Henry Mowlam seguía sentado ante su mesa de trabajo. Llevaba doce horas de servicio. Si pasadas quince horas seguía trabajando, su presencia allí se le comunicaría a la persona responsable de los turnos.
No le importaba.
Los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Jerusalén justificaban su exceso de horas de trabajo, por no hablar del hecho de que la operación para encontrar a Susan Hunter e Isabel Sharp se encontraba en un punto crítico; lo sabía por experiencia.
La situación del mercado de valores israelí, que debía abrir el domingo por la mañana, había bastado para que decidiese quedarse por la tarde, pero la búsqueda de las dos mujeres, evitar que se encontrasen con el mismo destino que Max Kaiser, era lo que más le preocupaba ahora mismo.
Si seguían vivas, el siguiente movimiento de quienquiera que las tuviese retenidas sería matarlas de un modo espeluznante. Era algo que ya había visto antes. Cuando parece que una misión se tambalea, se toma la determinación de matar a los rehenes y a los implicados que puedan traicionar a los responsables.
Aquella idea le quitaba a Henry las ganas de irse a casa. Lo necesitaban allí.
La cooperación por parte de los israelíes había sido impecable: el acceso en tiempo real a datos de telefonía móvil y la plena autorización para que Mark Headsell participase en las operaciones junto con los servicios de seguridad habían agilizado todo lo esperable la búsqueda de Susan e Isabel.
Y, gracias a esa cooperación, disponían de otra pista.
La creciente tensión, los bombardeos, las operaciones militares en represalia y la locura de los medios egipcios en torno a la carta del califa, así como los informes sobre los trucos sucios del Mossad para ocultar la carta y a la persona que la había traducido, eran distracciones muy inoportunas.
Y una distracción aún más inoportuna sería una guerra entre Egipto e Israel. Una guerra, precipitada por los errores cometidos en ambos bandos y por determinados gestos políticos, que ahora parecía más que posible, cuando solamente una semana antes se perfilaba como una eventualidad remota.
La situación había pasado a formar parte de la agenda internacional de un modo tan repentino que se había convocado una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU para la mañana siguiente en Nueva York: en doce horas.
Sin embargo, lo que preocupaba ahora a mucha gente era lo que iba a ocurrir en esas doce horas.
Las fuerzas militares israelíes se habían desplegado en primera línea y los egipcios habían reaccionado. Las misiones de combate de su fuerza aérea habían resultado en dos incidentes con cazas israelíes F-161 Sufa. Se habían activado los sistemas de misiles y se había iniciado el seguimiento de objetivos.
Tan solo hacía falta que algún piloto asustadizo se internase involuntariamente en una zona militar para que se disparasen los misiles en represalia, y entonces el proceso de transición hacia la guerra se aceleraría vertiginosamente.
Las noticias procedentes de Jerusalén solo empeoraban las cosas. Ya se había producido una sonora condena internacional del asesinato en masa de los sacerdotes y del importante daño que ello suponía para el lugar más sagrado de la cristiandad. En los medios se especulaba con que la tumba de Cristo se hubiese visto afectada en el incendio. Otros canales de comunicación, entre ellos Twitter, habían filtrado que se habían hallado pruebas que apuntaban a la implicación de un grupo de terroristas palestinos.
Las redes de noticias estadounidenses emitían entrevistas con pastores cristianos que hablaban de señales del segundo advenimiento, el Armagedón.
Entró un correo en su bandeja de entrada. Lo leyó.
El mensaje era un informe generado automáticamente sobre lord Bidoner. Le había llegado en formato PDF secure.
El archivo mostraba el contenido de un correo electrónico que lord Bidoner había enviado a una empresa privada de seguridad estadounidense. Dicho correo, que había sido interceptado por el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno británico (el GCHQ), era una solicitud de búsqueda global en «todos los archivos» de referencias actuales o pasadas a un símbolo, cuya fotografía se adjuntaba.
La fotografía, para su sorpresa cuando lo abrió, mostraba el símbolo del cuadrado y la flecha que aparecía en el manuscrito que Susan Hunter estaba traduciendo.
Henry apoyó la cabeza en las manos. Estaba cansado y era casi la una de la madrugada.
¿Había descubierto una conexión entre lord Bidoner y lo que estaba sucediendo en Israel?
¿Y por qué el buen lord contrataba a una empresa de seguridad para instigar una amplia búsqueda que incluiría internet, bibliotecas académicas, bibliotecas de museos y otros almacenes de datos autorizados?
¿Y por qué la solicitud sugería específicamente una búsqueda internacional en cementerios, mausoleos y lugares de sepultura?
¿Qué demonios estaba ocurriendo?
¿Era el momento de llamar a la sargento Finch? Se estiró para coger el teléfono. Su mano vaciló.