El ruido de un teléfono sonando rompió el silencio que reinaba en el interior del Range Rover. Por un momento creí que se trataba del mío. Luego recordé que mi tono de llamada era diferente.
Xena, que iba junto a mí en el asiento trasero, sacó su teléfono del bolsillo y dijo:
—Halo.
Se quedó escuchando y unos segundos más tarde colgó.
—¿Quién era? —preguntó Mark girándose hacia ella.
—Solo un hombre —dijo Xena.
—Siempre hay alguien detrás de ti, ¿no es cierto? —dijo Mark.
Clavé la vista en la oscuridad exterior. Encajaba con mi estado de ánimo.
—Está lloviendo más de lo que ha llovido aquí en veinte años —comentó Mark.
Me importaba una mierda. No me importaba otra cosa que no fuera encontrar a Isabel. Y me preguntaba por qué estábamos regresando a Jerusalén en realidad. De acuerdo, los habían informado de que el teléfono que estaban rastreando, el mismo que nos había conducido a aquella casa, había sido localizado en la zona de la iglesia del Santo Sepulcro, pero lo único que eso significaba era que alguien había pasado cerca del lugar y encendido el teléfono.
Aquello podría convertirse fácilmente en una estúpida y absurda persecución. De ser así, ¿no debería regresar a aquella casa, hacer algunas preguntas, echar un vistazo? Tal vez algún vecino conociese a la persona que vivía allí y sabría de dónde procedía.
Apoyé la mano en la puerta y me agarré a ella.
—Hemos cometido un gran error —dijo Xena. Su tono era sereno, pero abría y cerraba la mano, apoyada en su rodilla, como si estuviese un poco psicótica.
—¿Qué error? —inquirió Mark con tono irritado.
—Aquí están funcionando fuerzas sobre las que no sabemos nada en absoluto. —Comenzó a golpearse la frente con el puño. Al principio era un golpeteo ligero, pero en cuestión de segundos estaba haciéndolo con la suficiente rapidez como para hacerse daño.
—Para de hacer eso —dijo Mark.
Me acerqué y le agarré el brazo. Estaba fuerte, fibrosa. Tuve suerte de poder contenerla. Su brazo se escurrió entre mis dedos.
—Para, Xena —repitió Mark.
De repente se detuvo y se volvió para mirarme con los ojos muy abiertos, inyectados en sangre, como si estuviese mal de la cabeza.
—Crees que estamos perdiendo el tiempo —dijo.
Alguien que me leyese la mente: era justo lo que necesitaba.
Mark estaba medio girado en su asiento. El conductor se pasó al carril interior, como si se estuviese preparando para parar. El tráfico era intenso. El sabbat había terminado.
—No debes ir allí —dijo Xena, mirándome.
—¿Ir adónde? —pregunté.
—A la iglesia del Santo Sepulcro. No es segura para ti. —Su tono se volvía más insistente con cada palabra.
—Haz que me escuche, Mark —dijo dándole un golpe fuerte a este en el hombro.
Mark me miró con la boca semiabierta, como si estuviese a punto de decir algo.
—Ni te molestes —dije, con tono elevado—. No te escucho. —Si Xena no quería que yo fuese al Santo Sepulcro, allí era exactamente adonde yo quería ir.
Veinte minutos más tarde el conductor nos dejó en la puerta de Jaffa. Xena desapareció inmediatamente, confundida en medio de un grupo de soldados israelíes con uniforme verde que pasaba por allí.
Mark dejó que se fuera.
—Es libre de hacer lo que quiera —se justificó. Se adivinaba una cierta nostalgia en sus ojos. Me pregunté, no por primera vez, si existía una relación entre ellos.
—Vamos allá —dije.
Mi mente repasaba imágenes espeluznantes del sótano de aquella casa. ¿Alguien había traído de vuelta a Isabel a Jerusalén para asesinarla del modo en que habían asesinado a Kaiser? Ante aquella idea, un amargo sentimiento de ira me recorrió de arriba abajo. No haber llegado a aquella casa a tiempo había sido un golpe de mala suerte.
Si alguien le hacía eso a Isabel, yo no iba a ser capaz de soportarlo.
Caminábamos deprisa. Llegamos a la carretera del barrio cristiano y giramos a la izquierda para internarnos en él. La estrecha calle estaba repleta de tiendas para turistas que vendían alfombras, cruces, iconos, productos de cuero, antigüedades de dudosa procedencia, cristal azul hebreo, artesanía en plata, iconos cristianos y joyería.
