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Saga pasea por la celda y nota el paquetito de Bernie en el bolsillo. A sus espaldas, oye el zumbido de la cerradura y el chasquido de rigor. Piensa que le gustaría lavarse la cara, pero le da pereza. Se acerca a la puerta del pasillo, intenta ver algo por el cristal blindado, apoya la frente sobre la fresca superficie y cierra los ojos.

«Si Felicia está en la casa de detrás de la fábrica de cemento, mañana volveré a ser libre. Si no, aún tengo un par de días antes de que esto se vuelva insostenible, antes de que tenga que poner fin a la fuga», piensa.

Le duelen los músculos de la cara porque ha tenido que mantenerse firme.

No ha dejado que el dolor la invadiera, se ha centrado en completar la misión.

Su respiración se acelera de nuevo y da un leve golpe con la frente en el cristal.

«Soy yo quien controla la situación —piensa—. Jurek se cree que me controla a mí, pero yo lo he hecho hablar. Necesita los somníferos para escapar, pero yo he entrado en la celda de Bernie, he encontrado el paquete y voy a ocultarlo, le diré que no había nada».

Sonríe nerviosa. Tiene las palmas de las manos empapadas de sudor.

«Mientras Jurek piense que me está manipulando, se irá delatando poco a poco».

Está convencida de que mañana le contará sus planes de fuga.

«Sólo necesito unos pocos días más y conservar la calma, no dejar que entre más veces en mi cabeza».

No entiende cómo ha podido pasar.

Ha sido tan atroz por su parte que le dijera que podría haber matado a su madre adrede que habría podido querer acabar con su vida.

Saga nota que las lágrimas empiezan a correr libremente. Le duele la garganta, traga saliva una y otra vez y nota el sudor cayéndole por la espalda.

Saga golpea la puerta con las manos.

¿De veras creyó su madre que…?

Se da la vuelta, coge la silla de plástico por el respaldo y golpea el lavabo, se le escapa, la silla da una vuelta en el aire, Saga la vuelve a agarrar y la golpea de nuevo contra la pared y el lavabo.

Se sienta resoplando en la cama.

—Me las arreglo —susurra para sí.

Siente que está perdiendo el control de la situación, no puede dejar de pensar. Su memoria sólo proyecta la imagen de la alfombra, las pastillitas desparramadas, los ojos acuosos de su madre, las lágrimas corriendo por sus mejillas y los dientes en el canto del vaso de agua cuando se traga las medicinas.

Saga recuerda que su madre le echó bronca cuando ella le dijo que su padre no podía ir, recuerda que su madre la obligó a llamar aunque no quisiera.

«A lo mejor yo estaba enfadada con mamá —piensa—. Cansada de ella».

Se levanta, intenta calmarse, se repite una vez más que la han engañado.

Sin prisa, se acerca al lavabo y se enjuaga la cara y los ojos.

Tiene que encontrar el camino de vuelta a ella misma, tiene que volver a entrar dentro de sí. Es como si estuviera escalando por el exterior de su cuerpo, como si ya no pudiera seguir estando dentro de él.

Quizá sea la inyección del antipsicótico lo que hace que no esté llorando sin parar.

Saga se tumba en la cama y piensa que va a esconder el paquete de Bernie y que le dirá a Jurek que no ha encontrado nada. Así no tendrá que pedirle somníferos al médico. Puede darle las pastillas del cuarto de Bernie.

Una por noche.

Saga se tumba de costado y le da la espalda a la cámara del techo. Protegiéndose con su propio cuerpo, saca el paquetito. Con cuidado, desenrolla el papel higiénico, una vuelta tras otra hasta que ve que el contenido no son más que tres trozos de chicle.

Chicle.

Hace un esfuerzo por respirar tranquila, pasea la mirada por las estrías de suciedad en la pared y piensa con una nitidez extraña y vacía que está haciendo justo lo que Joona le había advertido.

«He dejado entrar a Jurek en mi cabeza y ahora todo se ha transformado».

«¿Cómo voy a soportarme a mí misma?».

«Me estoy equivocando al pensar así, sé que me la han jugado, pero es así como me siento».

El estómago se le encoge de angustia cuando piensa en el cuerpo frío de su madre por la mañana. Una cara triste e inmóvil con una espuma rara en las comisuras de los labios.

Tiene la sensación de caer al vacío.

«No puedo perder el control», piensa, e intenta recobrar el aliento, estructurar el patrón que funciona.

«No estoy enferma —se recuerda—. Sólo estoy aquí dentro por una razón, es lo único en lo que debo pensar ahora. Mi misión es encontrar a Felicia. Esto no se trata de mí, yo no importo en este momento. Estoy de incógnito, sigo el plan, estoy consiguiendo somníferos, hago ver que me apunto a la fuga y hablaré de vías de escape y escondites todo lo que haga falta. Cumpliré la misión hasta donde pueda. No pasa nada si muero», piensa, y siente un alivio repentino.