Uno de los palestinos disparó una ráfaga. Se oyeron más disparos. Sabía dónde estaba el atacante, pues el destello naranja era inconfundible.
Entonces empezó a llover como si alguien hubiese enviado un diluvio siguiendo órdenes preestablecidas.
En ese momento supe lo que tenía que hacer. Lo que podía hacer.
Sus opciones de verme, de oírme, serían mínimas bajo la lluvia y en plena oscuridad si me agachaba.
El verdadero peligro vendría cuando me acercase más a él.
Me rocé las manos con las piedras y los arbustos espinosos mientras avanzaba hacia el lugar en el que había visto el destello.
Entonces se oyó una descarga de disparos.
Mi cerebro se debatía contra el impulso instintivo de ponerme a cubierto para sobrevivir, pero no podía hacerlo.
Tenía que seguir adelante. Aquella era mi oportunidad. Su presencia allí significaba que Isabel también estaba allí. Y posiblemente viva. Y lo más probable era que él la quisiese muerta. Y también a Susan, si es que estaban juntas. No podía esconderme.
Tenía que encontrarlas.
Me raspé un tobillo contra la piedra. Reprimí el dolor y seguí avanzando. Delante de mí había una fila de rocas, un reguero de restos de lava.
Entonces fue cuando pasé junto a la acacia y sus espinas se me clavaron en el brazo, atravesando el mono. Me detuve, chorreando por la lluvia y casi en cuclillas. No salió ni un sonido de mi boca, a pesar de que quería gritar. Las espinas se habían clavado profundamente.
Se oyó cómo alguien recargaba una pistola; era un sonido inconfundible.
Estaba cerca.
Tiré de mi brazo para desengancharlo del arbusto, pero no salía. Mi piel se desgarraba a medida que tiraba. Me esforcé muchísimo para no proferir ni un ruido, ni realizar ningún movimiento brusco. Mis ojos eran apenas hendiduras bajo la lluvia que me empapaba. Olía a tierra mojada y notaba el agua escurriéndoseme por el cuello. Las gotas se estrellaban con fuerza contra mis hombros y caían en grandes trombas que barrían el valle y todo lo que contenía.
Tenía una de las manos apoyada en una tosca roca y la otra colgaba a un lado de mi cuerpo tras haberla arrancado del arbusto. Me dolían los músculos de las piernas. Tenía la garganta contraída y notaba un picor que enseguida se convertiría en tos. Algo me picaba dentro del pecho.
Entonces un disparo surcó el aire.
¡Le estaba disparando a algo! La bala rebotó en una piedra a lo lejos. Volví la cabeza lentamente. Estaba detrás de una roca situada a mi izquierda, a unos dos metros de distancia. Parte de la sombra que arrojaba la roca era él, tenía que serlo. Entonces la sombra se movió y me di cuenta de que el cielo estaba más claro detrás de él.
La luna estaba a punto de volver a asomar por un claro entre las nubes.
Me vería.
Tenía un segundo, o tal vez dos, para decidir qué hacer. Mi cabeza estaba a la altura de su cintura. No era una buena posición para lanzar un ataque. Además, sabía lo fuerte que era.
No iba a ser capaz de vencerlo con facilidad.
Palpé cautelosamente con la mano dolorida entre las piedras que rodeaban mis pies buscando la de mayor tamaño mientras las gotas rebotaban en ellas. Empuñé aquella roca mojada como si de un puñal se tratara y comencé a avanzar lentamente.
Un paso. Otro.
Me dolían los gemelos.
La sombra estaba justo al otro lado de un matorral.
Me arrojé de un salto sobre él, como un gato, recorriendo los tres pasos que nos separaban en un tenso segundo.
Lo golpeé con la piedra en el lateral de la cabeza.
Rugió de dolor, pero se abalanzó sobre mí como si me hubiese oído acercarme. Algo me golpeó en la mejilla con un sonido metálico.
Intenté golpearlo en la cabeza de nuevo con la piedra, pero fallé. Él agitaba los brazos y volvió a quejarse:
—¡Aaaaaahhh!
Entonces un disparo salió de su arma y un golpe de aire ardiente me pasó rozando el brazo. Forcejeamos frenéticamente. Yo no sabía qué parte de su cuerpo estaba agarrando. Agitaba ampliamente los brazos y su cuerpo se sacudía. Un fuerte golpe me alcanzó en un lado de la cabeza. Vi estrellas amarillas y naranjas, pero no lo solté. Entonces oí una voz que me sonó a celestial.
—¡Socorro, socorro, estoy aquí abajo!
