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A las siete menos un minuto, todas las tardes de invierno, el custodio de la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén se sube a la escalera que ha colocado contra la puerta izquierda del templo.

Esta basílica enormemente venerada, punto de encuentro para millones de peregrinos a través de los siglos, es el lugar más polémico de la cristiandad. La primera iglesia, una de las más antiguas, fue construida por Constantino el Grande en el año 330 d. C.

Ninguna otra iglesia cristiana cuenta con seis confesiones cristianas, a menudo enfrentadas entre sí, a su cargo.

El custodio, un musulmán, es descendiente directo de un antepasado que fue nombrado para el puesto por el mismísimo Saladino en 1187, tras la reconquista islámica de Jerusalén que siguió a la caída del principal Estado cruzado.

El custodio es muy consciente de la importancia de sus funciones. La iglesia del Santo Sepulcro contiene lo que se cree desde hace mucho tiempo que es la tumba de Jesús, también llamada el Gólgota (el monte del Calvario, donde fue crucificado) y la capilla de Adán (el lugar en el que se cree que fue enterrado el cráneo de Adán).

El custodio cierra la puerta principal de la iglesia con una vieja llave de hierro. Luego pliega los escalones de madera sobre los que se ha subido y se los pasa al sacristán armenio por una trampilla situada en la puerta derecha. Este, junto con los sacristanes latino, griego y otros sacerdotes, pasarán la noche en la iglesia rezando y aguardando que sus puertas se vuelvan a abrir a la mañana siguiente a las cuatro en punto. Los sacristanes están entrenados para permanecer despiertos para asegurarse de que nadie viola las normas del statu quo, el sistema de gobierno de la iglesia establecido por los otomanos en 1853.

Las únicas personas que permanecen en la iglesia esa noche son ocho sacerdotes entre ortodoxos, latinos y armenios, y un visitante acreditado.

Aquella noche, cuando el custodio retiró la llave de la cerradura inferior, pensó en el extraño suceso que había tenido lugar tan solo unas horas antes. El visitante especial, un hombre que había llegado con el padre Rehan, se había presentado tan solo unos minutos antes de la ceremonia de cierre. Planeaba pasar la noche en el interior de la iglesia en oración y contemplación, pero parecía una persona demasiado glacial como para llevar a cabo semejante penitencia.

El custodio sacudió la cabeza para ahuyentar sus miedos. Había visto a muchos cristianos de aspecto glacial y a unos cuantos visitantes nocturnos extraños.

Y la carta que aquel hombre le había presentado, así como la confirmación telefónica de su autenticidad, eran todas las comprobaciones que precisaba realizar oficialmente.

La otra cosa extraña que el custodio había notado era el hecho de que el visitante especial llevase un morral negro consigo, que parecía mayor y más pesado de lo normal para un solo hombre.

Pero no había hecho nada al respecto.

El custodio estaba autorizado a solicitar registros aleatorios de todos los visitantes de aquel lugar sagrado, pero nunca había solicitado el registro de un visitante especial. Además, los desencuentros entre monjes y sacerdotes con respecto a asuntos como mover una silla o dejar una puerta de la iglesia abierta hacían improbable que fuese a solicitarlo para un solo visitante, a menos que lo hiciese con todos los visitantes especiales de todas las confesiones. Se le había pasado por la cabeza que esta restricción autoimpuesta podría resultar algún día ser un tremendo error.

Mientras atravesaba el patio rodeado de peregrinos cristianos por todas partes y ya con las puertas de la iglesia oficialmente cerradas, pronunció una oración a Alá para que no cometer ningún error referente al templo durante el resto de su vida.

En el interior de la iglesia, bajo la luz amarilla de las tenues bombillas encerradas en una hilera de faroles de cristal, el padre Rehan escuchaba de pie la lectura en voz alta de la lista de oraciones nocturnas.

Aquella voz cantarina invadía el ambiente.

La mano derecha de Arap Anach buscaba el cierre de la mochila que sostenía delante de él. La abrió y hurgó en su interior sin mirar hacia abajo.

Entonces volvió la cabeza. Solamente había cuatro sacerdotes con él en aquella capilla lateral.

Pulsó el interruptor del inhibidor de cobertura móvil. Aquello afectaría a la señal de todos los teléfonos móviles de doscientos cincuenta metros a la redonda.

Entonces abrió, aún sin mirar, el delgado estuche metálico que contenía la versión MP5-NX de la famosa pistola automática de cañón corto Heckler & Koch, una de las favoritas de las fuerzas especiales de la Marina en todo el mundo. Esta versión estaba equipada con un pequeño silenciador de fibra de carbono. Lo había probado tan solo unos días antes y funcionaba como debía.

Era el mejor que existía para disimular el ruido de los breves estallidos de un arma automática en espacios cerrados.

Arap Anach sacó la MP5 de su mochila y apuntó con ella a la sien del padre Rehan. Cuando apretó el gatillo y las balas salieron propulsadas provocando una sacudida en su brazo, Arap sintió una oleada de calidez que le recorría el cuerpo.

El poder sobre la vida y la muerte es adictivo, si no se tienen escrúpulos a la hora de utilizarlo.

El siguiente ruido, aparte del sonido amortiguado del cartucho especial de 9 mm internándose en la carne y el hueso mientras describía un arco con el arma, fueron los gritos de asombro de los demás sacerdotes mientras Arap los mataba uno a uno con balas expansivas de punta blanda.

La Convención de La Haya había prohibido aquellas balas, pero eso no significaba que no se pudiesen conseguir si se sabía dónde buscarlas.

