—Coge esto —dijo Mark. Me pasó una pequeña tarjeta identificativa que no llevaba foto, tan solo su nombre y cargo: agente de seguridad-embajada de su majestad, el cairo.
—Tenemos que salir de aquí. Di que tienes que hacer una llamada. Enséñales esto a los dos policías. Yo te cubriré si te preguntan algo. Si te dejan pasar, nos veremos en la zona de admisión. Te seguiré tan pronto como pueda. Conseguiré que alguien del Mossad les diga por teléfono a los policías que se olviden de lo ocurrido.
—¿Por qué no vas ahora junto a ellos y les pasas con tu contacto en el Mossad?
—Es mejor pedir perdón que permiso. No tiene mucho sentido montar un espectáculo ahora mismo.
Todo lo que pude contestar fue un «vale». No me importaban las consecuencias, quería salir de allí. Me abroché la camisa, traté de quitar las marcas de las esposas de mi chaqueta de ante, desistí y me la puse.
Una expresión altiva era lo último que necesitaba ahora. Fui directo hacia el quarterback enseñándole mi identificación.
—Volveré. Echa un ojo a nuestro invitado. —Apunté con mi pulgar hacia Mark.
El quarterback levantó una mano; no se lo había creído. Entrecerró los ojos mientras examinaba la tarjeta. El corazón me latía a toda velocidad.
—¿Adónde va? —me preguntó. Tenía la voz ronca, como si hubiese fumado desde que era un niño.
—Tengo que hacer una llamada —contesté con la mayor calma posible. Mi voz sonaba extraña, más grave de lo normal, pero él no tenía forma de saber eso.
Me devolvió la identificación y miró hacia otro lado. Lo había conseguido.
Dos minutos más tarde estaba sentado en la zona de admisión, moderna y bulliciosa. Al lado tenía a una familia palestina; eran al menos diez. Tras ellos había una pareja israelí con un niño pequeño. Detrás de mí, una anciana beduina de expresión triste. Las otras filas de asientos estaban igual de concurridas. Una niña de pelo oscuro y sonrisa dulce me preguntó si estaba allí para que me cambiaran los vendajes.
—Espero a un amigo —dije—. No tardará mucho. —Me sonrió.
El sonido de la sirena de la policía se coló a través de las puertas cuando salió alguien. Una oleada de adrenalina me recorrió el cuerpo. Me puse en pie y eché a andar, esperando que la policía entrase corriendo en mi búsqueda.
¿Debía huir?
Me dirigían miradas extrañas, pero era incapaz de sentarme.
—Menudas pintas tienes —dijo una voz.
Me volví y vi a Mark.
Diez minutos más tarde estábamos en un taxi tras haber salido por una puerta lateral. Olía a cuero y a un intenso ambientador de pino que casi me hace vomitar. En la radio sonaba rock americano a un volumen muy alto.
—¿Adónde vamos? —quise saber.
Mark no me miró. Le dijo algo al conductor en lo que supuse que era hebreo. El taxista se encogió de hombros y aceleró.
Mark se volvió hacia mí.
—Necesitas zapatos nuevos —dijo.
Me miré los pies; mis zapatos estaban manchados y llenos de arañazos. El taxi paró en la calle Rey David, enfrente de una pequeña zapatería.
—No me importan un carajo mis zapatos —dije en cuanto se hubo marchado el taxi.
—A mí tampoco —replicó Mark.
—Entonces ¿adónde vamos?
—A encontrarnos con Ariel.
Empezó a caminar más rápido. Adelantamos a un grupo de cinco niños, tanto judíos como árabes, que reñían de forma ruidosa. Se gritaban entre sí, discutiendo por una pelota de fútbol amarilla que sujetaba uno de ellos.
—Por aquí —dijo Mark. Un Toyota Land Cruiser verde, distinto al último en el que nos habíamos subido, estaba detenido cerca de una parada de autobús, medio montado en el bordillo. Mark ocupó el asiento delantero junto a Ariel.
—Problemas, ¿eh? —dijo este último mientras yo entraba en el coche.
—No me eches a mí la culpa —contestó Mark.
Ariel se giró y me miró de arriba abajo, como si me estuviese examinando.
—Es usted un hombre con suerte —dijo—. Irrumpir en un monumento histórico es un delito que puede castigarse con hasta cinco años de cárcel.
—Gracias por aclarármelo —contesté.
Me incliné hacia delante.
—¿Se sabe algo de Isabel? —Mi tono fue tan áspero que hasta Ariel se giró para mirarme.
—Siéntese, señor Ryan. No haga demasiadas preguntas, a no ser que quiera volver a su hotel a tranquilizarse.
Me senté. Ariel avanzó entre dos autobuses blancos.
Sonó un teléfono. Me llevé la mano al bolsillo y entonces recordé que había perdido el mío. Ariel sacó el suyo y mantuvo una rápida conversación en hebreo de unos segundos de duración. Luego colgó.
—Mire por el parabrisas de atrás y verá una columna de humo —dijo suavemente.
Eché un vistazo y vi que tenía razón. Provenía de la Ciudad Vieja y ascendía hacia las nubes que sobrevolaban nuestras cabezas.
—Está ardiendo una casa junto a la Via Dolorosa.
Contemplé cómo subía el humo.
—Visitamos esa zona —dije.