¡Era la voz de Isabel! ¡Estaba viva! Me apresuré a agarrarlo aún más fuerte.
Rodamos por el suelo aferrados como locos el uno al otro, retorciéndonos, utilizando todos nuestros músculos para no dejarnos vencer por el otro.
Entonces noté que me faltaba el suelo bajo los pies. ¡Había un agujero en la tierra!
Un golpe estremecedor me impactó de nuevo en la cabeza y me nubló la visión. Tenía polvo en la boca. Mi cráneo crujió como si se le hubiese soltado algún fragmento. Me retorcí y lo agarré mientras el dolor me atenazaba, iba a golpearme de nuevo. Mis piernas pendían ya por el agujero y él me empujaba por los hombros. Iba a arrojarme dentro. Resbalé y él gruñó triunfante.
—Estoy aquí abajo —insistió Isabel.
Tiré de él hacia atrás, hacia mí. Mis piernas ya estaban bien metidas en el agujero. No tenía ni idea de lo profundo que era, pero no me importaba. ¡Tenía que meterlo allí dentro! Incluso aunque aquello nos matara a ambos.
Las oportunidades de Isabel de seguir con vida al día siguiente serían mucho mayores si él estaba muerto. Caímos en la oscuridad agarrándonos como locos en el aire hasta que aterrizamos juntos sobre algo en medio de una nube de polvo.
Una masa de arena me cegó. Había caído de lado y yacía en una posición extraña, con algo que se me clavaba.
Estaba sobre una reja rota llena de polvo y palos. No, no eran palos, ¡eran huesos! ¡Tibias, peronés, fémures, cráneos! Y a mi alrededor había trozos grandes de lo que parecía una gruesa corteza que cubría los huesos.
—¡Sean, Sean! —gritó Isabel—. ¡Levántate! ¡Levántate!
Me incorporé agarrándome a uno de los palos. Era grueso, liso y con el extremo nudoso. Oí un quejido y vi una sombra que se alzaba ante mí.
La habían escondido en una fosa común en la que se almacenaban huesos. ¿Por eso los árabes no habían buscado en aquellos agujeros? ¿Estaban fuera de su jurisdicción?
La cabeza me daba vueltas y me dolía todo el cuerpo. La pálida luz de la luna se colaba en el interior del agujero junto con la lluvia.
—¡Cuidado! —gritó Isabel.
El hombre balanceaba algo en el aire, como si se estuviese abriendo paso entre los dos. Di un paso hacia él, moviéndome de forma extraña sobre aquella capa de huesos que me llegaba hasta la rodilla.
Isabel estaba tras él.
Vi su rostro, pálido como una hoja de papel, tenuemente iluminado por la lluvia bajo la luz de la luna. Se estaba moviendo.
Se abalanzó sobre él a toda velocidad en cuanto se giró. Por un instante creí que él ni se inmutaría, pero entonces cayó hacia mí como un árbol talado.
Blandí en el aire el hueso, sosteniéndolo por el lado más grueso. No era una gran arma, pero serviría. En cuanto vi su cabeza cerca de mí y sus brazos agitándose tratando de defenderse, golpeé con todas mis fuerzas el hueso contra su cráneo.
Su cuerpo se sacudió. Volví a golpearlo y se oyó un sonoro crujido. El hueso se rompió en mil pedazos en mi mano. Su cráneo tenía que estar roto también.
Se desplomó retorciéndose y sufriendo espasmos entre el polvo, el hedor, las partículas y el montón de restos desperdigados que formaban aquel osario, aquel vertedero que había quedado al descubierto a nuestro alrededor.
Me faltaba la respiración, me ardían los pulmones y la cabeza me retumbaba con sacudidas de dolor.
Entonces una eufórica oleada de alivio me envolvió. Estaba temblando por el esfuerzo de la pelea; mi cuerpo era incapaz de permanecer quieto.
Pero habíamos ganado. ¡Habíamos ganado!
El cabrón estaba muerto.
¡E Isabel estaba viva!
Nos abrazamos en el centro del hoyo. Por el rabillo del ojo seguía mirando a aquel hijo de puta, pero estaba quieto. Cerré los ojos un segundo.
Oí un leve crujido y aparté a Isabel.
Venía hacia nosotros con un trozo de cráneo roto en la mano. Lo dirigió hacia mi rostro y yo me incliné hacia atrás. Lo oí pasar junto a mi cara con un silbido y vi brillar el borde a un par de centímetros de mi globo ocular.
Aullaba como un lobo herido, un animal dolorido preparándose para la venganza.
Le salía sangre por los ojos y se le escurría por la cara. Tenía la boca abierta y los labios hinchados, morados y ensangrentados.
