Me volví. Mark estaba justo detrás de mí. Por un momento creí que iba a interrumpirme. Estaba dispuesto a rugirle si lo hacía. Lo miré durante solo un segundo y volví a recorrer el hueco del suelo con las manos temblorosas. Aquel hueco significaba que había algo allí debajo.
Estábamos en el lugar correcto. Podía sentirlo.
—Ahí abajo hay un sótano —dije, señalando la grieta del suelo—. Tiene que haberlo. He oído arañazos.
Mark se inclinó hacia mí.
—¿Viste alguna herramienta, algo, cuando inspeccionaste los alrededores?
—No, lo siento. Espera. Puede que haya algunas herramientas de jardín bajo la escalera. Creo que vi una pala.
Mark desapareció.
Volví a gritarle a la junta del suelo. Ya no oía ningún ruido. ¿Me lo había imaginado? Recorrí con los dedos el suelo, las paredes, en busca de un pestillo, un botón, algo. Pegué la boca a la grieta.
—¡Isabel!
No obtuve respuesta, y tampoco encontré ningún pestillo para poder abrir la trampilla.
Mark llegó con una pala de cabeza plana y una linterna. Clavó la cabeza de la pala en la grieta del suelo, pero no logró nada. Volvió a intentarlo.
Yo analicé el hueco con más atención. Entonces lo vi: una pieza plana de acero sujetaba la trampilla. En la pared había un azulejo pequeño. Traté de moverlo y se salió de su sitio. Había un pestillo. Empujé y tiré de la puerta, sacudiéndola con fuerza. Se levantó. ¡Estábamos dentro!
—¡Isabel! —grité por el agujero nada más abrir. Vi una plataforma de madera y unas escaleras que descendían hacia una polvorienta penumbra.
Al internarme escaleras abajo, el olor me golpeó.
Tenía la esperanza de que Isabel nos estuviese aguardando al otro lado de la trampilla, tal vez demasiado exhausta para responderme. Pero me equivocaba.
La agonía de la amarga decepción me absorbió mientras inspeccionaba el sótano desnudo que acababa de descubrir.
Era grande; podía ser tan grande como la totalidad de la planta en la que nos encontrábamos. Y se había utilizado para retener a alguien. Había cuencos de plástico y botellas de agua en un rincón, pero nadie allí abajo.
Mark estaba junto a mí alumbrando rápidamente a nuestro alrededor con la linterna, y se entretuvo en una puerta que conducía a un pequeño aseo que no era sino un agujero en el suelo.
Allí no había cuerpos, lo cual suponía un cierto alivio.
Entonces uno de los cuencos de acero se movió y una sombra alargada atravesó el suelo.
¡Una rata!
—No deis un paso más. —Era la voz de Ariel. Pude sentir su presencia a nuestra espalda, pero no me volví.
—Si hubiesen dejado bombas trampa en este lugar, ya estaríamos muertos —dije.
Ariel gruñó.
—Si me hubieses dicho que ibas a traer contigo a alguien tan descuidado, Mark, no hubiese accedido a ayudarte.
Antes de que tuviese opción siquiera a detenerme, me aventuré escaleras abajo lentamente, asimilando lo que me rodeaba.
Vi cosas que me obligaron a llevarme el puño a la boca para que dejase de temblarme. Mis fosas nasales se ensanchaban y estrechaban mientras respiraba aquel aire con hedor a muerte.
Un rastro de sangre conducía desde las escaleras hasta el centro de la tosca pared de piedra al otro lado del sótano. Y había un charco cuajado en el suelo. Alguien había sufrido allí abajo, y mucho.
Comencé a notar un fuerte latido en la frente.
¿Adónde se la habían llevado?
Levanté la vista. Había algo pintado en la pared detrás de la mancha del suelo. Estaba pintado en rojo.
Era un símbolo, un símbolo que reconocí al instante.
Era el cuadrado con la flecha del libro que habíamos encontrado en Estambul. Empezaba a desear no haberlo sacado nunca de aquella alcantarilla inundada. De haber sido así, tal vez nada de aquello hubiese ocurrido.
—Tenemos muchos chalados en Israel —reflexionó Ariel en voz alta—. Algunos chalados se vuelven mesiánicos cuando llegan aquí y empiezan a sacarse de la manga todo tipo de locuras. —Se acercó a la pared, la olió y se apartó de ella con brusquedad—. No me gusta cómo huele aquí abajo —dijo—. Los fanáticos utilizan esta clase de cosas para reforzar sus creencias. Infunden entusiasmo en sus pequeños cerebros retorcidos.