Algunas de las tiendas estaban cerradas, pero la mayor parte de ellas estaban regentadas por propietarios de cabello negro apostados en el exterior del local con la expresión típica de un vendedor después de un día entero de negativas.
Mark estaba al teléfono. Podía percibir la frustración en su voz.
—¿Eso es todo lo que tenemos? —preguntaba con tono incrédulo.
Cuando tomamos un callejón aún más estrecho a mano derecha, se volvió hacia mí.
—Están llevando a cabo una operación de seguridad nacional ahí delante. Mantén la boca cerrada en todo momento. Yo responderé a sus preguntas, les explicaré por qué estamos aquí. A menos que yo te pregunte, no digas nada. ¿Está claro?
—Como el agua.
Giramos a la derecha. Más adelante había una pequeña puerta en un alto muro de piedra. Al otro lado estaba el patio delantero de la iglesia del Santo Sepulcro.
Sobre nosotros, a nuestra izquierda, se alzaba la imponente construcción del templo más sagrado del cristianismo. Mi cuerpo estaba tenso y mi cerebro funcionaba deprisa, demasiado deprisa. En mi mente se habían vuelto a colar imágenes de lo que le podía haber ocurrido a Isabel.
Apreté la mano contra la frente y en aquel momento ofrecí mi vida a cualquier fuerza que pudiese estar escuchando para que fuésemos capaces de encontrar a Isabel y que todo saliera bien.
Una moderna puerta de acero con una rejilla cuadrada de unos treinta centímetros de lado impedía el acceso al patio. La rejilla estaba bloqueada por una placa de acero al otro lado. En la puerta había una mirilla.
Al otro lado de la rejilla había policías israelíes con uniformes azules.
Mark sacó un pase identificativo. Uno de los policías se inclinó para examinarlo. Entonces abrió la puerta. Creí que nos iba a dejar entrar pero, en lugar de eso, dos fornidos y pálidos monjes ataviados con hábitos marrones y con una cuerda blanca atada alrededor de la cintura salieron a toda prisa.
—¿Qué está ocurriendo? —les pregunté a los monjes. Estaba bloqueando su camino.
El más alto de los dos, que superaba el metro ochenta de estatura, me respondió en tono suave.
—No sabemos nada. Que la paz sea contigo. Por favor, déjanos pasar.
Retrocedí y se marcharon.
—Parecían preocupados —comentó Mark.
—¿Podemos entrar? —le pregunté al agente israelí, alzando la voz, mientras él cerraba la verja.
—Alto —dijo una voz femenina. Me volví. Era Xena, que estaba parada a metro y medio de mí, mirándome fijamente—. El mal está ahí dentro —dijo.
—Este es el lugar más sagrado del cristianismo —dijo Mark, casi a voz en grito. Se volvió hacia la puerta. Ya estaba cerrada, pero la rejilla seguía abierta.
—Por favor, llame a su superior.
El agente negó con la cabeza.
Una oleada de furia creció dentro de mí.
—¿Qué coño está ocurriendo? ¿Por qué no escuchan? ¡Este hombre es de la embajada británica! —exclamé. El policía me miraba directamente a los ojos. Nos sostuvimos la mirada durante unos segundos. Entonces él dio un paso atrás y se volvió hacia otro agente que estaba tras él. Aquel hombre tenía el cabello plateado y aires de mando. Se acercó a la puerta.
—Soy de la embajada británica en El Cairo —explicó Mark.
—La iglesia está cerrada —dijo el agente de mayor edad, con acento estadounidense.
Mark pegó su tarjeta de identificación a las barras de hierro. El policía más joven había retrocedido un paso y tenía la mano apoyada en una pistola automática de color negro que nos podía matar a todos en cuestión de segundos.
El agente veterano avanzó para examinar la tarjeta y negó con la cabeza.
Mark retiró su identificación y sacó una segunda tarjeta identificativa de detrás de la primera.
—Tengo autorización del Mossad —dijo—. En esta tarjeta figura mi código identificativo. Compruébenlo. Llamen a la jefatura.
El policía de más edad miró la tarjeta con detenimiento y se alejó. Cogió un pequeño walkie-talkie negro de otro soldado y habló por él. A continuación escuchó con el aparato pegado a la oreja.
