Ya han pasado casi veinticuatro horas desde que los hombres del FSB, el nuevo servicio de inteligencia ruso, se llevaron a Joona Linna de casa de Nikita Karpin. No contestaron a ninguna pregunta ni le dieron ninguna explicación al comisario sueco de por qué le quitaban el pasaporte, la cartera, el reloj de pulsera y también el teléfono móvil.
Tras esperar varias horas sentados en una taberna, se lo llevaron a un bloque de cemento sin pintar, caminaron hasta el final de la galería y se metieron en un piso de dos habitaciones.
Invitaron a Joona a pasar a la del fondo, donde había una butaca sucia, una mesa con dos sillas y un pequeño aseo. La puerta de acero se cerró a sus espaldas y después no ocurrió nada hasta un par de horas más tarde, cuando le dieron una bolsa caliente de papel con un menú de McDonald’s.
Joona tiene que ponerse en contacto con sus compañeros y pedirle a Anja que investigue a Vadim Levanov y a sus hijos gemelos, Igor y Roman. Quizá los nuevos nombres les den nuevas direcciones, quizá puedan rastrear la cantera de grava en la que estuvo trabajando el padre.
Pero la puerta de metal estaba cerrada con llave y las horas iban pasando. Joona oyó a los hombres hablar por teléfono en un par de ocasiones y luego todo quedó en silencio.
Joona da cabezadas en la butaca, pero al despuntar la mañana unas voces y unos pasos en la habitación contigua lo despiertan.
Enciende la lámpara de pie y espera a que entren.
Alguien tose y habla irritado en ruso. De pronto la puerta se abre y los dos hombres del día anterior entran. Ambos llevan una pistola enfundada bajo el brazo y hablan rápido en ruso entre sí.
El que tiene el pelo plateado arrastra una de las sillas y la pone en el centro de la habitación.
—Siéntate aquí —pronuncia en buen inglés.
Joona se levanta de la butaca, observa que el hombre se aparta cuando él se acerca a la silla y se sienta sin prisa alguna.
—No estás aquí en misión oficial —dice el hombre del cuello de toro y los ojos negros—. Vas a explicarnos qué asunto te ha traído a casa de Nikita Karpin.
—Estuvimos hablando del asesino en serie Aleksandr Pichuskin —responde Joona indiferente.
—¿Y cuáles fueron vuestras conclusiones? —pregunta el hombre cano.
—La primera víctima fue quien había pretendido convertirse en su cómplice —dice Joona—. Estábamos hablando de él…, de Mijail Odijchuk.
El hombre ladea la cabeza, asiente un par de veces en silencio y luego dice en tono amable:
—Es obvio que estás mintiendo.
El hombre del cuello ancho se ha dado la vuelta y ha desenfundado el arma. No es fácil de ver, pero podría tratarse de una Glock de calibre grueso. Oculta el arma con el cuerpo mientras hace entrar una bala en el ánima.
—¿Qué te ha contado Nikita Karpin? —continúa el hombre de pelo plateado.
—Nikita opina que el rol del cómplice era…
—¡No mientas! —ruge el otro y se da la vuelta con la pistola en la espalda.
—Nikita Karpin ya no tiene potestad para nada, ya no pertenece al servicio de inteligencia.
—Tú lo sabías, ¿verdad? —pregunta el hombre de ojos negros.
Joona piensa que a lo mejor podría reducir a los dos hombres, pero sin pasaporte ni dinero le es igualmente imposible salir del país.
Los agentes intercambian algunas palabras en ruso.
El del pelo blanco y a cepillo suspira hondo y luego dice cortante:
—Habéis hablado de material confidencial y necesitamos saber exactamente qué información te ha dado antes de poderte llevar al aeropuerto.
Los tres permanecen un buen rato inmóviles en la habitación. El hombre de pelo blanco mira su teléfono, le dice algo en ruso al otro y obtiene una negativa a modo de respuesta.
—Tienes que contárnoslo —dice, y se guarda el teléfono en el bolsillo.
—Te dispararé a las rodillas —añade el otro.
—O sea, que vas hasta Ljubimova, quedas con Nikita Karpin y…
El hombre de pelo cano se corta al recibir una llamada. La coge y parece estresado, cruza unas pocas palabras y luego le dice algo a su compañero. Los dos hablan de prisa en un tono que se vuelve cada vez más inquieto.