Isabel aguzó el oído. El estruendo se había alejado en la distancia. El único sonido que se escuchaba era el de su propia respiración.
Y parecía crecer en intensidad.
No sabría decir si aquello se debía a que, en cualquier caso, todo lo que oía parecía ir adquiriendo mayor volumen progresivamente a medida que aumentaba el tiempo que pasaba allí abajo envuelta en negrura, o bien si aquella aspereza gutural era un síntoma de que su sed se hacía cada vez más apremiante y afectaba ya tanto a su cuerpo como a su mente.
Había orinado en sus manos ahuecadas unas horas antes y, a pesar del terrible sabor ácido, había engullido aquel líquido. Pero ahora la garganta le ardía a causa de la sequedad y de los efectos de haberlo bebido. Quería rascarse por dentro de arriba abajo para deshacerse de aquel escozor.
¿Dónde demonios estaba Sean?
¿Dónde demonios estaba el cabrón del secuestrador?
Rezó otra oración para que regresase. Sabía que era irónico que esperase su regreso, el regreso del hombre que la estaba tratando con tal crueldad, pero ahora mismo era su opción de salvación más realista.
¿Quién si no iba a rescatarla? Sean estaba lejos, en Jerusalén. No tenía modo alguno de averiguar dónde estaba ella, así que cualquier posibilidad de rescate era altamente improbable.
Entonces lo oyó.
Un leve murmullo, el de cien mil patas frotándose unas contra otras. Se hizo más audible y aumentaba y bajaba de intensidad, como si estuviesen manteniendo una conversación.
Palpó hacia delante en busca de una piedra con la que golpearlos para quitárselos de encima. Rebuscó entre las piedras, cogió la de mayor tamaño y se la llevó al pecho como si de una espada se tratara. Entonces la asaltó una idea.
Sí, eso haría.
Sería mejor estar muerta que ser devorada viva.