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El móvil de Samuel empezó a vibrar sobre la mesa de la cafetería, al lado de la tacita de expreso. En la pantalla aparecía una imagen de su esposa, Rebecka, con la pupila en forma de lágrima. Joona escuchó distraído la conversación mientras iba picoteando los granitos de azúcar perlado de su bollo de canela. Por lo visto, Rebecka y los niños se iban a Dalarö antes de lo previsto; Samuel le dijo que él podía parar a comprar comida por el camino. Le pidió a su mujer que condujera con cuidado y luego finalizó la llamada con una generosa dosis de besos.

—El carpintero que nos está haciendo el porche quiere que le echemos un vistazo al panel de madera lo antes posible —explicó Samuel—. Se ve que el pintor podría pasarse este mismo fin de semana si está listo.

Joona y Samuel regresaron a sus despachos en la policía judicial y ya no se vieron más en toda la jornada.

Cuando Joona estaba cenando con su familia, cinco horas más tarde, Samuel lo llamó. Hablaba sin aliento y estaba tan alterado que le resultaba difícil entender lo que decía, pero le quedaba claro que Rebecka y los niños no se encontraban en la casa de Dalarö. No habían pasado por allí y no cogían el teléfono.

—Seguro que hay una explicación —intentó Joona.

—He hablado con todos los hospitales y la policía, pero…

—¿Dónde estás ahora? —preguntó Joona.

—En la carretera de Dalarö, pero voy a regresar a la casa otra vez.

—¿Qué quieres que haga? —se ofreció Joona.

Ya se le había pasado la idea por la cabeza, pero aun así se le erizó el vello de la nuca cuando Samuel contestó:

—Comprueba que Jurek Walter no se haya fugado.

De inmediato, Joona se puso en contacto con la sección de psiquiatría forense del hospital Löwenströmska y habló con Brolin, el jefe de servicio, quien le informó de que no había tenido lugar ninguna actividad anormal en el módulo de seguridad. Jurek Walter se hallaba en su celda y había permanecido completamente aislado todo el día.

Cuando Joona volvió a hablar con Samuel, la voz de su compañero había cambiado, sonaba casi histérica y estridente.

—Estoy en el bosque —dijo Samuel casi gritando—. He encontrado el coche de Rebecka, está en medio del camino que lleva al cabo, pero aquí no hay nadie… ¡No hay nadie!

—Voy hacia allá —dijo Joona al instante.

La policía buscó a la familia de Samuel con ahínco. El rastro de Rebecka y los niños terminaba en aquel camino de grava, a tan sólo cinco metros del coche abandonado. Los perros no captaron nada, sólo iban de un lado a otro, giraban y daban vueltas, pero sin encontrar rastro alguno. Los bosques, los caminos, las casas y el agua fueron inspeccionados durante dos meses. Cuando la policía retiró a sus hombres, Samuel y Joona continuaron por su cuenta. Buscaron, intentando dominar la creciente congoja que los atosigaba y que rozaba los límites de lo soportable. No comentaron ni una sola vez de qué iba todo aquello. No se atrevían a expresar lo que temían que les pudiera haber ocurrido a Joshua, a Ruben y a Rebecka. Ambos habían sido testigos de la brutalidad de Jurek Walter.