Isabel se había rendido. Se había pasado horas y horas golpeando la pared de la caverna, y también el suelo. Había descubierto que provocaba eco.
Esperaba que alguien la oyese y viniese a por ella, pero no había sido así. Ahora estaba sentada otra vez en el suelo, con la espalda contra la fría roca.
Tenía la boca tan seca como la piedra que la rodeaba. Notaba la lengua enorme y áspera, y la garganta parecía a punto de cerrársele.
Había caído en un sueño intermitente y se había despertado con un punzante dolor de cabeza. El cuerpo inerte de Susan seguía a su lado.
Sabía que Susan estaba al borde de la muerte y se sentía mal por el temor que le causaba lo que ocurriría después. Uno de los cursos que había hecho para graduarse en biología profundizaba con demasiado detalle en lo que ocurría después de la muerte.
El aire ya se había enrarecido por completo. Pero en las veinticuatro horas siguientes a la muerte de una persona las bacterias del interior de los intestinos comienzan a devorar a su huésped y se extienden por todo el cuerpo. Isabel no iba a poder ver las enormes manchas verde y púrpura que asomarían a la piel de Susan cuando las bacterias la invadiesen, pero el asfixiante olor a gas rancio que emanaría de su cuerpo hablaría por sí solo.
Y entonces la oscuridad sería funesta. Los insectos más diminutos de la zona, así como sus primos mayores, escarbarían hasta la caverna y se darían un festín. Y a medida que creciesen en número, y cuantos más huevos pusiesen, mayor sería su radio de búsqueda de alimento.
No quería estar viva cuando eso sucediese.
Al final tenía que ser una decisión fácil de tomar. No había esperanza alguna. Creer otra cosa era sencillamente autoengañarse. Si no podía encontrar un modo de llegar a la abertura del techo, no sería capaz de atraer la atención de nadie. Además, una horda de insectos estaba en camino; no había otra repuesta posible.
Pero una cosa era tomar la decisión y otra muy diferente llevarla a cabo.
Aunque contaba con un arma buena para hacerlo. Cogió la roca y la palpó entre sus dedos. Tenía quince centímetros de largo, diez de ancho y ambos extremos recortados. Para asegurarse de que moriría a la primera con un golpe autoinfligido necesitaba que este fuese muy potente. Pero al menos sabía cuál era el mejor punto para hacerlo: en el hueco situado justo encima de los ojos.
El córtex frontal estaba detrás, y un golpe certero la dejaría inconsciente y la mataría.
Pero tenía que hacerlo con todas sus fuerzas porque ¿qué ocurriría si no moría? ¿Estaría tendida en el suelo, con daños cerebrales permanentes, cuando los insectos la encontrasen?
Sopesó la piedra en la mano y le dio un pequeño golpe contra el suelo. A continuación la golpeó más fuerte para comprobar si se rompía con facilidad. Ojalá no se hubiese quitado el cinturón de los vaqueros. Lo podría haber apretado fuerte en torno a su garganta para quedarse sin sentido. La asfixia acabaría con ella seguro.
Pero no servía de nada pensar en «qué pasaría si…», en Sean, en la vida que habrían podido tener.
Oyó un ruido.
Eran los insectos. El olor debía de haberlos atraído, y acudían rápidamente.
Se levantó a toda prisa, tambaleándose hacia los lados. Tenía algo en el pie. Sacudió las piernas con repulsión y se le saltaron las lágrimas. Entonces oyó otro ruido. ¿Estaban en el techo? Miró hacia arriba y vio un montón de ojos rojos.
Respiraba de forma entrecortada y un temblor helador la recorría de arriba abajo. Extendió las manos, giró, pateó el suelo… La oscuridad era lo peor. Al menos si puedes ver a tu enemigo tienes una oportunidad.
Tenía que hacerlo: tenía que actuar. No iba a quedarse escuchando cómo la devoraban.
¿Estaba bien quitarse la vida?
Podía rodar, girar sobre sí misma. Mataría a muchos.
Pero luego vendrían más.
Y la picarían, la morderían. Las hordas de escorpiones de aquella zona envuelven a cualquier presa de mayor tamaño que ellos en redes después de inmovilizarla, para mantenerla caliente y viva. Luego depositan sus huevos en su interior, en las partes más blandas del tejido.
Se había planteado no viajar a Jerusalén después de leer aquello.
Debería hacer hecho caso a su instinto.
Apretó la piedra con fuerza, acariciando los afilados bordes.
¿Qué era aquello? ¿Era producto de su imaginación?
No.
Sintió como si un peso se le quitase de encima. ¡Venían a salvarla! La bola de ansiedad que tenía dentro explotó. Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro y una temblorosa oleada de alivio invadió cada parte de su cuerpo.
Incluso cuando lo oyó gritar no pudo dejar de llorar.
Agachó la cabeza con decepción mientras él rugía y su esperanza se apagó como una vela derretida.
Cuando volvió a abrir los ojos pudo distinguir a Susan Hunter delante de ella, en el suelo ahuecado de la cueva. Su cuerpo parecía engullido por ella.
—Ponte en el medio, donde pueda verte —dijo, como siempre, con voz dura—. Te tiraré un poco de agua.
Ella se quedó quieta. La idea de beber agua le había abierto la garganta, como si ya la tuviese en la boca. Pero sabía que había muchas posibilidades de que le estuviese mintiendo.
—Tírala —repuso ella con voz ronca—. No me puedo mover.
—Acércate —insistió él.
Aún tenía la piedra en la mano. Se inclinó hacia delante y pudo ver su silueta contra el cielo estrellado, una cortina recortada de destellos, una sombra púrpura que contrastaba con la negrura subterránea del techo de la caverna.
Tenía algo en la mano. ¿Qué era?
Isabel se inclinó un poco más. Brillaba. ¡Era una pistola! Le arrojó la roca, pero no alcanzó siquiera el agujero.
Una explosión naranja iluminó la cueva.