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Un policía y un técnico subidos a unas motos de nieve se abren paso entre los troncos negros de los abetos. A veces pueden acelerar y avanzar largos tramos por cortafuegos o caminos de transporte de madera y levantan una gran polvareda de nieve.

Estocolmo quería que fueran hasta una cabaña cerca de la montaña Tranuberget. Por lo visto, había sido propiedad de Jeremy Magnusson, que desapareció hace trece años. La policía judicial les ha pedido que hagan una inspección criminológica del lugar, con grabación de vídeo y fotografías. Todo el material debe ser empaquetado y deben tomar muestras de todas las huellas y el material biológico que encuentren.

Los dos hombres en las motos de nieve saben que la policía de Estocolmo tiene la esperanza de encontrar algo que arroje luz sobre la desaparición de Jeremy y de los demás miembros de su familia. Obviamente, lo que van a hacer debería haberse hecho hace trece años, pero entonces ningún miembro del cuerpo sabía de la existencia de la cabaña de caza.

Roger Hysén y Gunnar Ehn bajan en paralelo por una cuesta salpicados por la luz intermitente que se filtra entre los troncos de la linde del bosque y al cabo de un rato salen a la turbera. El paisaje es de un blanco cegador y está intacto. Continúan a toda velocidad sobre el hielo y luego giran en dirección norte y vuelven a adentrarse en el bosque.

Los árboles han crecido tan salvajes en el lado sur de Tranuberget que por poco se pasan la cabaña. La baja construcción de madera está totalmente enterrada. La nieve tapa las ventanas y una capa de un metro cubre el tejado.

Lo único que se ve son unas pocas líneas de maderas empalmadas, troncos plateados dispuestos en un entramado horizontal.

Bajan de las motos de nieve y se ponen a desenterrar la casa.

Unas pálidas cortinas cubren las ventanas por dentro.

El sol desciende y barre las puntas de los árboles antes de iluminar la extensa turbera.

Cuando la puerta por fin queda liberada, tienen la espalda sudada y el técnico, Gunnar Ehn, nota los picores en la frente bajo el gorro.

Un árbol se roza con otro a causa del viento y hacen un ruido tenebroso y chirriante.

En silencio, los dos hombres extienden un rollo de plástico delante de la puerta, preparan unas cajas de cartón, colocan láminas adhesivas en el suelo y se ponen ropa y guantes de protección.

La puerta está cerrada y no hay ninguna llave en el clavo que sobresalga bajo el alero del tejado.

—A la hija la encontraron enterrada pero viva en Estocolmo —dice Roger Hysén y mira de reojo a su compañero.

—Ya he oído lo que se dice por ahí —responde Gunnar—, pero no me importa.

Roger introduce una palanca en la ranura de la puerta junto a la cerradura y hace fuerza. El marco cruje. Mete el hierro más adentro y vuelve a empujar. El marco se resquebraja en largas astillas y Roger tira de la puerta para probar antes de emplear todas sus fuerzas. La hoja cede un trozo y le devuelve el golpe.

—La hostia —susurra Roger detrás de la mascarilla protectora.

La corriente de aire del inesperado movimiento levanta de cuajo todo el polvo que se ha acumulado dentro de la cabaña. Gunnar murmura que no tiene importancia. Estira los brazos dentro de la cabaña y coloca dos láminas adhesivas.

Roger ha sacado la cámara de vídeo y se la pasa a su compañero. Gunnar agacha la cabeza para cruzar el umbral, entra en la cabaña y se queda en la primera lámina.

Está tan oscuro dentro de la cabaña que al principio no ve nada. El aire está seco por todo el polvo que se ha levantado.

Gunnar empieza a grabar con la cámara pero no consigue encender el foco.

Aun así, intenta grabar la estancia, pero lo único que se ve son bultos negros.

Toda la cabaña parece un acuario oscuro y turbio.

Le parece vislumbrar una sombra grande y extraña en el centro de la cabaña, como un gran reloj de antesala típico de la zona de Mora.

—¿Qué tal? —pregunta Roger desde fuera.

—Dame la otra cámara.

Gunnar asoma la cámara de vídeo por la puerta y la cambia por la fotográfica. Mira por el visor, pero está negro, así que toma una foto al azar. El flash del aparato ilumina toda la estancia con su luz blanca.

Gunnar suelta un grito cuando ve la larga y delgada persona que tiene justo delante. Da un paso atrás, tropieza, se le cae la cámara, hace aspavientos con un brazo para no perder el equilibrio y tira al suelo un ropero.

—¿Qué coño ha sido eso?

Sale de espaldas, se da un golpe en la cabeza con el marco de la puerta y se hace un par de arañazos con las esquirlas de madera.

—¿Qué pasa, qué pasa? —pregunta Roger.

—Hay alguien ahí dentro —dice Gunnar sonriendo por los nervios.

Roger enciende el foco de la cámara de vídeo, abre la puerta con cuidado, se agacha y entra despacio en la cabaña. El suelo cruje bajo las láminas adhesivas. El haz de luz de la cámara busca entre la polvareda y en los muebles. Una rama roza intranquila una ventana.

Alright —dice sofocado.

A la pálida luz del foco de la cámara ve a un hombre que se ha colgado de la viga. Hace mucho tiempo que se quitó la vida. Su cuerpo es fino y la piel se ha arrugado y tensado en la cara. Tiene la boca abierta y negra. Las dos botas de piel están tiradas en el suelo.

La puerta cruje detrás de Roger cuando Gunnar vuelve a entrar.

El sol está más bajo que las copas de los árboles y las ventanas están negras. Con cuidado, extienden una bolsa para cadáveres debajo del cuerpo.

La rama vuelve a topar con la ventana y la roza de nuevo.

Roger se estira para sujetar el cuerpo mientras Gunnar corta la cuerda, pero en cuanto roza el cadáver del hombre la cabeza se suelta del cuello. El cuerpo se desploma a los pies del técnico y del policía. La cabeza golpea contra el suelo de madera, levanta una nueva nube de polvo y la vieja soga se balancea en silencio.