Isabel levantó la cabeza. Había pasado un buen rato desde que los insectos, fuesen lo que fuesen, se habían marchado. Pero no se había atrevido a moverse después de notarlos trepar por sus pantalones. Parecían seguirse unos a otros sobre su cuerpo como si se tratase de una roca.
Lo que pudiesen hacerle si llegaban a sus brazos desnudos o, Dios no lo quisiera, a su rostro si se dormía, era otra cosa. Se estremeció profundamente al pensarlo y entonces movió la cabeza de Susan Hunter. Le hacía daño en el hombro de lo pesadamente que estaba apoyada.
Era todo lo que podía hacer para mantener la cabeza de Susan alejada del suelo de la cueva. Toda esperanza de construir un montículo para alcanzar el agujero del techo había desaparecido. Tendría que esperar a que la doctora estuviese muerta para rebuscar a su alrededor las necesarias piedras.
Ahora Isabel lo oía todo, incluso su propia respiración. Había oído a los insectos aproximarse y luego meterse en alguna ranura, seguramente. También había oído un estruendo sobre la tierra, a lo lejos. Y ahora, de repente, mientras sostenía a Susan con fuerza, oyó un nuevo sonido. Un estrépito, como el de un río en la distancia.
¿Era eso posible?
No. Era otra cosa. Era un tamborileo, como de cascos de caballos. Entonces se detuvo. Volvió a apoyar la cabeza de Susan contra la pared y se puso en pie, temblorosa.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó mientras golpeaba el suelo con los pies.
El ruido resonó hasta desvanecerse en el vacío.