Las casas de tejado plano y color crema que se extendían por la ladera de las colinas estaban iluminadas. Las empinadas colinas continuaban ascendiendo casi de forma perpendicular al suelo, y las casas cubrían sus escarpadas laderas dispuestas unas sobre otras.
Proseguimos nuestro ascenso por la sinuosa carretera que discurría entre las montañas. Vi dos banderas negras ondeando al pasar un desvío. Oí un estallido, el rumor de un tiroteo. Tal vez se tratase del ejército israelí, o de las facciones palestinas luchando entre ellas.
Entonces todas las luces desaparecieron y nos encontramos serpenteando entre colinas desiertas cubiertas de roca que se alzaban como sombras grises más allá del alcance de nuestros faros. Diez minutos más tarde nos desviamos de la carretera principal. La que tomamos no tenía iluminación ni señalización alguna.
La fila de árboles escuálidos que dejábamos a mano derecha acabó desapareciendo, al igual que la deteriorada cerca de malla metálica que discurría al otro lado. Tras avanzar alrededor de un minuto por aquel asfalto lleno de baches, tomamos otra carretera secundaria.
Ariel apagó los faros. Avanzamos lentamente mientras nuestros ojos se habituaban a la penumbra. La única luz que alumbraba el coche era un tenue brillo azulado procedente del GPS que Ariel llevaba en las rodillas. Lo ajustó y el brillo desapareció casi por completo.
Lo único que alcanzaba a distinguir a ambos lados era el perfil de las rocas cercanas y la cadena de montañas que se elevaba más allá. De vez en cuando divisaba arbustos cerca del coche, como pelotas de playa redondas pero con pinchos, y algún árbol raquítico salpicado. Todo parecía seco. Instantes más tarde, Ariel aumentó la velocidad. Sus ojos debían de haberse habituado a la oscuridad, pero aun así seguíamos avanzando a menos de veinte kilómetros por hora.
Entonces mis ojos también se habituaron y pude distinguir que circulábamos por un camino de un solo sentido y que se levantaba una gran cantidad de polvo al paso de nuestras ruedas.
El aire olía a una mezcla como de canela y algo muerto. El coche se detuvo en otro cruce.
—Este GPS no vale para nada —dijo Ariel.
—¿Estamos lejos de donde se detectó la señal? —preguntó Mark.
—No, no, era por aquí, en un radio de cien metros. No puedo obtener nada más preciso.
Ariel se inclinó sobre el GPS para ajustarlo. El brillo azul volvió a iluminar el coche un momento antes de apagarse otra vez.
—Echemos un vistazo —sugerí—. ¿Tenéis linternas?
—No queremos anunciar nuestra presencia —dijo Ariel—. Y no vamos a quedarnos demasiado. Lo único que hacemos es buscar un vehículo o cuerpos. Tengo tres prismáticos de visión nocturna que detectan fuentes de calor.
—¿Tenemos refuerzos? —pregunté volviéndome para ver si venía algún coche detrás de nosotros. Nadie.
Mark se giró hacia mí.
—Solamente habrá refuerzos si los solicitamos. Se supone que contamos con el apoyo de la policía palestina si desplegamos un gran dispositivo de búsqueda aquí. Pero eso llevaría demasiado tiempo. Los palestinos cooperan en la búsqueda de personas desaparecidas, pero tardaríamos horas en preparar al personal adecuado y en explicarlo todo. No podemos esperar.
—Deberíamos haberlo dejado en el hotel —opinó Ariel—. Hace demasiadas preguntas.
—No, es útil. Nos vendrá bien tenerlo con nosotros si aparecen las autoridades palestinas. —Mark abrió su puerta.
—Te dije que no te preocuparas por ellos —insistió Ariel.
—Y yo te dije lo que opino de esa actitud —repuso Mark.
Salí del coche y rodeé el vehículo. Desde allí veía arbustos, el perfil de las rocas y las colinas negras.
Ariel abrió el maletero y sacó tres pares de prismáticos de visión nocturna. Tenían un visor largo y redondo que apuntaba hacia delante y dos pequeños para los ojos en la parte posterior. También una rosca grande de ajuste en el lado derecho, y eran más ligeros de lo que parecían.
—Aseguraos de que no se os caigan —dijo Ariel—. Y no los perdáis.
Los tres debíamos de parecer extraterrestres con ellos puestos.
—No nos alejaremos demasiado —dijo Ariel—. Avanzaremos desde el coche, sucesivamente, en las cuatro direcciones, pongamos que unos cincuenta metros. Esto es solo una comprobación no oficial para ver si hay algún indicio de que su novia esté aquí, algún vestigio de una fuente de calor.
Sabía lo que eso significaba: algún cuerpo.
Quería seguir avanzando, acabar con aquello de una vez.
—¿Por qué estamos esperando? Vamos allá.
Eché a andar entre las piedras. Las veía delante de mí con claridad en tonos verdes, junto con árboles y arbustos. También veía aquellas cosas que se agitaban ocasionalmente, que podían ser polillas gigantes o murciélagos. En el centro tenían un tono naranja por el calor que emitían.