—¿Qué es eso? —preguntó Mark señalando una vieja columna. Había una en cada extremo de la pared. Solamente sus bases estaban a la vista y no sobresalían más que unos quince centímetros del suelo de piedra, pero estaban claramente talladas con motivos vegetales arremolinados.
Parecía como si se hubiesen utilizado para levantar parte del muro de contención de la casa.
—Hay pilares como estos en la iglesia del Santo Sepulcro —explicó Ariel—. Podrían ser obras de la era de los cruzados.
—Debían de estar aquí cuando se construyó la casa —apuntó Mark.
Aquello no me importaba. Estaba analizando las paredes en busca de una puerta, un pasadizo, una pista, algo…
—Analizaremos estas manchas de sangre, para ver si podemos comparar el ADN con alguna muestra del equipaje de su novia, señor Ryan. ¿Nos autorizará para ello? —preguntó Ariel. Tenía una pequeña bolsa de plástico en la mano y se estaba poniendo unos guantes de látex blancos—. No toquen nada —advirtió con tono severo.
No pensaba tocar nada.
Me costaba hasta respirar.
—Algunos idiotas creen que pueden invocar a los demonios con cosas como esta —dijo Ariel.
—¿Quién cree en esta basura? —pregunté con un temblor en la voz.
—Tal vez este lugar tuviese un verdadero significado histórico —comentó Mark—. Los cruzados escogían lugares que habían estado ocupados antes de que ellos se hiciesen con ellos. —Señaló hacia arriba, hacia el símbolo—. Mirad, hay algo escrito ahí arriba.
Tenía razón. Había palabras apenas visibles escritas con letra pequeña y con el mismo material rojo oscuro que el símbolo. Me acerqué bordeando la mancha del suelo. Ariel y Mark apuntaban con sus linternas a la zona de la pared situada entre la parte superior del símbolo y las viejas vigas de madera del techo.
Solamente pude distinguir las palabras Fame ad mortem. Latín. Me resultaba familiar. Maldición. Eran las mismas palabras que aparecían en el libro que habíamos encontrado.
—En el siglo I por estos lares odiaban el latín. Era la lengua demoníaca de los opresores romanos —dijo Ariel.
—Eso parece una invocación —dijo Mark—, un conjuro mágico.
—No quiero oír nada de eso —intervine. En el sótano hacía frío, y los pies empezaban a helárseme.
Me agaché junto a la mancha del suelo. Tal vez aquella fuese la sangre de Isabel. Tragué la bilis que se me subió a la boca. Me apretaba el costado con la mano y notaba el latido de la sangre por mis venas.
Mark habló con suavidad:
—Algún cabrón maligno las tiene y las ha trasladado.
—Maligno es una buena definición —dije mirando a mi alrededor.
—Dante tenía una frase para este tipo de lugar —dijo Ariel—: Lasciate ogne speranza, voi ch’entrate, «Vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza».
—Tenéis que iros —dijo una voz femenina a nuestras espaldas. Me volví. Era Xena, que estaba parada en medio de las escaleras como si no quisiera recorrer el camino completo.
—Sí, sí. Tenemos que irnos —admitió Ariel dirigiéndose rápidamente a la escalera y gesticulando con los brazos como para conducirnos a todos de vuelta arriba—. Síganme, por favor. Vámonos ya. —Su tono ponía de manifiesto que esperaba que obedeciésemos.
Le hice caso; había pasado el suficiente tiempo allí abajo.
—Deberíamos recorrer cada centímetro de esta casa, asegurarnos de que no se nos haya escapado nada —sugirió Mark.
Pensaba en lo que Xena había dicho. Había sonado como si supiera para qué se estaba utilizando aquel sótano.
Cuando llegamos a la galería la alcancé. Me sentía aturdido después de haber estado en aquel agujero infernal.
—¿Sabes lo que ocurrió en ese sótano?
Ella negó con la cabeza con demasiada rapidez.
—No —dijo asustada antes de alejarse apresuradamente.
Mark me llamó:
—Sean, por aquí.
Avanzaba por el desigual terreno de la parte trasera de la casa en dirección a un grupo de estilizados pero frondosos algarrobos.
Lo seguí.
Eran las seis y veinte, y la oscuridad y el frío envolvían los árboles. El sol se había puesto mientras estábamos dentro de la casa. Tampoco se veía la luna, a causa de las nubes.
