El humo brotaba con rapidez de la pila de cuerpos. El chisporroteo del fuego debió de disimular mi llegada durante unos segundos que resultaron vitales.
Cuando la pistola se disparó yo ya me había abalanzado sobre él.
Le pegué un puñetazo en el brazo que sujetaba la pistola. Regla número uno: deshacerte de cualquier arma.
La fuerza de mi embestida hizo que se tambalease sobre sus talones mientras trataba de incorporarse. Podía oler su sudor. La adrenalina concentrada en la pelea fluía dentro de mí, provocándome visión de túnel. ¡Tenía que someterlo!
Agarré su garganta con la mano derecha. Movía la cabeza de forma violenta de lado a lado. Forcejeé con la mano que empuñaba la pistola, pero no la soltaba. Movía el brazo intentando zafarse. Me sorprendió cómo se retorcía.
—¡No puedes detenerme! —gritó de forma ahogada.
Apreté su cuello esperando que se rindiera. Notaba sus vasos sanguíneos bombeando, la tráquea y la piel serpenteando como si fuese de goma mientras él intentaba apartarse de mí.
—¿Dónde está? —grité. Se encabritó y trató de apartarme. Jadeaba intensamente.
—¡Morirás como Kaiser, suplicando que pare el dolor! —bramó. La mano de la pistola se acercaba a mi estómago. La aparté con rapidez.
Sus ojos azules parecían de neón. Irradiaban odio, como si fuera yo el que le hubiese hecho algo terrible a él.
Una baba caliente impactó contra mi cara.
Rodamos. Golpeé su cabeza contra el suelo de piedra gris. El calor del fuego me chamuscaba la espalda.
Mi cabeza golpeó duramente la piedra. Escuché un crujido y deseé que procediese de otra persona.
Unas luces brillantes se arremolinaban ante mis ojos. ¡Muévete!
Me aparté de forma desesperada hacia la izquierda, pero él vino conmigo. Mi mano seguía aferrada a su cuello. ¡Iba a matar a aquel cabrón!
Me lanzó un puñetazo al estómago. El dolor me sobrevino como si fuera una llamarada, aunque mi mano no se aflojó ni un poquito.
Volví a golpearlo con fuerza en la cabeza mientras nos alejábamos rodando del fuego. Si tan solo pudiera…
Una explosión atizó mi pecho y una ráfaga de viento nos golpeó. Me vi empujado hacia atrás como si una mano me hubiese agarrado. Tardé unos segundos en darme cuenta de que no había muerto, así como en liberarme del humo y descubrir que se había esfumado. ¡Se me había escurrido entre los dedos! ¡Cabrón!
Me puse en pie, tropecé, miré alrededor y escuché gritos; estaba temblando.
Me atraparon unos brazos y oí voces. La policía, con sus chalecos azules a prueba de balas, me estaba arrastrando. ¿Pero qué demonios…?
Me sacaron fuera y me empujaron contra la pared. En el patio ya no había sacerdotes. Tres policías me sujetaban y apretaban el frío cañón de una pistola contra mi pecho mientras una tropa de hombres cargados con extintores y vestidos de amarillo se dirigían al interior de la iglesia.
En ese momento, mi estómago reaccionó. Me tapé la boca con la mano y me incliné hacia delante. La policía dio un paso atrás. Vomité. Había mantenido a raya mi estómago, pero los golpes y el humo inhalado me lo habían puesto del revés. Dos policías diferentes, sin ningún tipo de protección, llegaron mientras me enderezaba y me limpiaba la boca. Uno de ellos hablaba por un walkie-talkie mientras el otro me recitaba todas las leyes que había infringido al entrar en la iglesia de noche.
Dijeron que iban a arrestarme. Me puse a gritar y a gesticular en la puerta de la iglesia.
—¿Están locos? ¡Me he enfrentado al hombre que provocó el incendio! ¡Trataba de detenerlo! ¡No pueden arrestarme! —grité.
Salía humo de las puertas principales del templo, que pendían de sus bisagras con sendos grandes agujeros, lo cual explicaba cómo había conseguido entrar la policía. Me imaginé que, quienquiera que tuviese la llave, no había aparecido lo suficientemente rápido.
Apunté hacia la puerta.
—Necesito volver a entrar. ¡Déjenme! —Di un paso adelante. Quería ver si Isabel estaba dentro.
Me agarraron por los brazos, un policía de cada lado, retorciéndomelos hacia atrás de forma dolorosa; habían conseguido levantarme varios centímetros del suelo.
—No va a volver a entrar, señor. —El agente de mi derecha habló pausadamente y con educación—. Describa al hombre que causó el incendio.
Lo hice, aunque no había mucho que decir, y hasta que no miré hacia la puerta y vi que había gente entrando y saliendo no caí en la cuenta de que no lo habían encontrado.
—¡Lo tenía sujeto hasta que rompieron las malditas puertas! ¡Tienen que registrar todo el edificio! —La única respuesta que obtuve fue una mirada de desdén.
Segundos más tarde, me habían echado del patio; cuatro agentes antidisturbios y policías con chalecos antibalas me llevaron a una callejuela. Pasamos un cordón policial azul y blanco, donde se había arremolinado una multitud de árabes con kufiyas, curas con sotanas negras, monjes vestidos de marrón y blanco, monjas de aspecto sombrío y turistas.
Se oían gritos y alcancé a escuchar Bashokh aleek! Me sonó a insulto.
Me preguntaban cosas en mi idioma a medida que pasaba. «¿Qué ha hecho, blasfemo?» fue la más memorable. Todas las voces gritaban enfadadas.
