El líder del clan local llegó unos minutos más tarde en un Mercedes 220 de unos quince años de antigüedad y marrón por el barro. Era un hombre gigante que vestía una kufiya roja y un traje polvoriento. Salió del coche con una expresión suspicaz en el rostro, pero tan pronto como vio a la doctora Hunter yaciendo en el suelo y protegida de la lluvia por la chaqueta y el cuerpo de uno de los palestinos que la habían trasladado, le cambió el rictus.
Le hizo una seña a su chófer para que diese media vuelta.
—Tenemos un buen hospital en Belén —gritó mientras se acercaba a nosotros—, pero la carretera está cortada por culpa de ese estúpido ataque aéreo sionista —explicó gesticulando hacia el cielo.
Entonces puso la mano sobre el brazo de Isabel y le dijo:
—Mi chófer las llevará al hospital en Jerusalén. —Se volvió hacia mí—. Y usted me explicará todo lo que ha ocurrido aquí —me dijo, dándome golpecitos en el pecho con el dedo.
El hecho de que el lugar en el que me estaba golpeando repetidamente fuese el que me sostenía la cabeza no parecía importarle en absoluto.
—Yo voy con ellas —dije, señalando su rostro con gesto amenazante. No quería separarme de Isabel ni un minuto.
Dos palestinos que permanecían cerca de él levantaron sus armas tan pronto como yo levanté el dedo. El hombre de la kufiya roja les hizo un gesto para que las bajasen, dio un paso hacia mí y me señaló a su vez con el dedo.
—Mi chófer puede atravesar con facilidad los puestos de control con dos mujeres heridas. Usted se quedará aquí para explicar qué ha estado ocurriendo en nuestro valle, amigo. A menos que crea que debería hacer esperar a sus amigas heridas hasta que las autoridades acaben con usted y puedan ir los tres juntos al hospital. —Me miró burlonamente.
Los hombres que lo escoltaban habían bajado las armas, pero seguían empuñándolas.
Si aquello suponía que Isabel y Susan llegasen antes al hospital, tenía que hacerlo.
—De acuerdo, pero lo hago a usted responsable de que lleguen rápidamente —le grité, aún señalándolo con mi dedo tembloroso.
—Sean, síguenos tan pronto como puedas —me dijo Isabel agarrándome el brazo, como si quisiera llevarse una parte de mí con ella.
Nos abrazamos mientras metían a Susan en el coche. Fue el abrazo más largo de mi vida. Le susurré la noticia de que Mark había muerto. Ella me apretó aún más fuerte pero no dijo una palabra. El conductor nos interrumpió dándome unos golpecitos en el hombro.
—Tenemos que irnos, sí, sí. Su amiga está enferma, muy enferma, muy enferma —dijo, con un acento que sonaba un poco a francés y una expresión suplicante en el rostro.
Dejé que Isabel se marchara.
En cuanto el coche se alejó bajo la lluvia, mi amigo de la kufiya roja me dijo:
—Muéstreme esa cueva.
Regresé con él junto al agujero. Ahora había un poco más de luz y comprobé que se encontraba en una especie de depresión y que alrededor había rocas lo bastante grandes para cubrirlo.
Señalé hacia abajo y vi el polvo que todavía revoloteaba por allí. No quería mirar más. Él escudriñó el interior y profirió un gruñido.
—Ese es el hombre que mató a su gente —dije.
—Su cuerpo tendrá que ser analizado por la policía —respondió—. Si nadie lo reclama, volveremos a arrojarlo aquí y tapiaremos este agujero. Los espíritus malignos deben permanecer enterrados. Este valle ha visto demasiadas cosas —explicó señalando las empinadas colinas que nos rodeaban—. Esa colina de allí se llama Venganza, y esa grande de allí se llama Celos. Este valle está maldito. Aquí viven espíritus malignos. Los que matan por placer. Nadie viene aquí salvo que sea absolutamente necesario.
—Ese hombre asesinó a personas a modo de sacrificio —le expliqué. Me pregunté cómo habría llegado a ser tan retorcido. ¿Acaso todo aquello se trataba de vengarse de un mundo que lo había tratado mal? ¿O realmente había algo maligno, algo muy antiguo, ejerciendo su poder?
