El televisor de pantalla plana de treinta y siete pulgadas marca Bang & Olufsen colgado en la pared del hotel Saint George de Londres se encendió con un destello de color. El hotel contaba con la más moderna tecnología, una instalación de televisión integrada con acceso a internet que permitía a los huéspedes de las suites encender todas las pantallas con un solo gesto.
Lord Bidoner hizo el gesto en cuestión mientras salía del dormitorio. El «acompañante» que había dejado allí tendría que contentarse con el montón de revistas que había en la mesita de noche. El joven era un habitual, así que su discreción estaba asegurada y, al ser de la India, sabía que si cometía un solo error lo más probable era que toda su familia tuviese un macabro final, si no su aldea entera.
El hecho de que no hablase su idioma era una ventaja añadida para lord Bidoner. No había necesidad de las gilipolleces de las que les gustaba hablar a la mayoría de los acompañantes.
Pero no quería que el chico viese siquiera la expresión de su rostro al contemplar el drama que se estaba desatando en Jerusalén.
Arap Anach tenía una buena oportunidad de redimirse. Su intento de infiltrarse en una manifestación islámica en Londres y de expandir un virus había sido toda una decepción. El incidente había atraído la atención de los servicios de seguridad sobre una serie de personas y había tenido que andar con mucho cuidado para no empeorar la situación.
Pero si se las arreglaba para sacar adelante la operación que ahora tenía entre manos y para subir a la red vídeos de ejecuciones con fuego, había muchas posibilidades de que los acontecimientos recientes provocasen una muy útil oleada de repulsión y antiislamismo en Europa que ayudaría a avivar lo que estaba ocurriendo en Israel y la conflagración que estaba a punto de tener lugar.
Por no hablar del placer que tales vídeos proporcionarían a los entendidos en exquisiteces semejantes.
Sonrió y juntó las palmas de las manos mientras contemplaba cómo la presentadora de televisión le preguntaba a un representante palestino que negaba tener conocimiento alguno sobre lo ocurrido con los sacerdotes en el interior de la iglesia o por qué no daban señales de vida. El hombre agitaba los brazos histéricamente en reacción a la posibilidad que se le estaba planteando de que una de las facciones palestinas hubiese tomado la iglesia.
—No hay pruebas de tal cosa —decía.
Lord Bidoner cerró los ojos un instante. Todo marchaba a la perfección.
Si el vídeo prometido de la muerte de Isabel Sharp era tan bueno como el de los minutos finales de Max Kaiser, podía esperar que sucediese algo verdaderamente especial en las siguientes horas.
Tal vez debería pedirle a su acompañante que se quedase otra noche.
¿Le quedaba alguna otra cosa por hacer?
Revisar las medidas de seguridad.
Lord Bidoner repasó de nuevo todos los aspectos de su conexión con Arap Anach. Unas cuantas llamadas cifradas eran la única prueba en su contra. Ningún tribunal de justicia podría juzgarlo basándose únicamente en eso.
Por supuesto, existía un riesgo más obvio si Arap era detenido, pero lord Bidoner también había trazado un plan para tal eventualidad.
La gran pregunta a ese respecto era si su contacto sería capaz de intervenir lo bastante rápido en caso de que Arap cayese en manos de las autoridades.
La entrevista con el palestino había concluido. Subió el volumen del televisor con un gesto. Los acontecimientos en Jerusalén se estaban desarrollando a gran velocidad.
El canal Sky News estaba emitiendo imágenes en alta definición de la iglesia del Santo Sepulcro desde la esquina de Muristán, a unos diez metros de la entrada al templo, y desde un helicóptero que sobrevolaba la zona a cientos de metros de altura.
Eran las imágenes del helicóptero las que aparecían ahora en pantalla. Lo único que se distinguía era un grupo de sacerdotes y un montón de policías en el patio de la iglesia. También un hilo de humo que salía de la cúpula del edificio. Por un instante, la locutora no pareció percatarse de ello y, al hacerlo, su tono de voz se volvió más agudo.
Lord Bidoner pasó la mano por encima de la llama de la vela negra que se consumía sobre la mesa de café. Le dio la vuelta a la mano y dejó que la llama le quemase la cicatriz del dorso. El dolor lo recorrió.
Dejó la mano quieta durante unos segundos y luego la apartó. Una vez era suficiente para él. Lo mantenía pegado a la tierra.
Pensó en revisar la cartera de acciones de Ébano. Sabía lo que estaría ocurriendo con ella ya en el mercado de futuros israelí (estarían cayendo a gran velocidad), pero decidió esperar a ver el modo en que se desarrollaba la situación en Jerusalén.
La siguiente gran decisión iba a ser cuándo vender. Sus ganancias serían mucho mayores si aguardaba hasta que se iniciase realmente una guerra y todo el mundo se apresurase a vender acciones. La subida del valor de las acciones podría alcanzar el doscientos por ciento o más, si jugaba bien con los tiempos.
Se puso en pie. La locutora hablaba con el bloguero que había notificado a los medios que la red de telefonía móvil no funcionaba en la zona de la iglesia del Santo Sepulcro. Había visto llegar a las unidades policiales israelíes a través de una webcam para turistas que enfocaba la entrada de la iglesia.
Seguía sin haber rastro alguno de las brigadas de bomberos. La locutora se preguntaba en voz alta qué era lo que los retrasaba. El humo del tejado del templo era una estrecha columna, pero aumentaba con rapidez.
Lord Bidoner quitó el sonido. Era el momento de realizar la llamada telefónica. Si la iglesia del Santo Sepulcro había sufrido daños, la reacción de los Estados Unidos sería crítica.
Tal vez los altos mandos del ejército ya estuviesen poniendo al día sus escenarios de guerra. Lo importante en las horas y días siguientes era asegurar que las personas adecuadas supiesen a quién culpar, a quién odiar.
Anders Breivik había demostrado en Noruega cuándo dolor puede infligir un solo hombre, pero había escogido el camino erróneo.
Era mejor fomentar el odio que buscar publicidad. Y estaba a punto de desatarse un huracán de odio.