Pasado otro instante de espera regresó y dijo algo de malas maneras al policía joven.
Segundos más tarde estábamos todos dentro del patio. Unas potentes luces dispuestas sobre trípodes de aluminio iluminaban como si fuera de día.
Había una marabunta de sacerdotes y monjes de varias confesiones en el primer tramo elevado del patio. Delante de ellos, a nuestra izquierda, había unos escalones que conducían al atrio enlosado de la iglesia.
Algunos de los sacerdotes vestían sombreros ortodoxos, negros y redondos, y portaban grandes cruces de oro en el pecho. Otros dos llevaban barbas espesas y capuchas negras y puntiagudas de aspecto extraño. Apenas podían distinguirse sus rostros. Un viejo monje de cabello gris vestía un hábito de color marrón oscuro.
—Averiguaré lo que está ocurriendo —dijo Xena.
—¿Cómo demonios puede hacer eso ella? ¿Por qué está aquí siquiera? —le pregunté a Mark mientras contemplaba cómo se dirigía hacia el grupo de sacerdotes.
—Xena puede resultar muy útil. Se crió en un convento ortodoxo etíope. Probablemente les dirá que es abadesa o algo similar —añadió llevándose un dedo a los labios—. De hecho, creo que fue abadesa durante un tiempo en Sudán —dijo frotándose la frente.
—¿Y tienes autorización del Mossad? —pregunté.
Se encogió de hombros.
Xena se dirigía de nuevo hacia nosotros.
—Algo malo está ocurriendo en la iglesia —dijo—. Os lo he dicho. —Me miró fijamente, apretando los labios, como si estuviese enfadada por el hecho de que yo me hubiese negado a creer sus advertencias.
—No tenemos tiempo para esto —dijo Mark—. ¿Qué más te han dicho?
Me miró a mí después de mirar a Mark. Entrecerró los ojos.
—Dicen que el secretario del patriarca griego ortodoxo recibe una llamada cada hora para comunicarle que todo va bien en el templo. Hacen eso desde unos disturbios que tuvieron lugar ahí dentro en plena noche hace unos años. —Se inclinó hacia delante—. Las dos últimas llamadas no se han producido. Y dentro nadie contesta al teléfono. —Tenía una expresión de resignación en el rostro, como si supiese que aún había cosas peores por venir.
—¿Por qué sencillamente no entran, abren la puerta y ya está? —dije gesticulando en dirección a los dos arcos románicos de medio punto que había al otro lado del patio. Uno de ellos había sido tapiado tiempo atrás. El otro era una puerta de madera de doble hoja que parecía tan antigua como las piedras de la época de los cruzados que la rodeaban.
—¿No tienen llaves? —pregunté gesticulando hacia el grupo de sacerdotes.
—No, no las tienen.
—Las normas sobre la apertura y el cierre de este lugar se establecieron en un tratado internacional —explicó Mark.
Aquello no me importaba.
—Estoy seguro de que han roto las normas antes.
—No desde 1853 —repuso—. Seis confesiones comparten esta iglesia y ninguna de ellas tiene llaves.
—Este templo es el centro del mundo cristiano —añadió Xena—. Ni siquiera el Papa rompe las normas aquí.
—¿Y qué hay de eso? —pregunté señalando las ventanas superiores. Había tres grandes ventanas en la pared de la iglesia por encima de las puertas.
En las ventanas se reflejaba una luz parpadeante. Podía ser de las velas del interior de la iglesia o podría ser de un fuego.
O podría ser alguien que estuviese quemando vivo a alguien.
Algunos de los sacerdotes se volvieron a mirar hacia las ventanas siguiendo la dirección en la que yo señalaba. Supuse que se produciría una inmediata reacción de desenfreno, que la gente correría hacia las puertas para echarlas abajo, abrir la iglesia y averiguar si acechaba algún peligro, si alguien estaba siendo asesinado en el interior.
Pero me equivocaba.
Los sacerdotes que miraban arriba se limitaron a volver a mirar al monje que hablaba ante ellos. O tal vez estuviese rezando. ¿Iban a esperar hasta que las llamas saliesen por el tejado?
¿Habían visto lo mismo que yo?
A la derecha de los arcos de entrada había unos escalones que conducían a un pórtico de entrada abovedado de una sola altura. Parecía estar cerrado, en desuso. La estructura tenía finos pilares de mármol y numerosas cornisas.
