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Oí disparos allá delante.

—Nosotros no tenemos armas que hagan ese ruido —dijo el jinete azuzando al caballo para que apresurara el paso. Aun así, el animal mantuvo la cabeza gacha como si olisquease el oscuro suelo mientras avanzábamos.

Otro disparo. Luego otros dos.

—¿No podemos ir más deprisa? —pregunté.

Ni siquiera íbamos a medio galope, sino al paso.

—¿Quieres que mi caballo se rompa una pata?

—Te compraré uno nuevo.

—No puedes comprarme un caballo mientras montamos a este.

Quería gritarle, pero me contuve. Aquel trayecto estaba siendo una agonía. Tal vez aquellos disparos procediesen del lugar en el que se encontraba Isabel. Aquel maldito cabrón estaba disparándole a alguien. ¿O lo habría descubierto alguien más? ¿Sería un tiroteo? Los minutos siguientes se me hicieron eternos.

—Bájate. Tu coche está ahí delante. Aquí es adonde querías venir.

Desmonté del caballo. Le temblaban los músculos de las patas. El jinete volvió la cabeza hacia atrás, primero hacia un lado y luego hacia el otro. Su caballo también debía de haber detectado algo, porque se movía inquieto, torpe.

Entonces otros tres jinetes nos alcanzaron, todos hombres. Dos de ellos llevaban tocados árabes. El cielo estaba más oscuro, cubierto de densas nubes. La luna estaba baja y se divisaba hacia el sur, donde las nubes aún no habían llegado. Los detalles, especialmente los del suelo, resultaban difíciles de distinguir. Las sombras imperaban.

Distinguí el oscuro bulto de nuestro coche y me dirigí hacia él.

Sonó un disparo.

El jinete, el hombre que había cumplido su palabra, que me había llevado hasta allí, se desplomó hacia delante y cayó al suelo sin apenas emitir un sonido. Los demás jinetes se habían apeado de sus caballos y habían corrido a esconderse entre las rocas antes de que el cuerpo llegase al suelo.

Me agaché y escudriñé la oscuridad a la espera del siguiente destello.

El corazón me latía a toda velocidad. Estaba cerca.