Epílogo

El doctor Beresford-Ellis me llamó unos días después de nuestra visita a Susan. Ya habíamos acordado que me tomaría parte de los días que me correspondían de vacaciones por los últimos años trabajados.

Fue sorprendentemente amable conmigo en su llamada. Me preguntó si, cuando me sintiese mejor, querría ayudarlo en un nuevo proyecto de seguridad para un banco, un proyecto que uno de sus viejos colegas le había pasado al instituto.

Mi nombre había salido específicamente mencionado en aquella negociación.

Le pregunté el nombre del banco y, mientras él hablaba, lo busqué en internet. Enseguida me interesó el proyecto, así que acepté dirigirlo. Incluso si lo que había visto (el logotipo del banco) era una coincidencia, estaría bien tener algo distinto en lo que ocupar mi tiempo. Ahora necesitaba solucionar otra cosa.

Cuando colgué el teléfono, Isabel apareció en la puerta de la cocina. Creo que estaba escuchando mi conversación.

—¿Vas a trabajar en otro proyecto? —me preguntó, sentándose frente a mí al otro lado de la mesa blanca.

—No puedo quedarme en casa para siempre. Acabarás hartándote de mí.

—No lo haré —repuso sonriendo.

Me puse de pie y apoyé una rodilla en el suelo como para recoger algo. Levanté la cabeza para mirarla y extendí una mano hacia ella. Me zumbaban los oídos y mi corazón se aceleraba.

—Llevo días reuniendo el valor suficiente para hacer esto —dije.

—¿Hacer qué? —preguntó, mirándome de forma extraña, con los ojos muy abiertos, como si estuviese asombrada.

—¿Quieres casarte conmigo? —pregunté.

Ahora que había llegado el momento, las palabras me salieron con total naturalidad. No pude hacer nada para detenerlas. Y de repente me di cuenta de que no tenía ni idea de cuál iba a ser su respuesta.

Entonces sonrió, como si hubiera sabido todo el tiempo lo que iba a ocurrir y se hubiese limitado a esperar a que yo me decidiese.

Y cuando aquel preciso segundo dio paso al siguiente, los últimos resquicios de mis fantasmas del pasado se diluyeron.