Gruñí.
Sabía lo que iba a hacer.
Una vez, estando borracho, había escalado la fachada de una mansión en Maida Vale, cuando Irene y yo estábamos en la facultad. La buscaba a ella. Podría haberme matado, pero en lugar de eso me había quedado con la estúpida idea de que se pueden escalar las fachadas de los edificios siempre que tengan bastantes cornisas. Y definitivamente, allí había suficientes.
Lo único que tenía que hacer era alcanzar aquel primer saliente ancho. Avancé hacia el edificio despacio. No había necesidad de llamar la atención. Bajé las escaleras que conducían a la zona principal del patio.
Escuché una voz a mi espalda.
—Los cruzados construyeron la mayor parte de lo que está aquí en el año 1170, después de tomar Jerusalén. —Era Mark quien hablaba. Me estaba siguiendo—. La iglesia bizantina original duplicaba en tamaño a esta. Fue destruida por los fatimís en el 1009, si no recuerdo mal. —Hizo una pausa—. ¿Adónde vas, Sean? —añadió con un tono una octava por encima del anterior.
No respondí. Seguí caminando. Cuando alcancé el muro de arenisca de la iglesia, subí los empinados escalones que conducían a las puertas principales. Una vez arriba, apoyé el pie en una cornisa que tenía a la izquierda y que formaba parte del muro del templo.
Me agarré con fuerza a una hendidura en la pared y trepé hasta la siguiente cornisa, que era más ancha. Sentí la áspera piedra bajo mis dedos. Olía a polvo y a mi propio sudor.
—Estás como una puta cabra —dijo Mark.
Miré hacia arriba. La pared se alzaba sobre mí como un acantilado. El corazón me latía de forma audible.
—¡Deténgase! —El grito resonó con tal fuerza en el patio que hizo que se me resbalaran los dedos de la cornisa que trataba de alcanzar.
No miré a mi alrededor. Sabía lo que estaba ocurriendo. Volví a impulsarme hacia arriba, lo más lejos que pude. No disponía de demasiado tiempo. Mis dedos buscaban un punto donde asirse en el siguiente saliente.
Decir que el corazón se me salía por la boca sería poco: parecía que intentaba escapar de mi cuerpo.
No iba a ser capaz de alcanzar la siguiente cornisa.
—Salta —dijo una voz. Era la de Mark.
Noté un empujón en el muslo y, a continuación, en la pantorrilla de la otra pierna. Iba a impulsarme. ¡Lo conseguiría!
Se oía un clamor de gritos detrás de mí, un eco de pies correteando sobre la piedra.
Seguí subiendo. Las manos me impulsaron y me dejaron ir.
Abajo resonó un grito estridente, como si una manada de grullas me persiguiese.
—Bájate de ahí. —La voz de Mark era apremiante.
Se oyó un silbido. El sonoro silbido de un policía, acompañado de gritos.
—¡Baje, baje! —gritaba un coro de voces, algunas en diferentes idiomas, pero todas con la misma intención.
Ahora estaba colgado de una cornisa de una sola mano y me tambaleaba en el vacío. Pero había alcanzado el saliente. Me agarré con la otra mano, justo en la esquina. Si alguien me tiraba de los pies en aquel momento, estaría en el suelo en cuestión de un segundo y bajo custodia policial pasados unos pocos más.
Pero nadie tiró de mí. Me agarré con la pierna a un estrecho pilar de piedra y me impulsé hacia arriba.
Abajo, Mark estaba esposado y Xena le protestaba a un policía que la estaba sujetando por el brazo. El policía de mayor edad también estaba allí, mirándome y haciéndome gestos para que bajase.
No estoy seguro de lo que había hecho Mark exactamente, pero había impedido que tratasen de bajarme de allí. Ahora había un sacerdote justo debajo de mí, uno de los griegos ortodoxos con tocado redondo. Se estiraba para alcanzar mi pie y hacerme caer. Y hacer que me rompiese la cabeza si podía, estoy seguro.
Más adelante, la cornisa se ensanchaba. Había una escalera de madera descolorida por el sol apoyada contra una ventana de cristal mate. Me dirigí hacia la ventana y toqué accidentalmente la escalera mientras miraba a través del mugriento cristal. Abajo se oyó un grito ahogado. La escalerilla se tambaleó y cayó de la cornisa. Los gritos escandalizados de sacerdotes y monjes resonaron en lo alto.
