Mikael permanece de pie en la oscuridad cuando el hombre de arena, con un soplido, esparce su terrible polvo por la habitación. Con el tiempo, ha aprendido que no vale la pena contener la respiración porque cuando el hombre de arena quiere que los niños duerman, éstos se quedan dormidos.
También sabe que, en breve, se le cansarán tanto los ojos que ya no tendrá fuerzas para mantenerlos abiertos. Sabe que tiene que tumbarse en el colchón y fundirse con la oscuridad.
Su madre solía hablarle de la hija del hombre de arena, Olimpia, la pequeña autómata que entra a hurtadillas a ver a los niños cuando ya están dormidos y les cubre los hombros con la manta para que no tengan frío.
Mikael se apoya en la pared, nota las estrías del hormigón.
La fina arenilla flota como la niebla en la oscuridad. Le cuesta respirar. Sus pulmones luchan por suministrar oxígeno a la sangre.
Tose y se pasa la lengua por los labios. Están secos y ya los siente dormidos.
Los párpados cada vez le pesan más.
Ahora, toda la familia se está meciendo en el balancín. El sol de verano relampaguea entre las hojas del cenador de lilas. Los tornillos oxidados emiten su particular chirrido.
Mikael sonríe abiertamente.
«Nos columpiamos muy alto y mamá intenta frenar, pero papá acelera. La mesa que tenemos delante se lleva un golpe y el zumo de fresa tiembla en los vasos».
El balancín retrocede y su padre se ríe y levanta los brazos, como si estuvieran en una montaña rusa.
Mikael cabecea y abre los ojos en la oscuridad, se inclina hacia un lado y apoya la mano en la fresca pared. Se vuelve hacia el colchón, siente que tiene que tumbarse antes de desmayarse, pero sus rodillas se doblan sin más.
Cae al suelo de un golpe y sobre un brazo, siente dolor en la muñeca y el hombro, pero ya está medio sumido en el sueño.
Rueda con pesadez hasta quedar boca abajo e intenta arrastrarse, pero no tiene fuerzas. Se queda jadeando con la mejilla pegada al suelo de hormigón. Trata de decir algo, pero ya no le queda voz.
Aunque procura resistirse, los ojos se le cierran.
Justo cuando se desliza dentro de la oscuridad, oye al hombre de arena entrar a hurtadillas en la habitación. Con los pies desintegrados, sube de puntillas por la pared hasta el techo. Se detiene y alarga los brazos hacia abajo en un intento de alcanzarlo con las puntas de sus dedos de porcelana.
Está todo negro.
Cuando Mikael se despierta, tiene la boca seca y le duele la cabeza. Sus ojos están pegajosos por la arena vieja. Se siente tan cansado que su cerebro intenta volverse a dormir, pero un pedacito de su conciencia le dice que algo ha cambiado por completo.
La adrenalina lo abofetea como un golpe de calor.
Se incorpora en la oscuridad y, por la acústica, deduce que está en otra habitación, una más grande.
Ya no se encuentra en la cápsula.
La soledad lo deja helado.
Con mucho cuidado, se arrastra por el suelo hasta que topa con una pared. La cabeza le va a mil por hora. No consigue recordar cuándo abandonó toda intención de escapar.
Todavía le pesa el cuerpo tras el largo sueño. Se levanta con piernas temblorosas y sigue la pared hasta una esquina, continúa a tientas y da con una plancha de metal. Tantea los bordes, entiende que es una puerta, acaricia la superficie con las manos y encuentra la manija.
También le tiemblan las manos.
En la habitación reina el silencio.
Con cuidado, baja la manija, tan convencido de que la puerta permanecerá cerrada que está a punto de caer de bruces cuando ésta se abre.
Con un paso largo se planta en una habitación más clara y tiene que cerrar los ojos durante un rato.
Todo le parece un sueño.
«Dejadme salir», piensa.
La cabeza está a punto de estallarle.
Entorna los ojos, ve que está en un pasillo y avanza a toda prisa con sus débiles piernas. El corazón le late tan de prisa que apenas puede respirar.
Intenta guardar silencio, pero aun así gimotea de miedo.
El hombre de arena no tardará en volver, nunca se olvida de ningún niño.
Mikael no puede abrir del todo los ojos, pero sigue avanzando hacia el resplandor borroso que hay más adelante.
Choca con grandes fardos de espuma aislante, gime, se tambalea hacia un lado y se golpea el hombro contra la otra pared, pero consigue mantener el equilibrio.
Para un momento y tose de la forma más discreta que puede.
El resplandor procede de la ventanilla de una puerta.
Salva los últimos metros a trompicones y baja la manija, pero la puerta está cerrada.
«No, no, no».
Empieza a dar tirones a la manija, empuja la puerta, tira otra vez. Está cerrada. Está a punto de desplomarse, desesperado, en el suelo. De pronto, oye unos pasitos muy suaves a su espalda, pero no se atreve a mirar.