—Abraham trató de parar el sacrificio humano cuando Alá perdonó a su hijo —explicó—. Esperemos que nunca regrese. —Se volvió hacia sus hombres y habló en árabe durante un minuto.
Había dejado de llover. Regresamos adonde estaba aparcado el coche de Ariel. Había llegado otro coche, un oxidado Mazda rojo. Nos sentamos en su interior y hablamos mientras el sol salía. Me interrogó durante al menos una hora, en la que fueron apareciendo otros vehículos, incluida una ambulancia de aspecto maltrecho y un todoterreno con tres policías palestinos con uniforme azul marino en su interior. Cuando ellos llegaron, el líder salió del coche y en su lugar entró uno de los policías, a quien tuve que volver a contar la historia entera.
Sentía como si fuese a desvanecerme en cuanto terminase. También me dolía el costado. Parecía como si cada músculo y cada articulación de mi cuerpo hubiesen sido forzados hasta el límite. Me dolía todo.
Les conté quién era Mark, quién era Ariel, y por qué estábamos en este valle. Y les conté lo que aquel maldito cabrón había hecho en Jerusalén, y allí en el valle. Durante un buen rato sus preguntas versaron sobre el papel que había desempeñado Ariel y cuál había sido la actuación de los militares israelíes.
Tuve la impresión de que averiguar si los israelíes habían matado a alguien representaba una parte fundamental de lo que querían saber.
En eso no podía ayudarlos. Durante todo el interrogatorio se reprodujeron en mi cabeza una y otra vez los recuerdos de lo que había ocurrido en las últimas horas. Vi a los escorpiones comiendo, a Ariel cayendo de bruces con los fragmentos de cráneo de Mark salpicados en su chaqueta. Vi imágenes de llamas y humo de la hoguera en la que casi me incineran revoloteando en mi cabeza como si de una película mala de terror se tratase.
Por momentos se me agolpaban las palabras al hablar y mis respuestas se me antojaban estúpidas, como si las cosas sobre las que estaba hablando no pudiesen haber ocurrido.
El dolor de los brazos y las piernas era tal que sentía como si no fuesen mis extremidades. Mientras respondía a otra pregunta, empecé a pensar que la muerte de Ariel y Mark había sido culpa mía. Si no hubiésemos viajado allí, ellos aún seguirían vivos.
Pero no había sido yo el que los había asesinado.
De no haber venido a Israel, el plan de aquel bastardo de culpar a los palestinos por el incendio de la iglesia del Santo Sepulcro habría llegado a buen puerto.
Por fin me dijeron que podía irme. Les estreché la mano a todos los palestinos y luego me metieron en la ambulancia de aspecto destartalado. Por el modo en que la policía había hablado conmigo, deduje que los dos hombres que habían llegado hasta el agujero después del tiroteo y nos habían sacado de allí les habían contado todo lo que habían visto y habían confirmado que todo lo que yo había hecho fue en defensa propia; que estaba buscando a Isabel para rescatarla.
El trayecto hasta el puesto de control militar israelí en la carretera de entrada a Jerusalén fue, sin ninguna duda, el peor viaje de mi vida. Un lado de la cabeza me estallaba de dolor. Lo notaba hinchado. El enfermero de la ambulancia me había puesto una inyección, creo que un calmante, pero no parecía estar haciendo efecto.
Afortunadamente, nos dejaron pasar sin hacernos demasiadas preguntas. Un soldado israelí se asomó a la parte trasera del vehículo, me vio y nos hizo señas de que continuáramos. Mientras se cerraba el portón trasero, vi a unos cinco metros a un palestino con los pantalones bajados y la camiseta levantada para demostrar que no llevaba ningún cinturón de explosivos.
Isabel estaba en la misma sala de urgencias del hospital que yo. Era el mismo hospital en el que había estado la noche anterior, pero el personal era diferente.
Conseguí que me trasladaran a una cama junto a la suya tan pronto como quedó libre. Así podríamos hablar.
A Susan se la habían llevado a quirófano. Al parecer había sufrido quemaduras en los párpados y se encontraba lo más cerca de la muerte que se puede estar antes de morir.
Los siguientes minutos los dediqué a dar las gracias a Dios por que Isabel estuviese viva. Estaba deshidratada, tremendamente magullada (él la había golpeado en el forcejeo) y en estado de shock, pero ninguna de sus heridas ponía en peligro su vida.
