Joona llama al timbre de su propia casa y sonríe para sí cuando oye pasos dentro del piso. La cerradura traquetea y la puerta se abre. Joona entra en el oscuro recibidor y se quita los zapatos.
—Pareces destrozado —dice Disa.
—Estoy bien.
—¿Quieres comer algo? Ha sobrado…, puedo calentar…
Joona niega con la cabeza y la abraza. Piensa que ahora está demasiado cansado para hablar, pero luego le pedirá que anule el viaje a Brasil. Ya no tiene por qué marcharse.
Ella lo ayuda a quitarse el abrigo y una cascada de arena cae al suelo.
—¿Has estado jugando en el parque o qué? —se ríe ella.
—Sólo un rato —responde él.
Joona va al cuarto de baño y se mete en la ducha. Su cuerpo se estremece con el contacto del agua caliente. Se apoya en los azulejos y nota que sus músculos empiezan a relajarse poco a poco.
Le quema la mano que sujetaba la pistola cuando ha apretado el gatillo para disparar a un hombre desarmado.
«Si me acostumbro al recuerdo del acto que he cometido, podré volver a ser feliz», piensa.
A pesar de saber que el hombre de arena estaba muerto, de haber sido testigo de cómo las balas atravesaban su cuerpo, de haberlo visto rodar colina abajo en la cantera como un cadáver cayendo a una fosa común, Joona lo siguió hasta el fondo del cráter. Se deslizó por la pendiente, intentaba frenar, llegó hasta el cuerpo, le apuntó a la nuca con la pistola y con la otra mano le palpó el cuello. El hombre de arena estaba muerto. Sus ojos no se habían equivocado. Las tres balas le habían atravesado el corazón.
La idea de no tener que temer más al cómplice le resulta tan maravillosa y cálida que no puede reprimir un gemido de placer.
Joona se seca y se cepilla los dientes, se queda quieto y agudiza el oído. Parece que Disa está hablando por teléfono.
Cuando entra en el dormitorio, ve que Disa se está vistiendo.
—¿Qué haces? —pregunta y se tumba en las sábanas limpias.
—Me ha llamado mi jefe —dice ella con una sonrisa cansada—. Por lo visto están tapando un hoyo en Loudden. Hay que sanear el suelo, pero ahora resulta que han encontrado un antiguo juego de tablero… y tengo que ir cuanto antes para pararlos, porque si de verdad es…
—No te vayas —le pide Joona y siente que le escuecen los ojos de cansancio.
Disa tararea para sí mientras saca un jersey blanco doblado del primer cajón de la cómoda.
—¿Has empezado a llenar mis cajones? —murmura él y cierra los ojos.
Disa se pasea por la habitación. Joona la oye cepillarse el pelo y luego descolgar su abrigo de la percha.
Se tumba de lado y se relaja mientras los recuerdos y los sueños se empiezan a unir como copos de nieve.
El cuerpo del hombre de arena cae rodando por la empinada cuesta y se detiene al topar con una vieja cocina.
Samuel Mendel se rasca la frente y dice: «No hay absolutamente nada que haga pensar que Jurek Walter tenga un cómplice, pero, tú, Joona, tienes que levantar un dedo y decir “”».