—¿Hay alguna casa por aquí? —pregunté cuando Ariel me alcanzó. Su rostro y su ropa también eran naranjas.
—Había un poblado por esta zona, pero fue arrasado. Puede que encontremos los restos.
Reinaba una tranquilidad sepulcral. Los ruidos distantes del tráfico de la autopista que se oían desde la casa que habíamos registrado habían desaparecido. Aquí no había nada excepto estrellas, matorrales y un manto de silencio. De repente, un chillido lejano, como de alguna especie de pájaro prehistórico, interrumpió la calma.
Miré hacia arriba. Las estrellas eran un manto verde, pequeños agujeros de luz. Me di cuenta de que veíamos todo aquello gracias a la luz que emitían. La luna estaba tapada por algunas nubes, pero aun así se distinguían perfectamente los arbustos y las colinas que nos rodeaban. Un destello naranja pasó sobre nuestras cabezas. Un pájaro. Tenía que ser eso.
Las colinas parecían empinadas. Estaban cubiertas de pedregales y crecían en altura hacia nuestra izquierda, pero no alcanzaba a distinguir gran cosa más allá de unos quince metros. Después de eso todo era penumbra verde.
Seguí caminando. Mark y Ariel me seguían. De vez en cuando nos bloqueaban el camino rocas del tamaño de mesas de comedor. En algunos sitios se amontonaban fragmentos de lava blanca tan grandes como coches.
—¡Chist! —dijo Ariel.
No me había dado cuenta de que había hecho ruido.
Nos detuvimos. Durante medio minuto estuvimos sumidos en un profundo silencio, pero entonces se oyó un susurro a nuestra izquierda que cesó con la misma rapidez con la que había comenzado. Divisé una mancha naranja detrás de unos arbustos.
Me dolía otra vez la cabeza. También tenía dolor de estómago, pero me alegraba de no haber tomado ningún analgésico.
—Es una cabra montés —dijo Ariel en voz baja—. Este es el terreno ideal para ellas.
—Sigamos avanzando —respondí.
—Deberíamos regresar —sugirió Ariel con tono tranquilo, como si lo que estábamos buscando fuesen las llaves del coche.
Hice caso omiso y seguí andando.
—Venga, Sean. ¡No puedes internarte en las montañas! —La voz de Mark resonó de forma extraña—. Tenemos que cubrir mucho terreno. Regresemos —dijo.
—No pienso recorrer solamente cincuenta metros en cada dirección —dije yo en tono sereno—. Voy a llegar tan lejos como me parezca conveniente, en función de lo que encontremos.
—De acuerdo —respondió Mark—. Si quieres demostrar que la quieres más que nadie, adelante. Pero por largarte no vas a ganar puntos conmigo. —Su tono era glacial.
—No estoy buscando ganar puntos.
No se enteraba de nada.
Me detuve. Delante había un muro de arbustos puntiagudos y rocas más altas. A nuestra derecha la colina se empinaba de un modo que resultaba prácticamente imposible de escalar. A nuestra izquierda había una extensión de campo abierto. Me dirigí hacia ahí y caminé describiendo un círculo. Mark no se apartaba de mí.
Aquel era un buen lugar para darse la vuelta.
Cinco minutos más tarde estábamos de nuevo en el punto de partida. El siguiente tramo de desierto que registramos tenía aún más rocas. Teníamos que rodearlas constantemente. Algunos de los arbustos que crecían entre las rocas tenían espinas blancas de cinco centímetros de largo, lo suficiente como para que nos mantuviésemos alerta para no pincharnos.
Las rocas de mayor tamaño eran grandes como camiones. También parecían fuera de sitio, como si hubiesen sido desperdigadas por unos gigantes practicando algún juego extraño. Me pregunté si Isabel las habría visto.
Aquella zona era un lugar perfecto para ocultar algo. Seguí caminando. Pasados unos minutos, con Mark y Ariel a una distancia considerable por detrás de mí y a punto de desaparecer de mi campo de visión, regresé. Aquello no pintaba bien. Se me estaba agotando la suerte. Y también a Isabel.
Cuando los alcancé, Ariel echaba chispas. De hecho, su rostro parecía hinchado.
—Si se pierde en estas montañas, no pienso pedir un equipo de rescate. Quédese detrás de mí en el siguiente tramo. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.
Negué con la cabeza. Si creía que iba a seguir sus instrucciones, tenía un problema.
—Tal vez no lo entienda, señor Ryan. Puedo arrestarlo ahora mismo y hacer que lo encierren durante semanas, tal vez meses, si continúa con esta actitud. Se encuentra usted en este país de forma ilegal.
Respondí hablando muy despacio:
—Vamos a llevar a cabo esta búsqueda como es debido. Y en cuanto a mi arresto, ¿en qué país me encuentro? Esto es territorio palestino, ¿no es cierto?
—Dejad ya esta mierda, los dos. Vamos a llevar a cabo esta búsqueda como es debido, y rápido. Así que callaos.