Durante gran parte del tiempo ella permaneció sentada en la cama, con la mirada perdida, como si en su cabeza estuviese en otro lugar. Comencé a hablarle con suavidad, a contarle todo lo que habíamos hecho para encontrarla, todo lo que había ocurrido. Pasado un rato, se volvió hacia mí y extendió la mano.
Me incliné hacia fuera de la cama y le tendí la mía. Nuestros dedos se tocaron y pude sentir su calidez.
—Formamos un buen equipo —dijo, mirándome a los ojos. Sonrió—. He llamado a Asuntos Exteriores —añadió—. Alguien vendrá pronto.
En eso se equivocaba. Tardaron otra hora en llegar. Les contamos de forma breve y concisa lo que había sucedido.
Desaparecieron cuando se presentó allí una enfermera para llevarme a rayos X, pero estaban esperándome cuando regresé. Veinte minutos más tarde, después de que un médico viese mi radiografía y me dijese que había tenido suerte de estar solamente magullado, uno de los miembros del personal de la embajada británica, el mayor de los dos, me preguntó si daría una rueda de prensa al día siguiente, lunes, en el hotel King David.
Acepté. Al parecer, los medios israelíes y otros canales de noticias occidentales habían culpado a una célula terrorista palestina del incendio, y también a los egipcios por haberles proporcionado el material para llevar a cabo el ataque.
Tras pasar la noche en el hospital en observación, cogimos un taxi que nos llevaría al King David. Me sorprendió que no insistieran en dejar a Isabel ingresada más tiempo. Pero ella les dejó claro que iba a salir del hospital lo antes posible. Había perdido peso, tenía moratones y rasguños y el doctor le había advertido que los efectos psicológicos de un secuestro durarían mucho más tiempo que los físicos, pero nada de aquello pareció importarle. Finalmente, le aconsejaron que viese a un especialista en traumas una vez estuviese de vuelta en Londres.
A mí me habían puesto un vendaje en la cabeza, otro en el torso y estaba aturdido por los calmantes que me habían suministrado. Notaba la mitad de los dientes del lado izquierdo flojos y aún tenía sabor a hollín en la boca.
Pero estaba vivo, e Isabel también lo estaba.
Nos abrazamos durante un largo rato nada más salir del hospital. No quería soltarla. La gente pasaba a nuestro lado y nosotros seguíamos allí, apretándonos fuerte. Entonces supe, sin un solo atisbo de duda, que la quería.
—Lo único que quiero es un baño relajante —dijo Isabel cuando entramos en el taxi.
Al llegar a nuestra habitación en el King David llamé a Simon Marcus. El hombre del ministerio nos había dicho que no teníamos nada de lo que preocuparnos con respecto a nuestra deportación. Se había cursado una solicitud oficial de revocación desde las altas esferas del Gobierno israelí.
Le dije a Simon que estábamos bien, que había encontrado a Isabel. Se mostró encantado. Lo invité a venir a Londres.
Le conté que Susan también había sobrevivido. Se alegró muchísimo. Me dijo que su mujer y su hija habían regresado. Prometimos volver a vernos. Mientras me duchaba, con cuidado, descubrí quemaduras y moratones en lugares en los que ni siquiera sabía que me había hecho daño. Tenía el pecho embotado por la inhalación de humo. El grosor del carro de madera sobre el que me habían atado era lo que me había salvado de quemarme de verdad. Me sentí profundamente vigorizado por tener de nuevo una vida ante mí después de haber estado tan cerca de la muerte.
Isabel podría haber utilizado un avión medicalizado, ya que su estado rozaba el límite de las condiciones requeridas para ese tipo de trato, pero decidió regresar en el mismo vuelo que yo.
Antes de hacerlo, asistí a la rueda de prensa. Un hombre de la embajada británica me estaba esperando en la puerta de la sala de reuniones. Me aconsejó que, simplemente, contase la verdad.
—Será mejor que haga esto por sí mismo —dijo—. Usted cíñase a lo que vio y nada más. No especule. Lo que quiere la gente es la verdad.
Creo que los vendajes de mi cara y mis manos bastaban para convencer al público de que estaba diciendo la verdad.
