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Saga permanece inmóvil en la furgoneta y mira por la ventana. Los eslabones de las esposas tintinean con los movimientos del vehículo.

No ha querido pensar en Jurek Walter. La verdad es que desde que aceptó la misión ha conseguido mantener a distancia todo lo que sabe acerca de los crímenes que ha cometido ese hombre.

Pero ya no puede seguir haciéndolo. Después de tres monótonos días en el hospital Karsudden, el Consejo de Régimen Penitenciario ha confirmado la orden de traslado. Va de camino al módulo de seguridad del hospital Löwenströmska.

El encuentro con Jurek se acerca.

En su mente ve con total claridad la fotografía que aparecía como primer documento en el dossier: la cara arrugada y los ojos azul claro.

Jurek trabajaba como mecánico y hasta el momento de su detención vivió una vida discreta y solitaria. En su piso no había nada que pudiera vincularlo con los crímenes y, aun así, lo pillaron in fraganti.

Saga quedó empapada de sudor tras leer los informes y mirar las fotos de los lugares donde había cometido los distintos crímenes. En una imagen grande a color se veían las placas numeradas de los técnicos alrededor de un agujero de tierra húmeda en el que había un ataúd abierto.

Nils Nålen Åhlén elaboró un exhaustivo informe forense de los daños sufridos por la mujer que vivió enterrada durante dos años.

Saga se siente mareada y mira la carretera y los árboles que van dejando atrás. Piensa en la desnutrición de la mujer, las llagas, las heridas de congelación y los dientes caídos. Joona fue testigo de cómo ella intentaba una y otra vez salir del ataúd, pero Jurek la empujaba hacia adentro con total indiferencia.

Saga sabe que no debería pensar en eso.

Una flor oscura de preocupación se abre lentamente en su estómago.

«No puedo sentir miedo bajo ninguna circunstancia», se dice. Ella tiene el control de la situación.

La furgoneta frena y las esposas tintinean.

Tanto el tonel de plástico como el ataúd tenían unos tubos de respiración que subían hasta la superficie.

¿Por qué no los mata?

Resulta incomprensible.

Saga repasa mentalmente el testimonio de Mikael Kohler-Frost sobre su cautiverio en la cápsula y su corazón se acelera cuando piensa que Felicia se ha quedado sola, la niña de la trenza y el casco de montar.

Ha dejado de nevar, pero no se ve el sol. El cielo sigue encapotado. La furgoneta deja atrás la carretera, gira con suavidad a la derecha y entra en el perímetro del hospital.

Una mujer de unos cuarenta años está esperando en una parada de autobús con dos bolsas de plástico en la mano dando profundas caladas a un cigarrillo.

Con una orden del Gobierno, una sección cerrada puede reconvertirse en un módulo de seguridad, pero Saga sabe que en la práctica, las leyes dejan vía libre a las instituciones para que hagan sus propias valoraciones.

Detrás de aquellas puertas cerradas, las leyes y los derechos normales dejan de estar en vigor. No se hacen comprobaciones ni ningún tipo de seguimiento. Mientras no se fugue un paciente, los empleados son los reyes en su propio Hades.