Cuando dan las cinco, Saga se rinde en su vano intento de dormir. Faltan noventa minutos. Después irán a recogerla. Con cuerpo pesado, se pone la ropa de deporte y sale del piso.
Corre un par de manzanas y luego aumenta el ritmo para bajar hacia la playa de Söder Mälarstrand.
A esa hora no hay tráfico.
Corre por las calles silenciosas. La nieve virgen está tan aireada que apenas la nota bajo los pies.
Sabe que aún está a tiempo de echarse atrás, pero hoy su intención es renunciar a su libertad.
El barrio de Södermalm todavía duerme. El cielo se extiende completamente negro por encima del resplandor de las farolas.
Saga corre de prisa y piensa que no le han creado ninguna identidad falsa, la han registrado con su nombre verdadero y lo único que tiene que memorizar es la medicación. Inyecciones intramusculares de Risperdal, repite para sí. Oxazepam para los efectos secundarios, Diazepam y Distraneurine.
Pollock le ha explicado que su diagnóstico es lo de menos, lo importante es controlar perfectamente la medicación.
«Es tu vida, la medicina es lo que te hará sobrevivir».
Un autobús vacío llega a la terminal desierta de los transbordadores que van a Finlandia.
—Decentan, ocho miligramos tres veces al día —susurra mientras corre—. Cipramil, treinta miligramos; Seroxat, veinte miligramos…
Poco antes del Museo Fotográfico, Saga cambia de rumbo y sube por la empinada escalera desde Stadsgårdsleden. Se detiene arriba del todo, en la calle Katarinavägen, echa un vistazo a la ciudad de Estocolmo y repite de nuevo todas las reglas de Joona.
«Tengo que ir a la mía, hablar poco y con frases cortas. Hablar en serio y sólo decir la verdad».
«Hace frío», piensa, pero sigue corriendo en dirección a la calle Hornsgatan.
En el último kilómetro acelera el ritmo un poco más y en la calle Tavastgatan hace un sprint hasta el portal.
Saga sube la escalera corriendo, se quita los zapatos con los pies y se va directa al cuarto de baño para ducharse.
Le sorprende la facilidad con la que se seca ahora que se ha desprendido de la larga melena. Le basta con pasarse la toalla por la cabeza una única vez.
Se pone la ropa interior más discreta que tiene. Un sujetador blanco que utiliza cuando hace ejercicio y unas bragas que sólo se pone cuando tiene la regla. Un par de tejanos, una camiseta blanca y una sudadera descolorida.
Son contadas las veces que se siente intranquila, pero de repente nota un nudo en el estómago.
Son casi las seis y veinte. Pasarán a buscarla dentro de once minutos. Deja el reloj de pulsera en la mesita de noche, al lado del vaso de agua. Al sitio al que se dirige el tiempo está muerto.
Primero la pondrán bajo prisión preventiva en Kronobergshäktet, pero allí apenas estará dos horas hasta que la vaya a recoger un servicio de transporte penitenciario para llevarla a Katrineholm. Después pasará algún que otro día en el hospital Karsudden hasta que hayan apañado la orden de traslado al módulo de seguridad del hospital Löwenströmska.
Se mueve despacio por el piso, apaga las luces y desenchufa algunos cables antes de salir al recibidor y ponerse la parca verde.
«En realidad, no es una misión difícil», piensa otra vez.
Jurek Walter es un hombre mayor, seguramente recibe una fuerte medicación y está embotado.
Saga sabe que es culpable de auténticas atrocidades, pero lo único que ella tiene que hacer es mantener la calma, esperar a que él se le acerque, a que diga algo que pueda resultar útil.
O funciona, o no funciona.
Es hora de bajar a la calle.
Saga apaga la luz del recibidor y sale al rellano.
Ha tirado toda la comida fresca de la nevera a la basura, pero no le ha pedido a nadie que le eche un vistazo al piso, riegue las flores, ni que se encargue del correo.