Allí solamente había dos equipos de televisión y otros tres periodistas. Comencé explicando quién era yo a una sala casi vacía. Isabel no había venido a la rueda de prensa, pues no quería salir en televisión. Y yo no esperaba que lo hiciera después de todo lo que había tenido que pasar. Pero se mostró de acuerdo en que era bueno que alguien desmintiese los rumores que habían estado circulando por ahí.
Les conté el motivo de mi viaje a Jerusalén, para buscar a Susan Hunter.
—Entonces mi novia, Isabel, desapareció. Creí que acabaría como Max Kaiser. —Hice una pausa.
—¿Y por qué creyó eso? —preguntó uno de los periodistas.
Recordé el miedo que había pasado en su momento.
—Conocíamos a Max. Temía que Isabel hubiese sido secuestrada porque estábamos investigando su muerte. Estaba en lo cierto. El hombre que encontré en la iglesia del Santo Sepulcro es el hombre que asesinó a Max.
—Usted entró en la iglesia sin permiso —dijo un reportero.
—Por favor, dejen que les cuente lo que ocurrió.
Les conté lo que había hecho, que el hombre que me encontré allí dentro era europeo y que él era el responsable del incendio y los asesinatos perpetrados en el templo.
Después de aquello se hizo un silencio.
—¿Por qué hizo todo eso? —preguntó el mismo periodista.
—No voy a especular sobre sus motivos, pero lo que sí sé es que mientras mantuvo a la doctora Hunter retenida la obligó a decir ante una cámara de vídeo que había traducido un documento que proclamaba que Jerusalén pertenece al islam. Isabel fue secuestrada, y creo que habría sido asesinada igual que Kaiser, y por la misma razón: detener a cualquiera que pudiese revelar lo que ese hombre estaba haciendo. No sé cómo averiguó que nosotros estábamos fisgoneando, pero lo hizo. Y estoy seguro de que yo era el siguiente de su lista.
Entonces les conté que un grupo de palestinos nos había ayudado a rescatar a Susan y a Isabel.
El vídeo de YouTube de la rueda de prensa acabó siendo trending topic en Twitter. Me alegré. La gente necesitaba conocer la verdad.
También apareció aquel lunes en las noticias de las seis en Estados Unidos, el Reino Unido y la mayor parte de países, por lo que pude leer más tarde en la red.
No diré que paramos una guerra, pero sin duda detuvimos una escalada de tensión. El bombardeo israelí de la mañana anterior había tenido como resultado el derribo de ocho cazas F-16 egipcios y la destrucción a modo de represalia de un nuevo puesto fronterizo israelí situado en el Sinaí. Pero los bombardeos israelíes previstos para el lunes no llegaron a producirse.
Aquel día, más tarde, según la televisión, un submarino iraní que navegaba por el mar Rojo regresó a casa sin incidentes.
No tengo ni idea de si, tal y como se rumoreaba, se había planeado un ataque coordinado sobre Israel para permitir que el ejército egipcio se hiciera con el poder posteriormente, pero desde luego era una posibilidad. Después leí que se habían investigado las fluctuaciones en el precio de las acciones antes de aquel fin de semana, y me pregunté quién más estaría implicado en las maquinaciones de aquel cabrón, y si alguien se habría beneficiado de ello. No sé si algo de lo que ocurrió ayudó a generar alguna plusvalía, pero lo dudo.
El lunes por la noche volamos de vuelta a Londres.
Dos días después, por la mañana, acompañé a Isabel a la primera de sus sesiones para tratar el estrés postraumático. Mientras aguardábamos en una sala de espera totalmente blanca, Isabel se volvió hacia mí con expresión seria.
—El médico de Jerusalén me dijo que tal vez no pueda tener hijos por todo lo que he pasado —dijo.
Abrí la boca. Pestañeé. Me sentí vacío, como si me hubieran arrancado algo de dentro. Sabía que había recibido varios golpes, uno de ellos en el estómago, y que la habían abofeteado, y que no comer ni beber en condiciones la había dejado debilitada, pero no había caído en la cuenta de lo graves que podían ser los efectos a largo plazo de todo aquello.
Entonces, extrañamente, recordé que al principio de nuestro viaje me había prometido contarme algo cuando regresásemos a Londres. Le pregunté qué era. Si creí que aquello iba a distraerla, no podía estar más equivocado.
