Susan estaba durmiendo, aunque bien podía estar inconsciente. Había hablado durante un buen rato sobre las conclusiones que había sacado acerca del manuscrito.
Había susurrado la mayor parte del tiempo y había acabado divagando sobre el primer alfabeto griego en minúsculas, por qué había sido empleado por escribas en Jerusalén en la época de Herodes y cómo ese estilo utilizado en los cuadernillos probaba la autenticidad del manuscrito.
La sed de Isabel volvía a incomodarla. Antes de marcharse les había dado una botella de agua y una tarrina de arroz cocido, pero ya no quedaba nada y el pánico empezaba a cobrar protagonismo.
La oscuridad no ayudaba. Le dio un buen repaso visual a la cueva en la que se encontraban. Observó que no debía de tener más de cinco por diez metros, y que no había más salida que aquella que él había sellado al meterlas dentro: un agujero de casi un metro allá arriba, en el techo, tapado por una roca.
Siempre había odiado los espacios pequeños.
Consiguió quitarse la chaqueta y colocarla justo debajo del agujero de salida antes de que la oscuridad las envolviese por completo, para marcar el lugar exacto y poder así mantenerse en sus cabales, tal y como había aprendido en el curso de entrenamiento en caso de secuestro del Ministerio de Asuntos Exteriores. Sin embargo, hacía años que había asistido a aquel curso y había olvidado muchas cosas.
Lo que sí recordaba era algo muy importante, una parte fundamental sobre cómo mantenerse con vida, que era lo que a ella le estaba costando hacer.
La eterna oscuridad la golpeaba como si se tratase de una fuerza física.
Cuando el hombre le quitó la venda de los ojos y vio el agujero, segundos antes de verse obligada a descender por la escalera de mano hasta el fondo de la cueva, sintió miedo de volver a estar encerrada sin luz de ningún tipo. Y ahora llevaba un buen rato luchando contra pensamientos aterradores que no se desvanecían.
¿Era este el plan que tenía para ellas? ¿Una muerte lenta causada por el hambre y la sed? ¿Iba a quedarse sentada mientras el cuerpo de Susan se descomponía y los gusanos comenzaban a comérsela? ¿Sería también ese su destino?
Tenía que admitir que había muy pocas probabilidades de que las encontrasen por casualidad. El lugar en el que estaban, una cueva con aspecto de tumba en medio de un valle desértico repleto de rocas similares, era la mejor prueba de ello. El estar a varias horas en coche de Jerusalén, hasta donde ella podía deducir (el tiempo es difícil de calcular cuando estás petrificado), implicaba que la civilización quedaba demasiado lejos y con ella, la posibilidad de que las descubriesen por accidente. Además, en aquel lugar podría ser tranquilamente el siglo I y no el XXI. Sean podría recorrer aquellos valles durante el resto de su vida sin encontrarla. Ni siquiera el hecho de saber en qué zona del país se hallaba le serviría de gran cosa.
Solo había visto rocas estériles, ni una sola casa cerca, cuando aquel cabrón les había quitado las vendas, justo antes de empujarlas, mientras las amenazaba con su pistola, por la escalera de la tumba donde se encontraban ahora.
—¿Cuándo vas a liberarnos? —había gritado desafiante mientras bajaba. Su respuesta, la promesa de una posible libertad si hacían lo que les ordenaba, de nada valía; lo supo ya incluso mientras lo escuchaba responder.
Que las hubiese dejado allí significaba al menos una cosa, de eso estaba segura: se había marchado para hacer algo y no quería que muriesen todavía.
La escalera había supuesto un verdadero escollo para Susan. Se había tambaleado al principio, y al final Isabel había sido capaz de agarrarla parcialmente cuando cayó desde los últimos escalones al duro suelo de piedra.
Aquello las había dejado exhaustas.
Después había tirado la bolsa de plástico con el arroz y el agua y, sin mediar palabra, había retirado la escalera y empujado la roca despacio hasta tapar la entrada del agujero. Probablemente era igual que cualquiera de las rocas que había visto desperdigadas por el valle: un rombo gigante e irregular de gran tamaño. Nadie podría imaginar que estuviesen bajo aquella piedra en particular.
Se preguntó si la roca también resultaría un problema para él, cómo sabría con certeza cuál mover para encontrarlas.
A menos, claro estaba, que no tuviese intención de volver.
Deja de pensar eso, se dijo a sí misma. Debes ser positiva.
Intentó alcanzar la entrada saltando. Estaba tan solo un metro y medio por encima de su cabeza, por lo que podía recordar, pero no consiguió tocar el techo siquiera y sentía como si saltase dentro de una pesadilla. Así, pasado un rato, tras perder su determinación en la oscuridad y escuchar un vacío que le ponía los pelos de punta, acabó por rendirse.
Entonces tuvo una idea.
¿Qué pasaría si pudiese escarbar entre las rocas y amontonar los escombros bajo la entrada? Al menos sabía dónde tenía que colocar las rocas.
Era una posibilidad. Si era capaz de escarbar lo suficiente en paredes y suelo, tal vez llegase a alcanzar el techo.
Después de un buen rato haciéndolo (no estaba segura de cuánto tiempo había estado intentando arrancar piedras de las paredes) solo había conseguido apilar cinco piedras grandes y algunos escombros que, juntos, no subían más que unos pocos centímetros.
Y su sed había empeorado con tanto ejercicio; la angustiaba tremendamente.
Escuchó toser. Durante un segundo se sintió desorientada. La tos le había sonado cerca, pero la persona de quien provenía resultaba invisible en aquella oscuridad infinita.
Entonces oyó un jadeo. Era Susan, aunque su voz sonó diferente al hablar.
—Te he escuchado moverte… Por favor, no los molestes… No molestes a los escorpiones… La picadura del amarillo puede matarte en pocos minutos. —Su voz sonaba aflautada, diferente.
Isabel se quedó paralizada. ¿Qué era aquel ruido?
Escuchó, prestando atención incluso a los sonidos más tenues. Sabía que las picaduras de escorpión eran dolorosas y, en ocasiones, mortales, si la incisión era lo suficientemente profunda o si recibías más de una picadura.
Pero lo único que era capaz de oír era su propia respiración, muy rápida.
Entonces escuchó otro sonido, un crujido febril, como si una horda de insectos hubiese sido liberada. Cada segundo que pasaba se hacía más fuerte.