59

Sentí agua en la cara y me desperté con un respingo. La sensación de ardor en la garganta me provocaba arcadas. Traté de incorporarme, pero no pude.

Estaba rodeado de humo y la piel me ardía. En la boca notaba sabor a quemado. Algo me atravesó el pecho y los brazos estirados al intentar levantarme. Volví la cabeza.

Sabía lo que aquel hombre había hecho.

Estaba atado sobre el carro de madera y el humo se elevaba a mi alrededor. Lo había empujado hasta el fuego y empezaría a arder en cualquier momento. Y yo también.

El dolor que me causaba el calor transmitido por la madera hacía que mi cuerpo se retorciese. El humo se había colado en mis pulmones y revoloteaba sobre mí de un modo demoníaco.

Me encontraba en un lecho de sufrimiento. No me quedaba mucho tiempo de vida. En cuanto el fuego prendiese la madera, me calcinaría.

Oí una risa.

Intenté levantarme de nuevo, forcejeando para liberarme de mis ataduras. No fue buena idea: me había atado con alambre. Lo único que podía hacer era arquear el cuerpo para alejarlo de la madera caliente y apartar de ella las rodillas.

Oí una voz:

—Morirás lentamente, Sean Ryan. Y cuando estés bien tostado, te cortaré en pedazos.

—¡Vete al infierno! —grité—. ¡Vuelve al lugar de donde procedes! —Tosí. No iba a gritar de dolor; no pensaba concederle aquella victoria.

—No vengo del infierno —respondió riéndose, el muy cabrón—. Tu Dios único y verdadero quema vivos a quienes lo contrarían.

El dolor invadió todo mi cuerpo.

De repente sentí la necesidad de orinar. Dejé escapar el líquido, pues no lo quería hirviendo en mi interior. Se formó a mi alrededor una nube de humo ácido.

—Pronto tus pulmones se licuarán —dijo la voz—. Los echarás por la boca antes de morir. No tienes manera de salvarte. No debiste entrometerte.

Me ardía el pecho, sentía un peso en él, como si su predicción empezase a cumplirse ya. El dolor de las muñecas me estaba consumiendo. Las retorcí. Ahora formaban un ángulo extraño que me provocaba un auténtico calvario. Pero no tenía elección. Tenía que comprobar hasta dónde podía moverlas.

Y aun así, no grité.

Traté de sacudirme, de mover el carro bajo mis pies, pero lo único que conseguía era enterrar aún más el alambre en mi piel. Y además estaba empezando a transferir el calor del carro, como si condujese la electricidad. Y seguí sin gritar.

Pero en ese momento supe que toda esperanza se había esfumado.

El tiempo se ralentizó.

Todos mis sentidos estaban embotados por el chisporroteo, el denso humo, su sabor a carbono, las oleadas de calor en mi piel y la espeluznante certeza de que moriría pronto.

Cerré los ojos. Tal vez estuviese muerto, pero Isabel aún tenía una oportunidad. A lo mejor mi muerte ayudaba a salvarla a ella dándoles tiempo a los palestinos para venir y atrapar a aquel bastardo.

Me agarré a aquella pequeña esperanza mientras el humo me engullía. Al menos su voz burlona se había esfumado.

Entonces se oyó un enorme y estremecedor rugido que me envolvió.

La humareda se aclaró durante un maravilloso instante y el viento azotó mi piel con una fantástica sensación de frescor, como si me estuviesen acariciando las alas de un ángel.

¿Sería todo aquello fruto de mi imaginación?

¿Se estaba aproximando la muerte?

No, no era eso. Se oyeron gritos. Tosía con violencia a causa del humo que lo invadía todo. Entonces noté que me movían.

De repente estaba lejos del fuego y sentí algo alrededor de las muñecas y los tobillos, mientras alguien me gritaba algo en hebreo al oído.

Reconocí una palabra: «¡Médico!».

Seguía tosiendo cuando me levantaron del carro. Esperaba que la mitad de mi piel se quedase pegada a él, casi pude sentir cómo ocurría, pero aparte de la ropa carbonizada en mi espalda y de la rojez y aspereza de mis manos a causa de la quemadura, había tenido suerte.

Todo mi cuerpo estaba tiznado por el humo o rosado por el calor. Algunas partes estaban arrugadas y doloridas, pero solamente estaban ligeramente tostadas, no calcinadas.

El helicóptero de la fuerza aérea israelí que había aterrizado en el campamento había sofocado el fuego y el humo. Había estado a las ardientes puertas de la muerte y se habían abierto para salvarme, pero aún seguía allí.

Una sensación de euforia y alivio me recorrió las venas.

