57

—No soy espía y no he insultado a nadie —dije acercando mi rostro al suyo. No me iba a dejar intimidar.

—Eres inocente como un niño. ¿No es lo que dice tu gente?

—¿Para qué nos queréis? —No iba a molestarme en rebatirla.

Se llevó la mano a la cabeza y se la golpeó lateralmente con los nudillos, como si de madera se tratase. Sus pulseras tintinearon y brillaron.

—Creéis que somos todos estúpidos. Mi hermano tenía razón.

Se inclinó hacia delante y señaló mi cara con un dedo mugriento.

—Eres un occidental que se ha ablandado por pasar demasiado tiempo sentado. Las piernas ya no te funcionan, y tampoco el cerebro ni el resto de ti.

Dirigió el dedo hacia mi pecho y yo le agarré la mano al vuelo antes de que la retirara. La sostuve un momento, apretándola ligeramente.

—Pierdes el tiempo insultándome. Mátame, si eso es lo que planeas hacer, pero no soy un espía.

Bajé su mano y la solté. Su expresión se endureció.

—Alá no salvará a los que son como tú. —Dijo algo rápido y en voz alta en árabe, me dio la espalda, levantó las manos juntas como si fuese a rezar y se puso a ulular. Sus pulseras brillaban bajo la luz ámbar del fuego.

Me encontraba a miles de kilómetros de mi zona de confort. Nos separaba un salto cultural de cientos de tradiciones y fervientes creencias.

Miré a mi alrededor y vi que los demás palestinos nos observaban. Parecía como si estuviesen decidiendo si matarnos o no. También tenían una expresión tensa. Daba la sensación de que estaban huyendo de algo.

—Ignórela —dijo Ariel en tono perfectamente audible. Me volví. Él y Mark estaban justo detrás de mí. Ambos presentaban un aspecto pálido bajo la luz de la luna.

La mujer señaló a Ariel.

—Y tú, ibn il Homaar, hijo de un asno —le increpó—. Apuesto a que enviaste a tu madre a que unos desconocidos cuidasen de ella cuando se hizo mayor.

—Vigila tu lengua —repuso él, señalándola con un dedo tembloroso.

Ella profirió una carcajada.

Se oyó una voz que hablaba en árabe. Me giré. Era Xena.

Caminaba en dirección al fuego con un pañuelo negro alrededor del cuello que le cubría también la cabeza, pero su complexión y su rostro eran inconfundibles. Había dos hombres con ella, ambos armados con rifles. No tenía claro si se trataba de sus guardaespaldas o de sus captores.

—Bienvenida a la fiesta —dijo Mark.

—¿Quién es tu amiga? —preguntó Xena.

La mujer que nos había conducido allí chilló en árabe.

Diez rifles nos apuntaron. Algunos de ellos parecían antiguos, pero otros eran lo bastante modernos como para cosernos a balazos.

—No hagáis ningún movimiento brusco —recomendó Xena.

Luego se dirigió en árabe a la mujer. Comenzó a hablarle con suavidad. Entonces se volvió hacia los hombres que nos apuntaban con sus armas y alzó las manos como para demostrar que estaban vacías. Las armas se bajaron.

Se produjo un silencio.

La amazona con la dolencia cutánea sacudió la mano en el aire como si estuviese espantando una mosca, dijo algo en árabe que sonó a improperio, escupió en el suelo, giró sobre sus talones y se alejó.

—Vamos a sentarnos junto al fuego para entrar en calor —sugirió Xena.

—¿Qué coño estás haciendo aquí? —le pregunté.

—Buscaros, hasta que mis amigos me encontraron a mí.

Hacía fresco y el aire de la noche estaba calmado. Habíamos mantenido el calor corporal hasta ese momento, pero ahora se notaba el frío.

Nos acercamos al fuego. Me senté junto a Xena, Mark se sentó a su otro lado y Ariel junto a él. Levanté las manos para sentir el agradable calorcito. Las llamas brillaban con un tono rojo anaranjado, alimentadas por ramas gruesas y arbustos secos. El olor a pino quemado invadía el aire. La estrecha columna de humo que emanaba de la hoguera se alzaba lentamente hacia las estrellas.

—Te has tomado tu tiempo —dijo Mark mientras se sentaba.

Xena se encogió de hombros.

La mujer que atendía el puchero que pendía sobre el fuego se apartó de él y se puso a mirarnos con suspicaz atención.

—¿Qué coño le ocurre a esta gente? —pregunté—. ¿Por qué nos han traído aquí?

Xena se inclinó hacia mí.

—Este valle se conoce como el Ojo Maligno —explicó señalando lo que nos rodeaba—. Dicen que todo lo que aquí hay está maldito.