—Iba a decirte que quería tener un bebé —respondió atropelladamente—. Era la primera vez en mi vida que realmente quería tenerlo, y lo sentía como una necesidad apremiante.
La puerta de la sala se abrió y un enfermero le hizo una seña. Se puso en pie y lo siguió con la cabeza gacha. Estoy seguro de que la oí llorar. Me levanté tras ella, pero se volvió, extendió la mano y negó con la cabeza.
Esperé una hora y media a que regresase y nos marchamos a casa en silencio.
La muerte de Mark también afectó a Isabel muy profundamente. Se sentía culpable, creía que el hecho de que estuviese muerto era culpa suya. Hablamos de todo aquello durante los días siguientes.
—La muerte prematura de alguien a quien querías siempre es una pérdida terrible —le dije una mañana mientras desayunábamos.
—La vida no es tan sencilla como en las novelas —fue su respuesta.
Aquella no fue una época fácil.
A la semana siguiente me enteré de que le habían dado el alta a Xena en el hospital. Se había recuperado con rapidez. Un amigo de Mark vino a vernos para contarnos cuándo iba a ser el funeral, y que el de Ariel ya se había celebrado. Se llamaba Henry Mowlam. Parecía saber mucho acerca de lo que nos había ocurrido.
No nos contó demasiado, pero sus preguntas eran muy interesantes. Nos preguntó qué conclusión sacábamos nosotros sobre el símbolo que aparecía en el libro. Le conté que lo habíamos encontrado en El Cairo, y que creía que era importante, pero que seguíamos sin conocer su significado.
Me preguntó si no había visto nada en El Cairo relacionado con su uso en servicios funerarios.
Le dije que no.
El funeral de Mark se celebró en Maidenhead. No fuimos al cementerio, ya que algunos de sus familiares nos miraban de reojo.
Era un héroe que había muerto por su país: esa era la respuesta que Isabel daba sobre Mark cada vez que nos preguntaban qué había ocurrido. Le contó a la gente que el Ministerio de Asuntos Exteriores nos había recomendado no dar detalles acerca de su trabajo.
Pero yo no tenía ningún problema en decir que había representado un papel importantísimo en el rescate de la doctora Susan Hunter. Se lo merecía.
La doctora Hunter estaba gravemente herida. La habíamos visitado en el hospital de Jerusalén, pero estaba inconsciente, y habíamos llamado por teléfono desde Londres todos los días hasta que volvió en sí.
Probablemente recuperaría la vista, aunque sus ojos habían sufrido graves quemaduras, pero pasarían otras dos semanas antes de que la buena noticia se confirmara. Una semana después de aquello la visitamos en el hospital de Chelsea y Westminster, adonde la habían trasladado.
Isabel le entregó los bombones de rosa y pistacho que le habíamos comprado y charlamos durante unos minutos. Susan estaba sentada en su habitación privada y parecía haberse recuperado casi por completo. Cuando la conversación se fue apagando, le pregunté qué había ocurrido con la traducción y el análisis del manuscrito que habíamos encontrado en Estambul.
—Le he pasado ese proyecto a un colega —dijo, con tono decepcionado—. No podía justificar mi permanencia en él. Hay presiones para acabar el trabajo. Pero seguiré siendo una de las consejeras del equipo que se va a ocupar de ello.
Isabel se removió en la silla, como si estuviera incómoda.
—Le he contado a Sean todo lo que hablamos en aquel horrible agujero de las montañas de Judea —dijo—. Me parece que no se cree ni la mitad de la historia —dijo sonriéndome—. ¿Puedes contarle lo que me dijiste a mí?
La doctora Hunter ni siquiera me miró.
—Estará todo en el informe —respondió.
Sabía que Susan había dicho que una parte de las páginas del manuscrito eran el acta original del juicio de Jesucristo, de mano del escriba oficial allí presente, y que más tarde habían sido cosidas al manuscrito que encontramos en Estambul.
Isabel me había contado que Susan estaba convencida de que aquello era auténtico.
Miré fijamente a Susan Hunter.
—Podría ser una falsificación —sugerí. La estancia en aquel agujero habría disminuido el escepticismo de cualquiera, pero eso no podía decírselo.
La doctora Hunter seguía mirando a Isabel.
—Hallazgos como este tardan años en verificarse —dije.