—¿Había alguien más en su grupo? —seguía preguntando alguien. Era una militar israelí vestida de negro, atractiva, con el cabello negro y rizado y una brillante piel morena.

¿Dónde estaba Isabel?

—¿Había alguien más en su grupo?

No comprendía lo que me decía. Estaba vivo. Volvía a tener un futuro. Había burlado a la muerte.

Instantes más tarde me levantaron, retiraron los restos de ropa calcinada y me pusieron un mono azul marino hecho de un extraño nylon elástico. Notaba como si tuviese una gruesa capa de crema grasienta en su interior. No me importaba: me refrescaba la piel como el agua fría.

—¡Túmbese! —gritó alguien. Me agaché, tambaleante, me senté junto a una camilla y un escalofrío me recorrió mientras mis músculos reaccionaban a la tensión a la que habían estado sometidos.

—¿Había alguien más con usted?

Por fin comprendí:

—Isabel. Sigue ahí fuera —dije señalando el valle rocoso.

Intenté levantarme y me recorrió otro escalofrío. Me senté. Me levantaría en cuanto cesase la sacudida. El helicóptero estaba cerca. Sus aspas giraban lentamente agitando los arbustos de alrededor.

—¿Dónde? —preguntó la mujer, arrodillada junto a mí.

Sentí una gran oleada de esperanza.

—¿Cómo me han encontrado?

Miró hacia arriba. Había otro israelí de rostro bronceado junto a nosotros, con aspecto de agente de policía. Llevaba una gorra con una insignia roja y charreteras con barras azul pálido, y me miraba fijamente.

—Nuestro equipo de reconocimiento estaba buscando a su grupo y localizaron un fuego.

Ariel debía de haber comunicado a sus superiores adónde se dirigía. Una de las cosas que más temían la mayoría de los oficiales de alto rango israelíes era ser responsables del secuestro de uno de sus soldados.

—¿Han visto a alguien? —pregunté.

—Había alguien aquí cuando comenzamos el descenso, pero cuando lo sacamos de ese fuego ya se había ido —respondió él.

Había escapado.

—¿Sabe dónde está su amiga? —La mujer estaba acuclillada junto a mí y sonaba exasperada, como si me hubiese estado preguntando una y otra vez sin recibir respuesta.

Me incorporé, apoyándome en una mano. Estaba a medio camino de la verticalidad cuando ella reaccionó:

—Siéntese. Nos vamos al hospital —dijo con tono cansado.

—No, yo no voy. Estoy bien. Solamente estoy cubierto de hollín, eso es todo. —Me froté un poco las manos, pero la negrura estaba bien aferrada a ellas. Tenía la piel áspera, pero el dolor abrasador había sido sustituido por un embotado palpitar. En comparación con la sensación que había tenido con el fuego cerca, aquello casi se agradecía.

—Sé dónde está, pero no sé explicárselo —dije negando con la cabeza.

Ella se encogió de hombros.

—Pues muéstrenoslo. En un mapa.

—No, no, voy con ustedes —repuse sacudiendo la cabeza una y otra vez—. No puede haber ningún error. No me importa lo que me ocurra, ¿entiende? —dije señalándola con el dedo.

El dolor que sentía en las manos era considerable, pero podía apretar el puño y doblar los dedos por completo, y no tenía la piel resquebrajada.

Volví a señalarla apretando los labios y parpadeando como un idiota. No iba a permitir que me quitasen de en medio. Yo estaba vivo, pero no tenía ni idea de cómo estaba Isabel. Aquel cabrón era capaz de cualquier cosa.

Ella negó con la cabeza, irritada.

—Tenemos casos como el suyo de vez en cuando. Me sorprendería que durase una hora. —De una bolsa que llevaba colgada del cinturón sacó un recipiente plateado que contenía algún bálsamo. Metió los dedos en él y sacó una buena cantidad—. Frótese las manos y las muñecas con esto —dijo extendiendo la mano—. Si es capaz de hacerlo, aguantará un rato.

La primera sensación que tuve al contacto con el bálsamo fue un calor helador. Luego un horrible dolor me subió por los brazos mientras me extendía la crema. Me costó mucho mantener la expresión impertérrita.

—¿Han encontrado a alguien más vivo? —Dentro de mí albergaba un hilito de esperanza de que Mark, Ariel o Xena hubiesen sobrevivido, de que me hubiese equivocado con respecto a sus heridas.

—Una mujer palestina y una africana están vivas, pero heridas. Mis colegas las están atendiendo. Hay cinco personas muertas.

Tragué saliva. Tenía la boca llena de hollín. Era nauseabundo.

—Estoy listo. —No era el momento de ponerse sentimental.

—¿Nos va a mostrar dónde está su amiga?

—Sí.