Me estiré. Había una ranura de unos dos centímetros en el marco de hierro de la ventana, en el centro. Metí los dedos por ella y la parte superior de la ventana se abrió con un fuerte chirrido. Vi llamas reflejadas en el cristal al moverlo, y también percibí el olor a quemado. Era un olor dulzón.
Olor a carne quemada.
—¡Deténgase o dispararemos! —se oyó de nuevo desde el patio. ¿Acaso no veían que la iglesia estaba en peligro?
Me metí por la ventana y caí poco más de un metro hasta darme contra un suelo de azulejos rojos y blancos. Me golpeé el hombro al caer y sentí un agudo dolor en el brazo. Enseguida me levanté. Ahora que estaba dentro, noté el acre olor a quemado que invadía el aire.
¿Estaría muerta Isabel?
Cerré la ventana. Los gritos del exterior se amortiguaron. Me asomé por encima de la barandilla de piedra a la famosa iglesia del Santo Sepulcro. Tenía dos alturas con columnatas de piedra coronadas por una bóveda decorada con rayos de sol dorados. Me encontraba en el nivel superior. Debajo tenía un suelo de piedra, la nave central de la iglesia. En el centro había un edículo de piedra apoyado sobre pilares y con una cúpula en lo alto. Millones de personas creían que allí yacía el cuerpo sin vida de Jesús.
Un grito procedente del exterior resonó en la distancia.
—¡Si profana este santo lugar su alma estará condenada!
No tenía tiempo de profanar nada. Una columna de humo negro ascendía desde el nivel inferior y las llamas se reflejaban en los pilares de mármol e incluso en las paredes de piedra.
Tenía que bajar allí.
No quería averiguar lo que probablemente significaría aquel fuego, pero no tenía elección. No podía fallarle a Isabel. Me moví con rapidez por la galería. Las escaleras que bajaban hasta el suelo estaban oscuras. Avancé pegado a la pared y noté correr una brisa. El olor dulzón de la carne quemada era muy intenso.
Sentí arcadas ante la idea de lo que aquel olor conllevaba. Me rocé el hombro con una parte de la pared de arenisca que sobresalía hacia la escalera. Noté como si alguien me hubiese tocado. Me latía el corazón como si hubiese estado corriendo. Alcancé la puerta del fondo de las escaleras. Estaba abierta unos centímetros y dejaba pasar una columna de luz.
Acerqué la cabeza a la rendija y vi, a la derecha, la espalda de un hombre absolutamente escuálido. Tenía los hombros encorvados y un cráneo prominente. Vestía un traje negro.
El hombre miraba algo que había bajo sus pies, aunque yo no alcanzaba a verlo.
Pero sabía que tenía que hacerlo. Empujé la puerta despacio, temiendo que chirriase, pero no hizo ningún ruido.
Di un paso adelante. La puerta se cerró tras de mí con un susurro. No me lo esperaba. ¿Se volvería? Seguí caminando.
Cada segundo que pasaba se me antojaba un minuto.
Estaba a unos cinco metros.
Entonces pude ver de dónde procedía el humo. Había un montón de trapos tras él, frente a un altar de mármol amarillento. No, no eran trapos, eran cuerpos vestidos de negro. La brillante piedra, el suelo de mármol y una hilera de candelabros de plata reflejaban las llamas procedentes del montículo.
¿Cómo podían arder aquellos cuerpos?
Entonces vi los marcos de los cuadros entre los cuerpos. El humo, que se elevaba a toda velocidad, los había oscurecido. Pude oír un rumor de crujidos procedente de las llamas, pero ningún grito del exterior lograba penetrar los gruesos muros del templo.
El olor resultaba casi asfixiante. Se pegaba a la garganta. Me encontraba a tres metros de él.
Alcé los puños. ¿Había matado a toda aquella gente él solo?
Comencé a trazar un plan en mi cabeza. Iba a…
Toqué con el pie un saliente del suelo. El ruido, leve pero audible, hizo que el hombre se girase. Y fue entonces cuando vi el arma que llevaba en la mano, negra y amenazadora.
Giró el cuerpo por completo para enfrentarse a mí mientras las campanas repicaban en algún lugar en lo alto.
Entonces un destello salió de su arma, como una explosión de fuegos artificiales.