Tras el cordón policial había dos ambulancias blancas con la estrella de David en color rojo aparcadas frente a la torre de David, cerca de la puerta de Jaffa.
Mi mente trabajaba a gran velocidad, casi no era capaz de seguirla. Tenía que haberle destrozado la cabeza. ¿Qué más podía hacer? ¿Había perdido mi oportunidad de salvar a Isabel?
Tenía los puños apretados a causa de la frustración que me suscitaba el no haber terminado la pelea.
Pensé que me llevarían a la comisaría, por lo que me llevé una grata sorpresa cuando me dejaron junto a la ambulancia más cercana.
No sé por qué me sorprendía. Mis heridas no eran graves, pero sí patentes. Tenía la cabeza amoratada, con un tintineo extraño en el interior, y me dolía el estómago. Pocos minutos después apareció Mark. Me saludó, mostró su identificación y habló con el policía de uniforme azul y expresión dura como el cemento que me vigilaba desde la puerta trasera de la ambulancia.
Tras examinar con detalle la identificación y hablar por su crepitante walkie-talkie, el agente dejó que Mark se acercase al vehículo.
Se inclinó hacia el interior.
—¿No te han arrestado? —le dije.
Sonrió.
—Las autoridades israelíes vuelven a mostrarse cooperativas. —Hizo una pausa y se acercó a mí, como si quisiera examinar mis heridas—. Casi consigues que te maten ahí dentro.
—¿Han encontrado a Isabel? —Temía que hubiesen encontrado su cuerpo en alguna parte del templo en llamas.
Mark negó con la cabeza.
—He recorrido personalmente toda la iglesia. Estoy seguro de que no está allí.
Asentí.
—El muy cabrón ha escapado, ¿no?
Mark me confirmó que así era.
—Debía de tener la llave de una puerta trasera que no se había utilizado en años.
Cerré los ojos.
—¡Lo tenía! —Agarré con fuerza la áspera sábana azul que tenía debajo. ¡La mejor oportunidad que se nos había presentado de encontrar a Isabel se había escurrido entre mis dedos!
Entonces llegó alguien.
—¿Saben quién es?
Mark subió a la ambulancia y me di cuenta de que tenía un corte en el lateral de la frente.
—No —dijo.
Estaba recostado en una de las camillas. Todavía me temblaban los brazos por el esfuerzo de la pelea. El dulce y empalagoso aroma del humo llegó hasta mi nariz. Un médico, vestido íntegramente de verde, me había examinado ya y se había marchado. En ese momento volvió a aparecer y entró en la ambulancia.
—¿Viene con nosotros, señor? —le preguntó a Mark.
—Sí, necesito que me miren este corte —respondió él mientras se señalaba la cara.
El médico hizo que Mark se tumbara en la otra camilla y lo examinó. Nos amarró a ambos y golpeó la mampara que nos separaba del conductor. Arrancamos mientras sonaba la sirena.
El doctor estaba sentado en una pequeña silla plegable y hablaba a gritos por el móvil detrás de nosotros.
Mark sacó el teléfono del bolsillo y comprobó algo. Los ecos de las preguntas y los insultos que me habían proferido mientras me alejaban a rastras de la iglesia daban vueltas en mi cabeza como un coro de dementes que avivaba mi desesperación por haber dejado escapar a aquel hijo de puta.
Me acordé de mi teléfono y recorrí los bolsillos con las manos hasta darme cuenta, con un gruñido, de que lo había perdido.
—La policía lo encontrará si no se ha quemado o roto —dijo Mark cuando se lo conté—. Tarde o temprano lo recuperarás. Apagarán el fuego pronto. Viste lo que ese tío estaba quemando, ¿no?
No contesté: solo pensaba en Isabel.
Al principio, nada más entrar en el edificio, me había imaginado que podía estar siendo torturada en algún lugar de la iglesia. Al ver la pila de cuerpos pensé que se encontraría entre ellos, aunque rápidamente vi que no era así.
Pero si no estaba allí, ¿dónde estaba?
A Mark y a mí nos dejaron en dos cubículos contiguos de la sala de urgencias al llegar al hospital. Había dos policías israelíes custodiándonos, uno de ellos sentado en una silla.
El otro medía casi dos metros y se parecía a un quarterback que había visto en un partido de los New York Giants. Era casi tan ancho como alto y sus brazos eran igual de gruesos que mis muslos. Podía bloquear una puerta doble simplemente poniéndose ante ella.
Supongo que él era la fuerza bruta por si intentábamos hacer algo raro. De hecho, probablemente la causa de su preocupación fuese yo.
No quise ningún calmante, pues no quería atontarme. Tras colocarme un vendaje en la frente me exploraron el costado para determinar si había algún problema en esa zona. Una enfermera me informó de que querían que pasara la noche en observación, pero yo quería salir de allí.
Tras explicarle de dónde veníamos, nos dijo que había visto el incendio de la iglesia del Santo Sepulcro en televisión. Al parecer todo el asunto había sido retransmitido en directo a nivel mundial.
—¿Tienes inmunidad judicial aquí? —le pregunté a Mark, inclinándome hacia él desde mi camilla. Ni siquiera estaba seguro de si me iban a arrestar por irrumpir en la iglesia, y no iba a poder hacer nada por Isabel si permanecía encerrado en una celda.
—Yo sí —me contestó—. Pero tú no.
Sonó su teléfono.
No escuché el principio de la conversación, ya que volvió la cabeza, pero sí escuché la siguiente parte.
—Al fin buenas noticias —dijo. Me sonrió—. Ahora solo tenemos que librarnos de nuestros amigos. —Echó un vistazo a los policías: ambos nos estaban mirando.