Miró al policía que estaba a nuestro lado, que asintió, consultó su reloj e hizo una señal con los dedos. Ella me apuntó al pecho con el dedo índice mientras me advertía:

—Ahora escúcheme bien. Haremos lo posible por encontrar a su amiga, pero si nos topamos con resistencia local tendremos que marcharnos, y usted vendrá con nosotros. ¿De acuerdo?

—¿Por qué coño vamos a marcharnos?

—Somos un equipo clandestino. No hemos venido aquí para vigilar las colinas. Enviaremos un equipo sobre el terreno tan pronto como se haga de día. Ellos coordinarán la búsqueda con los palestinos. Tiene cinco minutos para encontrar a su amiga, es todo lo que puedo darle. Tenemos que salir de aquí enseguida.

No tenía sentido discutir.

Estaban metiendo una camilla en el helicóptero cuando nos internamos en la oscuridad. Las hélices no dejaban de girar. Estaba listo para despegar. ¿Cuánto tiempo esperarían?

Más allá del helicóptero todo era negrura. Fuimos cuatro los que nos alejamos del helicóptero y de los restos del campamento. Otro soldado vestido de negro se había unido a nosotros. Esperaba que hubiese más.

El de mayor edad le hablaba a un micrófono mientras regresábamos a paso ligero por el camino que habíamos recorrido con los jinetes. Volví la vista hacia el helicóptero. Lo único que lo delataba era el rumor de las hélices girando lentamente. De no ser por aquel leve ruido, resultaba imposible decir dónde estaba.

Las estrellas y la luna creciente iluminaban el camino ante nosotros. ¿Estaba loco por albergar esperanzas?

Pronto habíamos recorrido medio camino en dirección al coche. Las rocas y los arbustos no eran más que sombras y bultos.

Me aterraba lo que les había ocurrido a Mark, Ariel y Xena. Por mi mente pasaban una y otra vez rostros y retazos de conversaciones. Una oleada de sentimientos me atenazó. La ira se mezclaba con la tristeza y con el miedo por lo que le hubiese podido ocurrir a Isabel.

Tuve la repentina necesidad de volver atrás en el tiempo. Aquel instante en el que Mark se había despedido de nosotros en la frontera y nada de aquello había sucedido aún se me antojaba muy cercano y, precisamente por eso, prácticamente inalcanzable.

Recordé lo que Xena había dicho acerca del símbolo, cómo lo había dibujado en el suelo. ¿Sería capaz de encontrarlo? ¿Realmente lo habían puesto allí para marcar el lugar en el que tenían a alguien retenido? Apuré el paso adelantándome a los demás. No me importaba dejarlos atrás.

De repente se oyó un grito más adelante, entre las sombras. Luego la misma voz áspera gritó:

—¡Alto!

Me quedé quieto escudriñando las sombras. Entonces miré hacia atrás. Los israelíes se habían ocultado tras unas rocas de gran tamaño. Vi el brillo de una pistola automática.

—¡Regrese aquí! —susurró el policía israelí—. ¡Le cubriremos!

¿Iba a sugerir que regresásemos al helicóptero y nos marchásemos? ¿Que esperásemos a que llegase el equipo sobre el terreno? No podía culparlo. La presencia del ejército israelí en aquel lugar solo conseguiría empeorar las cosas con los palestinos.

Sin embargo, en lugar de retroceder, levanté las manos y di un paso adelante.

Isabel estaba cerca. Lo sabía.

No pensaba abandonar. No me importaba lo que me ocurriese. Nada en absoluto.

Sentí en la mejilla el aire de la bala que me pasó rozando. También oí el ruido del disparo, lo cual significaba algo importante: aún estaba vivo. Quienquiera que hubiese disparado en mi dirección o bien era un gran tirador y había fallado a propósito, o bien estaba tratando de afinar su objetivo.

Levanté el pie, tembloroso.

Lo apoyé en el suelo para seguir avanzando mientras hablaba en voz alta, con los puños dolorosamente apretados y percibiendo un leve olorcillo a pólvora mientras en la distancia seguían resonando las aspas del helicóptero al girar.

Oí un ruido un poco más adelante. Aún sentía el sabor a humo en la boca, como un veneno.

—Voy a buscar a mi amiga. No intenten detenerme.

La siguiente bala se enterró en el árido suelo a centímetros de mis pies y levantó una pequeña nube de polvo que se estrelló contra mi mejilla.

—¡Regrese! —gritó alguien.

Una insistente voz dentro de mí decía: Haz lo que te dicen, no seas estúpido.

Avancé otro paso más. Al hacerlo, noté una gélida sensación en el interior de mi pecho, como si la muerte estuviese cerca.