—¿Les has dicho que estoy buscando a Isabel?

—Les he dicho que soy vuestra traductora, que me tratáis como un insecto y que os odio a todos. —Escupió en el fuego, me miró y sonrió. Tenía los dientes muy blancos, uno de ellos con un empaste de oro—. No creen ni una sola parte de tu historia —prosiguió.

—¿Por qué deambulan por ahí en plena noche? —pregunté.

—Buscan a alguien, igual que nosotros.

—¿A quién?

—A un esclavo del mal.

—¿Eso te han contado?

—Yo soy su hermana. Hablo su lengua. ¿Por qué no iban a contármelo?

—¿Cómo podemos librarnos de ellos? —pregunté—. Necesito encontrar a Isabel.

Nuestros ojos se encontraron. Ella se inclinó hacia delante.

—Pueden ayudarnos —susurró.

—¿Cómo? —Quería creerla, pero me sentía escéptico.

Xena estiró la mano hasta el suelo, apartó unas piedrecitas sueltas y fragmentos de arbusto seco y dibujó un símbolo en la tierra que reconocí al instante: era el símbolo de la flecha y el cuadrado.

—Encontraron este símbolo —explicó— cerca de donde está vuestro Toyota. —Hizo un gesto con la cabeza apuntando hacia la dirección por la que habíamos venido—. En esta zona hay muchas cuevas. Dicen que una marca como esa podría utilizarse para ayudar a alguien a encontrar el camino de regreso a una cueva. Han acudido allí a esperar a ver si la persona a la que están buscando regresa.

La velocidad de los latidos de mi corazón aumentó. Habían encontrado una conexión con el libro, con Susan, y tal vez también con Isabel. Quería levantarme, correr de nuevo al coche, encontrar el símbolo y deducir dónde estaba la cueva cuya situación marcaba. Apreté las manos contra el suelo, me llené el puño de tierra y la dejé escurrirse entre mis dedos. Tenía que irme.

—No hagas movimientos en falso —dijo Xena—. Nos están observando. —Pateó el suelo para borrar el símbolo que había dibujado.

—¿Cómo podemos convencerlos de que somos buena gente? —pregunté, mirando hacia atrás. Al menos cinco pares de ojos estaban puestos en mí. ¿Qué tendríamos que hacer para librarnos de aquellas personas?

—Haced lo que yo os diga. Encontraré el modo.

Mark tosió y le dio unos golpecitos en el brazo. Ella se volvió hacia él y hablaron entre sí durante unos minutos con las cabezas muy juntas. Miré a mi alrededor intentando imaginarme el mejor modo de huir si tenía la oportunidad de echar a correr hacia mi libertad.

Xena se volvió de nuevo hacia mí:

—Mark cree que tú y yo podemos convencerlos de que estamos de su parte —dijo—. Quiere que hablemos con ellos.

—¿Entonces a quién están buscando aquí y qué es lo que hizo esa persona?

Se inclinó para hablarme:

—Un hombre reclutó al hermano de esa mujer y su amigo —explicó señalando con la cabeza a la mujer que no nos quitaba ojo de encima—. Se presentó en su aldea a principios del año pasado. Hablaba un perfecto árabe y afirmó que quería ayudarlos. Su hermano vivía en Inglaterra en aquel momento, en Londres. Ella le facilitó al hombre su número de teléfono. Unos meses después su hermano envió un montón de dinero a casa. Eso fue en primavera. La semana pasada su hermano fue hallado muerto en Ámsterdam. Su cuerpo estaba horriblemente calcinado. Creen que estos hechos guardan conexión entre sí.

—¿Y entonces por qué están aquí en plena noche?

—El hombre ha regresado. Ayer fue visto por alguien que buscaba una oveja perdida por aquí. Desde entonces han peinado las colinas a caballo en su busca. Este valle está repleto de cuevas. Son perfectas para esconder cosas, porque la gente evita esta zona. Creen que el hombre podría haber conocido este sitio a través de su hermano.

Aquello explicaría muchas cosas. Isabel y Susan podían haber sido trasladadas a una cueva de aquella zona el día anterior. Todo encajaba.

El alivio creció en mi interior. Tal vez Isabel estuviese viva. Había hecho bien en albergar esperanzas. Cerré los ojos y recé una oración.

Que sea verdad.

Me la había imaginado sufriendo una muerte horrible, muchas veces, pero había apartado aquellos pensamientos de mi cabeza en todas las ocasiones. Miré a mi alrededor: tenía que convencer a aquellas personas de que no éramos sus enemigos.

