Casi toda la mañana siguiente, Saga Bauer se la pasa en una de las salas de reuniones medianas de la policía secreta junto a cuatro agentes más, tres analistas y dos personas de la cancillería. La mayoría llevan ordenadores o tablets y en una pizarra digital de color gris aparece ahora un diagrama que muestra la red de comunicaciones inalámbricas que se ha formado durante la semana cruzando las fronteras de la nación.
Están discutiendo acerca de la base de datos del servicio de inteligencia de señales, nuevos conceptos de búsqueda y la rápida radicalización de una treintena de islamistas violentos.
—Pero aunque al-Shabab haya usado sobre todo a al-Qimmah —dice Saga, y se coloca el pelo detrás de los hombros—, no creo que obtengamos nada. Obviamente, vamos a seguir, pero aun así opino que deberíamos empezar a infiltrarnos en el grupo de mujeres de la periferia…, en el que estuve metida hace tiempo y que…
La puerta se abre y el jefe de la policía secreta, Verner Zandén, entra con una mano en el aire a modo de disculpa.
—No quiero interrumpiros —dice con su retumbante voz y busca la mirada de Saga—, pero estaba pensando en salir a dar un paseo y me encantaría que me acompañaras.
Ella asiente con la cabeza y cierra la sesión en el ordenador, pero lo deja sobre la mesa, y abandona la sala con Verner.
Cuando salen a la calle Polhemsgatan, unos copos caen refulgentes desde el cielo. Hace mucho frío y los diminutos cristales en el aire reflejan los rayos del sol que se abren paso por la neblina. Verner camina dando grandes zancadas y Saga acelera el paso a su lado, como una niña.
Bajan por la calle Fleminggatan en silencio, pasan por delante de las puertas del ambulatorio, cruzan el parque redondo con la capilla y continúan por la escalera que baja al hielo de la ensenada de Barnhusviken.
La situación le resulta cada vez más curiosa, pero Saga no hace ninguna pregunta.
Verner realiza un pequeño gesto con la mano y doblan a la izquierda en el carril bici.
Unos conejitos se meten brincando bajo los arbustos y se esconden cuando se acercan. Los bancos del parque son bultos mullidos en el blanco paisaje.
Al cabo de un rato se meten entre dos de los grandes edificios que hay a la orilla de la playa de Kungsholmen y llegan a un portal. Verner introduce un código, abre y le indica el ascensor.
En el espejo rayado Saga ve que tiene el pelo lleno de copos de nieve. Ahora se derriten y se convierten en gotas de agua.
Cuando cesa el traqueteo del ascensor, Verner saca una llave, abre una puerta del rellano que tiene marcas de haber sido forzada y le indica con la cabeza que lo acompañe.
Entran en un piso que está completamente vacío. Alguien acaba de mudarse. Las paredes están llenas de marcas de cuadros y estanterías. En el raído suelo hay motas de polvo y una llave allen de Ikea que se han olvidado.
Alguien tira de una cadena y Carlos Eliasson, jefe de la policía judicial, sale del cuarto de baño. Se seca las manos en los pantalones y luego saluda a Saga y a Verner.
—Vamos a la cocina —dice Carlos—. ¿Queréis tomar algo?
Saca un paquete de vasos de plástico y los llena con agua del grifo, después se los pasa a Saga y a Verner.
—A lo mejor pensabas que íbamos a comer —dice Carlos cuando ve la cara desconcertada de Saga.
—No, pero…
—Si quieres, tengo Läkerol —responde él en seguida y saca una cajetilla de caramelillos azucarados.
Saga niega con la cabeza, pero Verner acepta la invitación de Carlos, coge unas cuantas pastillas y se las mete en la boca.
—Menuda fiesta —dice sonriendo.
—Saga, como comprenderás, ésta es una reunión muy informal —informa Carlos y se aclara la garganta.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Saga.
—¿Conoces a Jurek Walter?
—No.
—Son pocos los que sí… y supongo que es mejor que así sea —advierte Verner.