—Fueron a la casa donde trabajaba Max Kaiser —dijo Ariel—, donde se lleva a cabo esa excavación secreta. —Aquello era una afirmación, no una pregunta.
—Sí.
—Pues esa es la casa que está ardiendo.
Se me abrió la boca, pero me di cuenta de que en realidad no me importaba. Tenía que encontrar a Isabel.
—¿Hay alguna noticia sobre el hijo de puta que me encontré en la iglesia?
Notaba todo el cuerpo dolorido, pero me daba igual. Ariel me miró a través del espejo retrovisor. Tenía una mirada grave que no me tranquilizaba. Mi ansiedad iba en aumento. ¿No me decía nada porque sabía algo que no quería contarme?
—¿Qué clase de persona quema vivo a alguien? —comenté, al aire.
No recibí ninguna respuesta.
—¿Dónde está Isabel? —insistí, golpeando la puerta con la mano.
Ariel me miró por el espejo pero no varió la velocidad.
—Si rompe algo, lo paga —me espetó.
—¿Puedes explicarme cómo interceptas esas señales telefónicas que estás rastreando?
—Esa información es confidencial.
—¡Por Dios! —exclamé—. Dame solo una maldita pista.
Durante un minuto se hizo el silencio; entonces Ariel habló.
—Cuando detectamos una señal de un teléfono que había dejado de emitir en los últimos días, podemos identificar todos los demás teléfonos empleados en esa ubicación durante la última semana, el último mes o incluso el último año. Astuto, ¿verdad?
—Sí.
—Eso es todo lo que necesita saber —dijo Mark.
—¿Y Xena? —pregunté—. ¿Qué le ha pasado?
—Está ocupada —contestó Mark.
Ariel llevó el coche al carril derecho de la autopista y redujo la velocidad. Adelantamos una fila de vehículos militares, la mayor parte de ellos camiones, aunque había algunos jeeps. La carretera discurría entre colinas empinadas y luego describía una curva a la izquierda. No tenía ni idea de qué camino estábamos tomando para salir de la ciudad. Entonces vi una señal que indicaba Belén todo recto.
Miré mi reloj. Eran las diez y media de la noche y no había mucho tráfico. Aquel olor a quemado que me ponía enfermo había vuelto a mí. El olor de aquellos cuerpos, el olor a muerte.
—Siéntese, señor Ryan. Llegaremos pronto —me dijo Ariel.
Pero no podía. Me presionaba el estómago con la mano para llevar el dolor hacia dentro. Cogí aire, larga y profundamente, y lo contuve. Tenía que mantener la calma, creer que Isabel estaba a salvo, que estaba viva. No podía rendirme. No iba a hacerlo.
La autopista serpenteaba entre un montón de colinas bajas. Dejamos atrás las luces de una ciudad que se extendían por una de las colinas, como si las casas estuviesen construidas sobre pilotes. Miré por la ventanilla trasera. Las luces de los coches que, de tanto en tanto, se situaban detrás de nosotros, regresaban a la oscuridad formando remolinos.
Entonces entramos en un túnel.
Al salir aminoramos la marcha. Aparte de más colinas, nos esperaba un amplio control militar brillantemente iluminado y flanqueado por jóvenes soldados armados vestidos de verde oliva. Ariel abrió la ventanilla y saludó mientras nos acercábamos a la barrera de metálica. La levantaron y pasamos.
Volvió a sonar su teléfono. Se lo llevó a la oreja, no dijo nada durante unos minutos, a continuación hablo rápido en hebreo y colgó.
—¿Qué está ocurriendo? —pregunté—. ¿Adónde vamos?
—Su amiga ha hecho dos llamadas. La primera fue desde esta carretera. La segunda desde un lugar al sur de aquí. Ahí es adonde vamos.
—¿No podemos ir más rápido? —sugerí.
Ariel aumentó un poco la velocidad.
Nos cruzamos con faros de vehículos que circulaban en dirección contraria. Aquella carretera ya no era una autopista; ni siquiera tenía línea de separación.
Al dar una curva, un microbús amarillo repleto de pasajeros nos adelantó a una velocidad suicida. El conductor debía de estar loco: conducía a toda pastilla por el lado equivocado de la calzada.
Cerré los ojos y recé parte de una oración que había aprendido en un internado de Briarwood, Nueva York, en el que solo había estado un año: A periculis cunctis libera nos semper. Líbranos siempre de cualquier peligro.
Había repetido aquella frase en latín una y otra vez durante aquel año, igual que estaba haciendo ahora. Nadie prestaba atención a mi balbuceo.
Aquel había sido el año en que habían traslado a mi padre a Inglaterra para el servicio activo. Nos reunimos con él al año siguiente.
No conseguía acordarme del resto de la oración, pero con aquella parte me era suficiente. Tomaría ayuda prestada de donde hiciera falta.
La carretera serpenteaba con curvas y giros. Las señales en árabe pasaban a gran velocidad. Pasamos junto a un grupo de hombres que se calentaban junto a una hoguera en el arcén.
Parecían estar todos vestidos de negro. Ariel aceleró al pasar a su lado. Describimos un giro y, de repente, una brillante telaraña de luces cubría las empinadas laderas de las colinas que dejábamos a mano izquierda. Parecía una escena sacada del decorado de un planeta extraterrestre para una película de ciencia ficción.