Volvimos de nuevo sobre nuestros pasos para dirigirnos a la tercera sección de búsqueda. Aquella parte era similar a la última por las rocas enormes, incluso mayores que en las zonas anteriores. Recorrimos alrededor de doscientos metros y no encontramos nada excepto una bolsa de plástico azul rota que parecía llevar décadas allí.
Esta vez Ariel no pidió que nos diéramos la vuelta hasta que el coche hubo desaparecido por completo.
—No hay nada en kilómetros a la redonda. Vámonos. Si nos perdemos en el camino de vuelta es probable que vaguemos por aquí hasta que se haga de día.
—Nadie se va a morir por eso —dije.
—Esa no es la cuestión, Sean —dijo Mark—. Sabes que se habla de que va a empezar una guerra. No es el mejor momento para hacer esto. En cualquier caso, podríamos estar haciendo algo útil en algún otro lado en lugar de pasarnos el resto de la maldita noche aquí fuera buscando el coche.
—Vale, vale —admití mirando alrededor. No había nada. Ni una sola fuente de calor excepto nosotros.
Regresamos, dispersándonos en cuanto divisamos el coche para peinar la zona que nos rodeaba. Al acercarnos al cruce pude ver con toda claridad unas huellas de neumáticos que se dirigían hacia los arbustos. Llamé a los demás con un silbido.
—¡Alguien ha estado aquí! —La esperanza invadió mi cuerpo exhausto. En cuestión de segundos todos los dolores y pesares que había sentido hasta entonces desaparecieron.
—Vamos al coche —dije, prácticamente corriendo. El Toyota brillaba bajo la luz de las estrellas, más allá de unas rocas.
—De acuerdo —dijo Ariel—. Pero no corra. Puede tropezar y caerse en la oscuridad.
Casi tuve que darle la razón. Me golpeé un pie y a punto estuve de tropezar, pero seguí avanzando mientras la adrenalina se apoderaba de mí. Aún no sabía si encontraríamos a Isabel, y no digamos encontrarla viva, pero aquello era mejor que vagar a la desesperada.
Ariel había cerrado el coche, así que tuve que aguardar a que llegase él para poder entrar. Arrancamos sin encender los faros, pues aún llevábamos puestos nuestros dispositivos de visión nocturna, y avanzamos lentamente por el valle siguiendo las huellas. Ariel parecía en constante alerta, mirando todo el rato a su alrededor y murmurando para sí. Esta vez yo iba en el asiento del copiloto.
Pasado medio minuto, abrí la ventanilla de mi lado y Mark hizo lo mismo.
—Voy a parar aquí —dijo Ariel un instante después.
—¿Por qué? —pregunté.
—¿No lo ve? —gritó, señalando hacia delante.
Lo único que veía era un tono verdoso, un espacio abierto delante de nosotros y, más allá, un grupo de rocas pequeñas y de puntiagudos arbustos deshidratados.
—¿Ver el qué?
—Alguien ha venido aquí a cazar. Mire las marcas de la tierra. Luego volvieron por donde vinieron. Ahí se ve dónde dieron la vuelta.
—Tenemos que echar un vistazo —dije.
—Sí, eso vamos a hacer —dijo apagando el motor—, pero en cuanto hayamos acabado, recorreremos la última sección rápido. No podemos desperdiciar más tiempo aquí. No podemos buscar toda la noche.
No me molesté en decirle que yo buscaría hasta caer rendido si me daba la gana. Mark me miró como si estuviese indeciso sobre qué hacer. Parecía agotado. Todos nuestros esfuerzos hasta ahora habían sido en vano.
—Necesitaremos descansar un poco, Sean, si queremos hacer algo útil mañana.
—Descansa un poco tú —repliqué.
Salí del coche. Ariel apagó el motor. Seguimos las huellas de neumáticos. Ariel tenía razón: se distinguía con claridad el punto de giro y un lugar en el que habían encendido un fuego. La tierra aún estaba ligeramente naranja en ese punto. Y las huellas de neumáticos no llegaban más lejos.
Casi habíamos regresado al Toyota cuando oí un estruendo. Sonaba como un tren en la lejanía. Aquello no podía ser verdad. Nos detuvimos y miramos a nuestro alrededor.
Una masa naranja se dirigía hacia nosotros. Entonces oí relinchos.
—Quitaos los prismáticos y pasádmelos, rápido —ordenó Ariel.
Hice lo que nos pedía. Los guardó en una mochila negra que llevaba a la espalda.
Miré hacia arriba. No veía tan mal como esperaba. No distinguía los detalles, pero aún veía formas oscuras; y la forma en movimiento de un grupo de jinetes que avanzaban hacia nosotros a toda velocidad a lomos de grandes caballos y casi todos ocultos bajo capuchas oscuras. Uno de ellos nos gritó algo en árabe.
No tenía ni idea de lo que estaba diciendo, pero no sonaba amable.
—No hagáis ningún movimiento brusco —dijo Mark con firmeza.
La sonora respiración de los caballos me zumbaba en los oídos a medida que se acercaban. Entonces pude olerlos. El hedor de su sudor a punto estuvo de hacerme vomitar.