

Oye un rasgueo que llega del armario. Reidar mira las puertas cerradas, se acerca, titubea, pero aun así alarga la mano y abre.

Mikael está agachado detrás de la ropa colgada.

—El hombre de arena está aquí —susurra y se acurruca más hacia adentro.

—Sólo es un corte eléctrico —dice Reidar—. Vamos a…

—Está aquí —susurra Mikael.

—El hombre de arena está muerto —dice Reidar y le ofrece una mano—. ¿Entiendes lo que te digo? Felicia está a salvo. Se pondrá bien, le están dando medicinas, igual que a ti, vamos a ir a verla ahora…

Un grito de hombre atraviesa las paredes, ahogado, pero recuerda a un animal herido, como si estuviera sufriendo un terrible dolor.

—Papá…

Reidar saca a su hijo del armario. Las gotas de cera salpican el suelo. Todo vuelve a estar en silencio. ¿Qué está pasando?

Mikael intenta hacerse un ovillo en el suelo, pero Reidar consigue ponerlo de pie.

El sudor corre por su espalda.

Salen juntos del dormitorio y empiezan a deshacer el camino. Un airecillo frío se desliza por el suelo.

—Espera —susurra Reidar cuando oye crujir el suelo en el salón de delante.

En el oscuro umbral de la puerta al fondo del pasillo aparece la silueta de una persona delgada. Es Jurek Walter. Los ojos centellean en su cara de matarife y el cuchillo que tiene en la mano brilla pesado.

Reidar retrocede y se le caen las zapatillas. Le tira la vela a Jurek. El cilindro se apaga en el aire y cae al suelo.

Dan media vuelta, corren por el pasillo sin mirar atrás. Todo está oscuro y Mikael choca con una silla, está a punto de caerse y se apoya en la pared; pasa la mano por el empapelado.

Un cuadro se desprende del gancho y el cristal se hace añicos. Las esquirlas se esparcen por el suelo.

Empujan una puerta pesada y se meten a trompicones en la antesala de la antigua sala de consejos, ahora reconvertida en biblioteca.

Reidar tiene que parar, tose y busca dónde apoyarse. Oyen pasos que se acercan a toda prisa por el pasillo.

—¡Papá!

—Cierra la puerta, cierra la puerta —jadea Reidar.

Mikael cierra con un golpe la robusta puerta de encina y gira la llave tres veces. Al instante siguiente, ve que alguien baja la manija desde el otro lado y el marco cruje. Mikael se aleja por el suelo de parquet sin desviar los ojos de la puerta.

—¿Tienes un teléfono? —pregunta Reidar y tose.

—Está en la habitación —susurra Mikael.

El dolor se intensifica en el pecho de Reidar y en su brazo izquierdo.

—Tengo que descansar —dice con voz débil y le empiezan a flaquear las piernas.

Jurek embiste con el hombro, se oye un ruido sordo y la densa madera crepita, pero la puerta no cede.

—No podrá entrar —susurra Reidar—. Sólo dame unos segundos…

—¿Dónde tienes el spray de nitroglicerina? ¿Papá?

Reidar está sudando y la presión que siente en el pecho es tan fuerte que apenas logra pronunciar palabra.

—Abajo, en el pasillo, en el abrigo…