Un ruido, un leve zumbido, me sobresaltó. Levanté la vista. Seguía estando oscuro. Aquella tenía que ser la parte más oscura de la noche. Las estrellas eran una brillante alfombra de luz, la Vía Láctea se distinguía como si fuese un camino que se pudiese seguir. El sonido procedía de alguna parte en el horizonte y crecía en intensidad. Tampoco se parecía al del helicóptero de antes; esto tenía una escala mucho mayor.

Todas las miradas se dirigieron al cielo.

Entonces los vi: sombras oscuras. No se trataba solamente de un avión sobrevolándonos, sino de un montón de ellos. Nada más podría provocar un estruendo semejante. Había oído antes el ruido de los cazas y los bombarderos atravesando el cielo, en la base aérea a la que mi padre había sido destinado en Inglaterra, y sabía que era algo insólito realizar ejercicios con muchas naves sobrevolando zonas pobladas. Solamente había una explicación posible.

¿Por qué si no volarían juntos un montón de aviones en plena noche, de no ser por una guerra?

¿Sería la fuerza aérea israelí dirigiéndose a una misión?

Contaban con unos cuantos cientos de F15 y F16 que podían arrasar prácticamente cualquier lugar de la región. Pero ¿adónde irían? ¿A Irán? ¿A Egipto? ¿Habría cruzado la frontera algún general y lanzado un ataque contra Israel?

¿Era aquel el comienzo de una gran guerra de regiones que nos iba a arrastrar a todos hacia la tercera guerra mundial?

Se levantó el viento, que silbó entre los bajos arbustos que rodeaban aquel paraje. Un aullido ronco resonó como si un lobo emulase el alboroto que atravesaba el cielo.

Entonces algo silbó.

Y volvió a silbar.

Olía como si el fuego arrojase rescoldos.

Mark fue el primero en reaccionar. Miró a su alrededor.

La bala lo alcanzó en la parte posterior de la cabeza.

Estalló en una explosión de pegajosa materia gris, sangre y hueso.

Una parte de todo aquello me golpeó en la cara como si de una rama mojada se tratase.

Una sensación de incredulidad total me invadió. Lo que había ocurrido se parecía más a un sueño que a la realidad. El ritmo de los segundos se hizo más lento, como si el tiempo se ralentizase.

Se oyó otro silbido, algo que surcó el aire a mi alrededor.

—¡Abajo! —gritó Xena.

Ella ya se había tirado al suelo y mantenía su cuerpo bien pegado a la tierra. Ariel intentaba incorporarse en otra dirección, hacia la oscuridad. Tenía la chaqueta salpicada de trozos del cerebro de Mark.

El zumbido de la sangre en mis oídos era abrumador e insistente.

Entonces Ariel fue alcanzado por una bala que le abrió un gran boquete carmesí en el hombro. Se derrumbó hacia delante sin proferir un solo sonido. Nadie podía sobrevivir a eso.

Se oyeron más disparos, y también unas pisadas en plena carrera. Luego dos silbidos más, esta vez más lejanos. Miré a mi alrededor girando la cabeza despacio, pero no alcancé a ver quién disparaba.

Entonces resonó un chillido. La mujer que nos había estado vigilando corría hacia la oscuridad empuñando un rifle. Su grito fue interrumpido unos segundos después. Oí el golpe seco de su cuerpo cayendo al suelo, desplomado.

Yo estaba tumbado en el suelo con las manos cerca de la cara. Tenía la cabeza levantada y escrutaba a mi alrededor con la ferviente esperanza de que no me pegasen un tiro en la cabeza por no haberme enterrado en el suelo.

Todos mis músculos estaban tensos, desde los pies hasta el cuello.

Un palestino que estaba cerca de nosotros corrió en cuclillas y a saltos en la misma dirección que la mujer. Una ráfaga de disparos lo hizo tambalearse hacia atrás antes de caer de bruces. Tras un par de espasmos, su cuerpo se quedó inmóvil.

El corazón me latía cada vez más deprisa. Tenía la boca como papel de lija. Avancé un poco, arrastrándome. Olía a polvo y a sangre. Palpé en busca del hombro de Mark. Lo había visto convulsionarse unas cuantas veces después de caer abatido. ¿Estaba muerto?

A nuestra izquierda silbaron más tiros, una salva de disparos. Se oyó el eco de un quejido contra el impávido cielo, seguido de otra larga ráfaga de disparos. El sonido de cada una de las balas resonó por todo mi cuerpo.

Un grito elevó mis nervios a otro nivel.

En ese momento cesaron los tiros y el sonido de mi propia respiración inundó el aire.

Miré a mi alrededor, no veía a nadie. Quienquiera que estuviese disparando, o bien había matado a todo el mundo, o los había hecho huir despavoridos en la oscuridad.