Ella no respondió. Me encogí de hombros. Me sentía aliviado. El descubrimiento de algo de importancia mundial, la verificación de la existencia de Jesús y de su muerte en la cruz, provocaría que todas las miradas se centrasen en nosotros el resto de nuestras vidas. El acta del juicio podría acabar en acaloradas discusiones, y la historia de cómo lo averiguamos manipulada y convertida en una sarta de mentiras.
Miré a la doctora Hunter. ¿Le incomodaba que hubiésemos ido a verla y que le hiciéramos todas aquellas preguntas?
—Deberíamos irnos —dije, inclinándome hacia Isabel.
Cuando me volví para irme, la doctora Hunter empezó a hablar.
—Yo soy la persona que verifica esos documentos, joven —dijo.
Me volví de nuevo hacia ella. Tenía la cara pálida, pero aire de determinación.
—Y volveré a verificarlos cuando se me pida. El manuscrito que encontrasteis, sin duda alguna, contiene un testimonio de primera mano del juicio de Jesús. Se ha comprobado que el pergamino es del período correcto; eso quedó probado con el pergamino que Kaiser encontró en Jerusalén, y el estilo cursivo del texto es el adecuado. Incluso la tinta tiene la composición química que debe tener.
—¿Entonces cuánto tiempo tardará en publicarse el informe oficial sobre el manuscrito? —pregunté.
—Podrían pasar años —dijo—. Esto despertará una gran cantidad de intereses académicos. La descripción del desarrollo del juicio es diferente a la que aparece en la Biblia.
Abrí la boca, asombrado.
—¿Significativamente?
Ella asintió.
—Sugerir una leve variación con respecto a lo que está escrito en la Biblia le podía costar la hoguera a cualquiera hace unos cuantos siglos. Y sigue habiendo gente ahí fuera que se pone violenta cuando se le intenta refutar aquello en lo que cree.
—¿Y por qué iba a estar en Estambul? —preguntó Isabel.
—Se pudo haber enviado un acta del juicio de Jesús desde Jerusalén a Constantinopla antes de que Jerusalén cayese en manos del islam. Constantinopla gobernó durante siglos el imperio del que Jerusalén formaba parte —explicó la doctora Hunter—. Tengo que pediros que no le contéis a nadie lo que os he dicho —dijo recolocándose en la cama para inclinarse hacia delante—. Y tened en cuenta que si alguien se pone en contacto conmigo, no voy a confirmarle nada de esto. La gente sencillamente tendrá que esperar a que se publique el informe.
—¿Por qué tanto secretismo? —preguntó Isabel.
Susan tomó aire profundamente.
—Todo esto traerá consecuencias, querida. La cristiandad hoy en día posee gran cantidad de dinero y poder, igual que sus enemigos. Simplemente estoy siendo cauta.
Entonces comprendí por qué Susan se había mostrado reacia a hablar. Tenía miedo.
—No se lo contaremos a nadie —dijo Isabel.
—La gente merece saber lo que se ha averiguado —repuse yo—, ¿no os parece?
Susan parecía pensativa.
—Si reveláis algo, por favor no mencionéis mi nombre, ni el de mi colega. Por favor.
Ambos asentimos.
Isabel y yo nos sentamos en la luminosa y concurrida cafetería del hospital a charlar largo y tendido sobre todo aquello.
—Si se le da publicidad a esto, no podrán ocultar la verdad —dije.
—¿Tienes alguna sugerencia? —preguntó.
Me incliné hacia ella y empecé a hablar. Me dolía la cabeza. Aún no me había recuperado de todas mis heridas. Todavía notaba la piel tirante y dolorida en algunas zonas, pero lo primero en lo que pensaba cada mañana al despertar era en el alivio que suponía que hubiésemos escapado del lío en el que nos habíamos metido.
—Lo importante es que nuestros nombres no se asocien con todo esto —dije.
—Me alegro de que vayas a escribir todo lo que ocurrió —dijo—, pero prométeme que no vas a publicar nada hasta que se demuestre que te equivocabas.
—Lo prometo.
—De acuerdo.
Isabel asintió complacida. Estaba pálida, y no demasiado preocupada por lo que yo estaba sugiriendo.
Yo estaba preocupado por ella. Y resultó que tenía una pregunta que hacerle.