En cualquier caso, utilizarlas era lo más adecuado. Mejor matar a un hombre de un solo tiro, con una bala que se expandiese y fragmentase en el interior de su cerebro, que tener que rematarlo, y dejar que vea acercarse su propia muerte.

Uno de los sacerdotes logró alejarse varios metros. Debía de tener un elevado instinto de supervivencia, y corría a gran velocidad cuando la parte posterior de su cráneo se desintegró. Las sesiones de entrenamiento de Arap Anach con la MP5 estaban dando sus frutos.

Solamente había tardado unos segundos en asesinar a aquellos sacerdotes. Sabía que sus gritos enseguida atraerían a los griegos, y posiblemente también a los demás sacerdotes, aunque estos estaban más lejos y celebraban un bullicioso servicio de oración, pero nada de aquello importaba.

Una vez que eres capaz de matar en cantidades desmesuradas sin inmutarte, hay pocas cosas que alguien desarmado pueda hacer para detenerte en distancias cortas. Miró hacia abajo. El suelo de mármol de la capilla ya estaba resbaladizo por la sangre. La adrenalina se disparaba en su interior.

La caza había comenzado.

Pronto estaría buscando a algún sacerdote que seguramente decidiría esconderse. Después de eso tendría la iglesia para él solo.

En su día había una puerta trasera secreta que daba acceso al Santo Sepulcro y que era utilizada por los sacerdotes ortodoxos, pero la habían tapiado debido a las protestas que su existencia generaba, por el miedo a que los monjes ortodoxos que la utilizaban pudiesen tratar de realizar cambios en el edificio con los que las demás confesiones no estuvieran de acuerdo.

El túnel subterráneo que conducía desde el interior del templo hasta una gruesa puerta de madera de un sótano que daba a Aqabat al Khanqah, una calle situada en la parte posterior de la iglesia, que también estaba cerrado con llave por motivos similares, tampoco proporcionaría una vía de escape a los sacerdotes que quedasen vivos. El padre Rehan tenía la llave de esa puerta en el bolsillo.

Pero sí que sería una vía de escape para Arap Anach cuando llegase el momento.

Descansó el brazo con el que sostenía el arma mientras aguardaba la llegada de los demás sacerdotes. Al ver que ninguno acudía, descolgó un cuadro gigante de la era victoriana de la pared. Luego otro. El ruido los atraería hasta allí.

El acelerante que portaba consigo, una mezcla de gas para mechero y etanol, lograba provocar una conflagración hasta en una pila de leña mojada.

Percibió un movimiento en uno de los cuerpos y se agachó a comprobar si el sacerdote tenía pulso. Al inclinarse sobre él notó el olor a sangre. Siempre lo asombraba hasta qué punto se distingue el olor a hierro en la sangre, casi como si se saborease en los labios, si se estaba lo bastante cerca de la fuente de la que emanaba.

Se oyó un ruido.

Cuando se giró, un sacerdote ortodoxo con hábito negro se encontraba a solo un metro de él. Llevaba un candelabro de plata de un metro ochenta de alto en la mano.

No importaba.

Arap le disparó en la cara y el hombre cayó con un agujero del tamaño del culo de una botella de leche en el pómulo. La sangre brotaba de él de un modo insistente que decía mucho de la energía del cuerpo humano, así como de su fragilidad.

Era hora de cazar a los que faltaban. Se puso manos a la obra.

El primero que encontró intentaba escapar por la puerta principal, a pesar de que estaba cerrada desde el exterior. La golpeaba frenéticamente cuando cayó muerto. Otro estaba en una ventana haciendo aspavientos, pero aquel pasillo elevado estaba demasiado oscuro para que nadie lo viese. Arap Anach subió a por él con el corazón acelerado por el placer y cuando estuvo junto a él apretó el gatillo.

Cuando hubo terminado, arrastró los cuerpos hasta el altar mayor de la iglesia, delante de la escalinata que conducía a la capilla del Gólgota. De hecho, era muy adecuado que los cadáveres de aquellos sacerdotes ardieran y fueran sacrificados en el lugar en el que se encontraba el cráneo.

Tras acabar, sacó algo de su mochila. Era un recipiente de plástico sellado que contenía pañuelos palestinos, un detonador conocido por ser utilizado por los terroristas suicidas y un par de zapatillas robadas a un conocidísimo organizador de células terroristas palestino. Habría suficiente ADN en aquellos objetos como para condenar al Papa.

Eso era lo que hacía que la inminente conflagración mereciese la pena. Tan solo una prueba indiscutible de que los palestinos habían cometido un acto de terrorismo religioso a escala mundial bastaría para incendiar las cosas lo necesario.

Dejó cada uno de aquellos objetos repartidos por el templo para que pareciese que se habían caído en medio del caos. Tal vez uno o dos se consumiesen con el fuego, pero el resultado más probable era que encontrarían algunos en la búsqueda de pruebas. Las llamas dañarían la iglesia y muchos de sus mayores tesoros, pero era improbable que redujesen el edificio a escombros.

Quedaba una tarea más antes de empezar a rociar el acelerante. Sacó el teléfono de su bolsillo y lo dejó sobre el semialtar de piedra tallada situado junto a las escaleras que conducían al Gólgota. Luego buscó en su mochila y desactivó el inhibidor de cobertura. En cuestión de segundos comenzó a oír teléfonos sonando entre los cuerpos de los sacerdotes muertos.

Cogió su teléfono y marcó. Le había costado un poco conseguir el número de un conocido militante de Hamás, pero lo único que tendría que hacer para establecer otro indiscutible vínculo con los palestinos era mantener la llamada durante unos segundos. Esta vez hablaría despacio, para que lo entendiesen.

En poco tiempo sería imposible no culpar a los palestinos de aquella matanza.