Busqué un arma, pero no había nada cerca.

Era ciertamente probable que el pistolero estuviese preparándose para aproximarse a ver los resultados de su trabajo. Eso debía de ser lo que se hacía cuando se perpetraba un ataque armado a un campamento.

Pero ¿se trataba de algún grupo palestino rival, o de beduinos? ¿O sería mi malvado amigo el de la iglesia quien estaba allí?

—Tú otra vez —dijo una voz encima de mí. Una horrible sensación me invadió al reconocerla.

Volví la cabeza con rapidez.

Estaba de pie a mi lado. ¿Cómo coño había hecho eso? Era como un fantasma.

Sentí frío, luego calor y después una calma extraña. Levanté la vista para mirarlo mientras evaluaba mis alternativas. Sujetaba una ametralladora negra contra su antebrazo. Tenía el rostro hinchado y amoratado; los tonos amarillentos y púrpuras se extendían por una de sus mejillas hasta la garganta. Entonces lo recordé: ahí era donde lo había golpeado y por donde lo había agarrado.

—No te levantes —me advirtió, con tono cortante y apuntándome a la cara—, o morirás como todos los demás.

Xena se había puesto medio de rodillas, pero se quedó inmóvil mientras él se acercaba a ella con rapidez y sin dejar de apuntarme a mí. Parecía lista para abalanzarse sobre alguien. Él retrocedió, se pasó el arma de la mano derecha a la izquierda sin dejar de caminar y se llevó la diestra al cinturón.

Un instante después lo vi empuñar un revólver plateado con esa misma mano.

Se situó al otro lado de Xena, mirando hacia mí y a unos tres metros de ella, más o menos. Ella tenía la cabeza vuelta hacia él y la giraba siguiendo el movimiento del hombre, que se paseaba tras ella.

Pensé en levantarme y correr hacia él. Tal vez pudiese distraerlo lo suficiente para que Xena pudiera escapar.

Se detuvo cerca de ella y dijo:

—Traidora.

Disparó con la pistola de su mano derecha. Entonces la sangre comenzó a brotar a borbotones del pecho de Xena y se derramó por el suelo, roja y brillante.

—¡No! —grité, incorporándome mientras la bilis me subía por la garganta.

Zump. Zump. Zump.

Tres balas atravesaron el suelo delante de mi cara, una tras otra, como puños gigantes en un combate con la tierra.

Me quedé quieto y clavé la vista en aquellos agujeros.

Iba a morir.

El olor metálico de la sangre se apropió de mi garganta. Sentí las salpicaduras en el rostro, y su sabor en los labios. El suelo estaba caliente bajo mis manos, como si hubiese subido la temperatura.

Cesaron los disparos.

Xena se había sacudido hacia arriba, igual que si la hubiesen interrumpido mientras se levantaba del suelo. Entonces se desplomó hacia delante sin hacer ningún ruido, con los ojos clavados en mí, sin pestañear, y se estrelló rápidamente contra el suelo.

El hombre se dirigió hacia mí apuntándome con el cañón de su pistola justo en el ojo. Pude ver el negro vacío de la muerte. Del cañón todavía salía una voluta de humo.

—Te mataré, Sean Ryan. No deberías haber venido aquí a meter las narices otra vez.

Movió la pistola de arriba abajo apuntando a mi cuerpo, como si estuviese decidiendo en qué parte disparar.

—¿Cómo es que me conoces? —pregunté.

—Nos diste problemas en Londres —respondió entrecerrando los ojos—. Un amigo mío murió por tu culpa. Lo recordé después de nuestro encuentro en la iglesia del Santo Sepulcro.

—No escaparás de esta —dije.

Soltó una carcajada.

—Ya lo he hecho. Aunque desafortunadamente, tú no vivirás lo bastante para ver hasta qué punto es verdad. Ahora, ¡date la vuelta!

Lo miré fijamente.

—Vete al infierno. —Si iba a morir, lo haría escupiéndole a la cara.

Su bota se estrelló contra mi mejilla, que me ardió de dolor.

Entonces recibí otro golpe en el otro lado de la cara. La oscuridad me envolvió. Lo siguiente que vi fue un rostro flotando en un profundo océano.

Luché por salir a flote, pero estaba lejos de la superficie y era incapaz de mover las manos y las piernas. Tenía que patalear, pero no era capaz.

Deseaba con todas mis fuerzas que se me abrieran los ojos.

No lo hicieron. En la distancia, a través de una neblina de dolor, oí una voz:

—Es hora de que aprendas la lección, Sean Ryan.

La risa que siguió a aquella frase era la de un vencedor.