Cogí la linterna de Mark y caminé delante de él, tropezando varias veces en mi impulso por comprobarlo todo. Mi necesidad de encontrar a Isabel me empujaba como si tuviese una mano en la espalda que me obligase a avanzar. Me torcí el tobillo en un momento dado y me dolió durante unos minutos, pero no me importaba.
Nos internamos entre los árboles unos ochocientos metros hasta que llegamos a un muro construido con piedras de arenisca sin forma definida y de alrededor de dos metros de altura. A este lado del muro había una hondonada que hacía que su altura pareciese de casi el doble. Estaba llena de otras piedras más grandes que podían provocar que alguien que cayese sobre ellas se rompiese un tobillo.
—Ay, Dios mío —dijo Mark, de repente.
Me volví. La casa estaba en llamas. Su contorno se distinguía con claridad a través de los árboles y una gran llamarada salía de su tejado.
Regresamos corriendo en dirección a la casa por un desigual camino que habíamos encontrado. Para cuando alcanzamos el final de los árboles, yo estaba empapado en sudor.
Mark no decía nada, tan solo miraba las llamas fijamente. Ambos lo hacíamos. Olía a madera y a yeso quemados. El fuego se elevaba cada vez más. Se podía sentir su calor a casi veinte metros de distancia. La ceniza volaba a la deriva.
Nuestro conductor, Xena y Ariel estaban a nuestra derecha, también paralizados por la visión y bien apartados del edificio.
Esperaba oír el sonido de un camión de bomberos en cualquier momento. Pero no se oía nada, tan solo el crujido del fuego alcanzando su apogeo. Caminamos hacia los demás con paso lento, aturdidos.
Se me pasaban por la cabeza ideas inquietantes. ¿Había pistas en la casa sobre el paradero de Isabel y nos las habíamos perdido?
—¿Qué coño ha ocurrido? —grité cuando llegamos junto a los demás.
Ariel se encogió de hombros. Xena simplemente tenía la vista clavada en el incendio.
—No vi a nadie más —dijo el conductor alzando las manos como si pretendiera contenerme—. No se acerque al edificio, señor.
—Tenéis que saber lo que ha ocurrido —dije, parado entre Ariel y la casa.
—Tal vez hubiese bombas trampa después de todo —dijo. Me miró a los ojos y añadió con tono de enfado—: Si usted no se hubiese apresurado a bajar al sótano, tal vez yo hubiese tenido tiempo de registrarlo adecuadamente.
—Eso son gilipolleces. Una bomba trampa estalla inmediatamente.
—En un lugar como este los fuegos se originan de la nada —intervino Xena.
Me volví hacia ella.
—No me vendas mierda supersticiosa —repuse—, soy alérgico.
—Tenemos que irnos —dijo Ariel—. La policía local llegará en cualquier momento. No puedo mantenerlos alejados.
El teléfono de Mark empezó a sonar con un extraño tono de llamada que se parecía más al de la alarma de un despertador que al de un teléfono.
Se internó entre los árboles para hablar. Ariel hizo una llamada telefónica. Instantes después, Mark estaba de vuelta.
—Nos vamos a Jerusalén —dijo—. Tenemos otra pista.
Mientras regresábamos hacia la verja principal, con el fuego silbando detrás de nosotros, interrogué primero a Mark y luego a Ariel. No les saqué gran cosa. De hecho, a Ariel no le saqué nada. Y lo único que Mark me contó sobre su pista fue que se había detectado una señal telefónica sospechosa en algún lugar cerca de la iglesia del Santo Sepulcro.
—¿Crees que las han llevado de vuelta a Jerusalén?
—No adelantes acontecimientos. El móvil que estamos rastreando podría haber sido robado. Tal vez estemos perdiendo el tiempo.
Mientras trepábamos por el muro y nos despedíamos de Ariel, percibí que nuestra ropa olía a humo. Nos alejamos en los coches dejando atrás una oscura voluta que se alzaba en dirección al cielo.
Sin embargo, no había coches de policía. No volví a ver a ningún otro policía hasta que estuvimos de vuelta en Jerusalén.
Una caravana de coches circulaba en dirección salida de la ciudad, como si de un éxodo se tratase. No hablamos demasiado entre nosotros. Mark le dijo al conductor que acelerase.
—¡Cuidado! —le gritó cuando salimos de la autopista y tuvo que reducir bruscamente para evitar un autobús. Después de aquello la tensión que reinaba en el vehículo era casi venenosa.
Clavé la vista al otro lado de la ventanilla, deseando haber llegado antes a aquella casa. Me sentía como si algo se me hubiese escapado de entre los dedos.