—¡Ayúdenme y yo los ayudaré a encontrar al hombre que están buscando! —grité en la oscuridad.

Mi voz sonaba ronca, seca. Me quedé quieto. Oí unos tintineos más adelante, hacia la derecha.

Volví a gritar.

—Pueden matarme, adelante, pero eso no ayudará a su gente. Soy el único testigo del incendio provocado en la iglesia del Santo Sepulcro.

Tosí y me llevé la mano a la boca. Ahora notaba una horrible acidez en la garganta. Me temblaba la mano, probablemente del shock. No me importaba. Ya nada me importaba ni de lejos. Pegué la mano a la boca con fuerza y noté el intenso olor de la pomada antiséptica. Mi respiración se aceleraba. Me recorrió un temblor que enseguida remitió. Lo había hecho lo mejor posible.

Oí la respiración de un caballo. El palestino que había aparecido ante mí la primera vez volvía a mirarme desde lo alto de su montura.

—¿Quién incendió el gran templo?

—¿Me ayudarás?

—¿Cuántos de los nuestros han muerto? —se apresuró a preguntar.

—Al menos dos. El helicóptero israelí se llevará a una de vuestras mujeres al hospital.

Un furioso sonido se escapó de sus labios. Alzó la cabeza hacia el cielo como si estuviese rezando una oración. Pasados unos segundos, volvió a mirarme a mí.

—¿Has visto los aviones?

—Sí.

—Dicen que hemos sido los palestinos los que hemos intentado destruir la tumba de Jesús.

Avancé un paso. El caballo estaba a centímetros de mí. Podía olerlo.

—El mundo debe saber quién provocó ese incendio. ¿Quieres que culpen a tu gente de algo que no hizo? —Hice una pausa. Me ardía la garganta—. Ayúdame —dije muy despacio.

—¿Quién provocó el incendio? —Llevaba el arma apoyada en las rodillas, una pistola con aspecto desfasado en comparación con las automáticas de los israelíes, pero estaba seguro de que podía empuñarla y disparar en cuestión de segundos. Y que eso bastaría para matarme. De vez en cuando echaba un vistazo más allá de donde yo me encontraba, muy consciente de dónde estaban los israelíes.

La presencia del caballo justo delante de mí, con todos sus músculos en tensión, resultaba intimidante. Su respiración era muy ruidosa.

—¿Quieres saberlo?

—Sí —respondió.

—Escoltadnos al lugar donde me encontrasteis. Mi amiga está retenida en algún lugar por esa zona. La secuestró el chiflado al que estáis buscando. Por eso regresó aquí. Necesitaba un lugar donde ocultarla.

¿Le estaba contando demasiado? Me daba igual.

Hizo un gesto con la mano, como señalando a quienes estaban detrás de mí.

—Ellos no vendrán contigo —dijo negando con la cabeza, como dando a entender que no admitiría discusión en ese punto.

Pedirle que me acompañaran probablemente era demasiado. Y si regresaban al helicóptero, Xena y la mujer palestina llegarían antes al hospital.

—Vale, pues voy yo solo.

—Dime quién provocó ese incendio.

—No le diga nada —dijo una voz a mi espalda. Era el soldado israelí de mayor edad.

—Te lo diré cuando lleguemos allí.

—Dímelo ahora —insistió el jinete.

Me detuve a estudiar a aquel hombre. La pálida luz de la luna brillaba sobre su piel y le confería un aspecto de tipo duro, pero también había algo en él que inspiraba confianza. Algo en sus ojos.

Vacilé, sin tener muy claro qué hacer. ¿Debía demostrarle que confiaba en él? Desde luego, si me quisiese muerto, ya había podido dispararme.

—Regrese —advirtió en tono elevado el israelí—. Olvídese de esto. No va a encontrar a su amiga de este modo. Enviaremos un equipo por la mañana.

Alcé la vista para mirar al palestino.

—El hombre que provocó el incendio en la iglesia es el hombre al que estáis buscando en este valle.

—Entonces lo encontraremos juntos.

El palestino se inclinó para ayudarme a montar en su caballo, que se giró pateando el suelo. Necesité dos intentos para subirme a él, pero instantes más tarde cabalgábamos a paso lento en la oscuridad.

Otros jinetes surgieron de entre las rocas a medida que pasábamos junto a ellas. Un par de minutos más tarde el helicóptero rugió volando sobre nuestras cabezas. A los hombres que me acompañaban tal vez les habría gustado dispararle un par de balas, pero en cuestión de segundos había desaparecido.

Enseguida cesó el estruendo y lo único que podía oírse eran los cascos de los caballos. ¿Había tomado la decisión correcta?

¿Aún tenía alguna oportunidad de rescatar a Isabel?