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—No hagas gilipolleces, Sean. Te quedas aquí. Hay una cafetería en la gasolinera —dijo señalándola.

—Déjame aquí tirado —dije haciendo un gesto hacia la gasolinera y luego apuntándolo a él con el dedo— y llamaré a la policía para contarles lo que estáis haciendo. No me importa lo que me hagan.

Analicé los coches que nos rodeaban. No había ninguno de policía, pero sí una ambulancia privada con una sirena azul aparcada junto a la tienda.

—Estoy seguro de que en esa ambulancia tienen una radio. Probablemente puedan hacer que la policía se presente aquí en cuestión de minutos. Lo único que tengo que hacer es darles vuestro número de matrícula y vuestro pequeño plan quedará reducido a cenizas.

Mark sacudió la cabeza.

—¿Sabes que acabarás en una celda durante meses por violar las leyes israelíes de inmigración?

Apoyé la mano en la puerta.

—Te lo he dicho: no me importa.

La voz de Xena irrumpió desde el otro coche.

—Deja que venga.

Mark y el conductor intercambiaron miradas. Vi cómo un gesto de resignación aparecía en sus rostros.

—Vale, pero no me eches la culpa si te vuelan las pelotas de un tiro —me advirtió Mark. Luego se giró hacia Xena, se inclinó hacia ella y dijo algo.

Las ventanillas que separaban el interior de ambos coches se elevaron y dimos marcha atrás.

Diez minutos más tarde circulábamos por una estrecha carretera con un empinado barranco a un lado. Xena nos seguía en el otro coche. Estábamos en un valle. A mano izquierda se alzaba una larga cadena montañosa cubierta de cipreses, pinos y alguna palmera, y de vez en cuando se veían edificios de apartamentos de color crema y techo plano. Seguía lloviendo.

Giramos y pasamos despacio por un pueblo de aspecto decadente. Uno de los inhóspitos cafés con pinta de baratos tenía un letrero azul de plástico sobre la puerta que rezaba «Abu Ghosh Café».

Una de las dos tiendas del pueblo estaba cerrada. Había coches aparcados por todas partes y endebles torres de alta tensión que sostenían los cables que se entrecruzaban sobre nuestras cabezas. Más allá del café había edificios a medio construir y dos costrosos camiones de plataforma aparcados fuera.

Tomamos una estrecha y sinuosa carretera que salía de la localidad y comenzamos a ascender por una colina tan inclinada que creí que nuestro vehículo no lo lograría. La inclinación tenía que ser de sesenta grados o más. A ambos lados de la carretera se alzaban toscos muros de arenisca con casas al otro lado. Los perros nos ladraron alterados al pasar. No había más vehículos circulando.

La carretera se allanó al doblar una esquina. Ante nosotros aparecieron unos conos con rayas rojas y blancas. Avanzamos despacio hacia aquel paso cortado. A la izquierda había un camino estrecho; lo tomamos. El Land Cruiser de Xena aún nos seguía.

—El profeta Jeremías nació en esta zona —dijo Mark.

No abrí la boca. No me importaba si la familia de la reina de Saba seguía viviendo allí.

La carretera se había reducido a apenas un sendero que conducía hacia un pinar.

—He visitado este lugar —prosiguió Mark—. Aquí es donde el rey David guardaba el Arca de la Alianza, antes de que la trasladaran al monte del Templo, en Jerusalén.

—¿Vamos muy lejos? —pregunté.

—No —respondió Mark.

Nos detuvimos tras haber avanzado durante alrededor de otro minuto. El muro que quedaba a nuestra izquierda estaba retirado del camino en aquel punto, y había una explanada polvorienta en la que podíamos aparcar. Xena se detuvo cerca de nosotros.

—¿Cuál es el plan? —pregunté.

—Vamos a hacerle a alguien una visita de cortesía.

Antes de salir del coche, Mark señaló la pantalla del GPS y le dijo algo al conductor que no llegué a captar. El conductor no respondió.

