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Isabel mecía la cabeza de Susan. La roca que yacía a su lado no era lugar para apoyarla. Trataba desesperadamente de prevenir la peor parte de su sufrimiento, de detener la cruda realidad de que el lugar en el que se encontraban sería lo último que Susan vería.

Estaban inmersas en la más profunda oscuridad. Era aquella sensación de vacío lo que Isabel odiaba. Oleadas de paranoia y pavor la atravesaban de tanto en tanto.

El frío se filtraba a través de la roca en la que estaba sentada, como si fuera reptando a lo largo de su cuerpo. También notaba un olor nauseabundo en el aire, a infección, humedad y muerte; podía incluso saborearlo.

En ocasiones, Isabel se imaginaba de vuelta en su apartamento de Londres, en la cama junto a Sean y con los ojos cerrados. Eso la ayudaba, pero otras veces la oscuridad se le antojaba una mano alrededor de su cuello de la que quería escapar.

Alguna vez había movido los brazos al escuchar ruidos fantasmas que le daban la impresión de que alguien se movía cerca de ella.

A Susan no le quedaba mucho tiempo, eso lo sabía.

La doctora Hunter se había rendido e Isabel no podía culparla. Eran conscientes de que su captor las había dejado bajo tierra y de que, tal vez, jamás regresaría. Incluso si lo hiciese, puede que fuera tan solo para infligirles una espantosa tortura final.

Un poco antes, ese mismo día, las había movido. Sabía que todavía era de día porque había visto luz antes de que aquel hombre le tapara los ojos. Isabel había querido arremeter contra él, gritarle y pegarle, pero no se puede hacer gran cosa cuando tienes las manos atadas a la espalda y no puedes ver qué o a quién golpeas.

Lo intentó igualmente: pegó una patada a lo que consideró la fuente de los empujones que estaba sufriendo por la espalda, pero recibió una bofetada en la cara y escuchó risas, por lo que se lo pensó dos veces antes de volver a hacerlo.

Cualquiera que fuera la razón por la que las había trasladado al nuevo emplazamiento, lo hacía por pura maldad. Estaba segura de ello.

—Isabel.

El sobresalto de lo repentino la hizo temblar. Era Susan Hunter quien hablaba, y su voz resultaba más lúcida que en los últimos días.

—Chist, reserva tus fuerzas —dijo esta—. Saldremos de aquí pronto.

—Eso no es cierto. —La voz de Susan sonaba plana, se había resignado.

—Para. Es la verdad.

—No me queda mucho. Escúchame. —Un sonido ronco, como el repiqueteo de la muerte o algo cercano a ello, salió de la garganta de Susan.

—Te escucho.

—Hay fuerzas oscuras. Ansían poder. —El repiqueteo volvió.

—Siempre hay fuerzas oscuras —dijo Isabel.

—No, no… No lo entiendes. —Isabel notó un débil apretón de la mano de Susan en su brazo. Parecía el de un bebé.

—No digas nada más. ¡Nada! —Isabel no quería oír hablar de fuerzas oscuras; no era el momento para aquella conversación.

—Buscan la muerte de la compasión. —Su voz era suave, como la de un niño.

—Siempre ha habido gente así.

—Hay que detenerlas. Si consigues huir… Tienes que pararlas.

—Lo haré, te lo prometo. Ahora deja de hablar —replicó suavemente.

—Conocí a Max… antes de que muriera. Él lo sabía. —Susan volvió a toser débilmente y, tras ello, su voz resurgió—. Creo que nos van a sacrificar, Isabel.

—¿Qué? —La idea era absurda, incomprensible.

Susan se deslizó entre sus brazos. Podía notar cómo su cuerpo se desvanecía a medida que dejaba de luchar.

—Quédate conmigo —susurró—. Superaremos esto. Ni siquiera pienses en eso. —No sabía si iban a sobrevivir, pero aquello era lo que tenía que decir. Tenía que creer que todavía había esperanza.

—Aquel libro que encontrasteis en Estambul albergaba un secreto, Isabel —dijo Susan tosiendo.

—¿Qué secreto? —Isabel no le había preguntado a Susan qué había en aquel libro.

—Un secreto que podría cambiar el mundo —susurró la doctora—. Vine aquí para encontrarme con Max. Ya lo sabías, ¿verdad?

—Sí —dijo Isabel.

—Necesitaba el pergamino… para hacer una comparación de datación por radiocarbono. —Susan no paraba de toser y, cada vez que lo hacía, el sonido era más débil que la anterior.

Isabel la agarró. Quería preguntarle por el secreto, pero Susan se desvanecía y no quería hacer nada que precipitase su final.

Tras un minuto, la voz de Susan resurgió en la oscuridad.

—Tenía que comprobar…, ya sabes…, si era una falsificación —dijo.

Isabel esperó; Susan tardó un minuto en volver a hablar.

—Una parte del manuscrito que encontrasteis es un cuadernillo… piel de oveja envuelta en hojas, como la utilizaban en el siglo I.

—¿Era a eso a lo que le querías hacer la prueba del carbono? —Isabel la agarraba con fuerza; notó su cabeza asintiendo.

—Max dijo que había encontrado cuadernillos. Sonaba parecido.

Susan profirió un lamento desgarrado, el de alguien que sufre, a quien no le queda mucho tiempo. No podía aguantar mucho más.

—¿Cuál es ese secreto que podría cambiar el mundo?

Susan respondió despacio.

—Hay una transcripción oficial romana del juicio de Jesús en ese libro.

—Dios mío —dijo Isabel. ¿Era eso cierto? Realmente, sería algo grandioso si así fuera, algo fuera de lo común. Sean estaría impresionado.

—Pero eso no es todo, Isabel. —Susan agitaba la cabeza.

—¿Qué más?

—Hay un secreto dentro del símbolo del libro. No sé lo que significa, pero lo nombran en el acta del juicio. Justo al final.

Susan siguió hablando en la oscuridad y dibujó la flecha y el cuadrado en el dorso de la mano de Isabel. Cuando Susan le preguntó si conocía el símbolo, Isabel se encogió: no importaba en ese momento.