Me abalancé sobre él con la intención de propinarle un puñetazo en la nariz. Una sacudida de dolor me recorrió el brazo.
—¡Acaba con él, Sean! —gritaba Isabel.
Me salpicó un chorro de la misma sangre que rebosaba de sus ojos. Abrió la boca de una forma imposible, como si quisiera morderme. Volví a golpearle la nariz con fuerza, a hundírsela en el cráneo, y noté que algo se astillaba. Se bamboleó como un roble talado y cayó de espaldas sobre el montón de huesos. Me quedé mirando, esperando, con el corazón latiendo a toda velocidad, mientras su sangre se derramaba por el agujero de huesos y cartílago que había sido su nariz y se extendía por todo su rostro.
Esta vez no se levantaría.
Se oyó un grito desde arriba. Levanté la vista y pude ver un tocado árabe contra la luz de las estrellas. Luego se oyó otro grito.
Hice un gesto con la mano, como saludando, y la cabeza desapareció.
Ahora Isabel me abrazaba, cada vez más fuerte. Entonces unos dolores tremendos se extendieron por el interior de mi cabeza y uno de mis costados. Me apoyé sobre una pierna. La otra me estaba matando. Isabel me apretó como si no quisiera soltarme nunca más.
No dijimos nada.
La luz de la luna se filtraba en el interior de la cueva. Pude distinguir a la doctora Susan Hunter, que yacía un poco más allá, donde el suelo no estaba roto. Parecía como si aquel fuese el verdadero suelo de la cueva hasta que caímos allí dentro y lo rompimos todo.
Nos separamos y me acerqué al bastardo con el que había luchado a vida o muerte. No parecía respirar. Su cabeza formaba un ángulo extraño y miraba fijamente hacia el cielo. Una enorme araña le recorría el rostro. Se detuvo en su ojo abierto y ensangrentado y luego caminó por su globo ocular. Ni siquiera pestañeó.
—¿Susan está viva? —pregunté con suavidad.
—Sí, pero no le queda mucho. ¿Podemos pedirle una ambulancia?
—Tan pronto como salgamos de aquí.
—Dejemos a este cabrón aquí para que se lo coman los escorpiones —dijo.
Una cuerda asomó por el agujero. El árabe que la sujetaba desde arriba nos hizo gestos para que nos atásemos la cuerda alrededor del cuerpo.
Yo seguía temblando violentamente, pero empezaba a sosegarme, igual que el zumbido de la sangre en mis oídos.
Miré a mi alrededor. La lluvia estaba cesando. Quería salir de allí. El agujero en el centro del techo parecía la pupila de un ojo gigante.
Una gruesa capa de polvo flotaba en el aire. Los huesos que nos rodeaban presentaban un aspecto extraño, densamente acumulados en algunas zonas y extrañamente alineados en otras, como si algún artista demente obsesionado con la muerte los hubiese dispuesto para una exposición. Vi arañas recorriéndolos; no demasiadas, solo dos o tres, pero las suficientes para ponerme alerta.
Subieron a Isabel primero. Luego a la doctora Hunter, que seguía inconsciente. La rodeé con la cuerda y la sostuve hasta que empezaron a subirla.
Cuando nos hubieron sacado a todos, eché un último vistazo al interior del agujero antes de alejarme renqueando. El dolor de mi cabeza era ahora como un latido en la parte posterior, como si me fuese a explotar.
No sé si fue una ilusión óptica, pero tuve la impresión de que su cabeza se movía. ¿Había vuelto en sí?
Entonces vi los escorpiones sobre su rostro. Debía de haber como una docena y tenían la cola flexionada. Estaban comiendo. Entonces volvió a mover la cabeza, como si intentase quitárselos de encima.
Pero cuando se quedó quieto, seguían allí. Luego vi más escorpiones correteando hacia su rostro. Un final de lo más adecuado.
Los palestinos que nos habían sacado de allí cargaron con la doctora Hunter. Oí gritos. Sonaba como si alguien estuviese discutiendo por teléfono. Entonces, a lo lejos, vi las luces de un vehículo que se aproximaba despacio.
Isabel estaba a mi lado. Llegamos junto al coche de Ariel y nos quedamos esperando. Estaba cerrado. No teníamos modo alguno de entrar. La lluvia seguía cayendo con suavidad, pero no me importaba.
Estreché a Isabel entre mis brazos. Yo estaba temblando y ella también. Se estremecía como si estuviese enferma; este no era un abrazo tierno: su cuerpo estaba tieso como el acero.
Y yo estaba exultante porque todo había terminado.
Y porque los dos estábamos vivos.