Cinco minutos más tarde, los cuatro recorríamos el camino a pie. Las paredes de arenisca que lo flanqueaban eran más o menos de la altura de una persona. Supuse que habíamos dejado los vehículos aparcados para que no nos oyeran acercarnos a dondequiera que estuviésemos yendo.

Yo quería caminar más rápido, pero Mark me hizo un gesto para que me calmase. Su paso era desesperadamente tranquilo, casi propio de un paseo dominical.

Pasamos junto a una anticuada puerta de madera y a continuación junto a otra de aspecto moderno.

La lluvia había cesado, pero el cielo estaba totalmente encapotado. Las nubes se habían instalado en masa en el paisaje. Además, el aire olía a tierra, como si la lluvia hubiese dejado algo al descubierto.

Entonces, en un punto en el que el muro de piedra de la izquierda estaba derruido, nuestro conductor trepó por él y se desvió sin mediar palabra. Nosotros seguimos caminando.

—¿Adónde ha ido? —pregunté.

—Vigilará la parte trasera de la casa objetivo, únicamente por si alguien trata de huir por ahí.

—¿Esperas que haya problemas?

—Estamos preparados para ello, digámoslo así. —Mark se abrió la chaqueta y se volvió hacia mí. Vi asomar una funda de pistola negra de mayor tamaño que la de Simon y con un aspecto más moderno.

—¿Crees que Susan e Isabel pueden estar ahí?

—Tal vez. Esta es la mejor pista que tenemos.

—¿Tienes otras?

Negó con la cabeza.

—En realidad no. Los israelíes han estado comprobando la grabación de las cámaras de seguridad de la zona en la que Susan fue secuestrada, pero no han sacado nada en limpio aún. Esta es nuestra mejor baza.

Mi ansiedad crecía por momentos. Quería salir corriendo hacia dondequiera que nos estuviésemos dirigiendo, echar la puerta abajo y buscar a Isabel.

Instantes más tarde llegamos a un lugar en el camino en el que el muro de la izquierda estaba retirado. En el centro había una alta verja rematada en alambre de espino. Las puertas tenían cabezas de animales, una cabra, una serpiente y un águila, talladas en el metal.

Delante de la puerta había un policía apostado que vestía uniforme azul marino.

¿Llegábamos demasiado tarde? ¿Ya habían intervenido?

Mientras nos acercábamos al agente, Mark dijo:

—Sean, te presento a mi viejo amigo Ariel, agente de Inmigración israelí.

Le tendí la mano y Ariel la estrechó firmemente.

—Será mejor que hagamos esto ahora, Sean —prosiguió Mark, señalando a Ariel—. Háblale a mi amigo de tus sospechas de que hay una inmigrante ilegal escondida aquí —dijo señalando la verja.

Lo miré fijamente:

—¿Qué?

Mark suspiró.

—Vamos, cuéntale que crees que Isabel está ahí dentro —dijo, con tono exasperado.

Hice lo que me pedía. El policía se sacó del bolsillo un bloc de notas forrado de cuero negro, consultó su reloj (un enorme artilugio anticuado de acero) y anotó algo en el cuaderno.

—En virtud de la autoridad que me ha sido otorgada por la Ley 5763 de Entrada en Israel, voy a proceder a entrar en estas instalaciones —dijo el policía en voz baja mientras se volvía a guardar el bloc en el bolsillo. Se acercó al muro que flanqueaba la verja, de alrededor de un metro y medio de altura, y lo saltó con sorprendente agilidad. Desde lo alto se volvió para mirarnos y dijo—: Necesitaré algunos testigos.

Nos sonrió un momento, como si se estuviese divirtiendo, y luego se dejó caer hacia el otro lado.

Xena y Mark lo siguieron por encima del muro, y yo fui tras ellos. Allí el tiempo parecía haber retrocedido. Ante nosotros se extendía un camino de piedra flanqueado por palmeras con unos troncos que debían de alcanzar el metro y medio de grosor, por lo menos. Parecían muy antiguas. Sus copas se entrelazaban a unos quince metros sobre nuestras cabezas.

El camino discurría en una curva colina arriba. Caminábamos deprisa, casi corriendo. Cuando llegamos a una bifurcación, el agente se volvió y dijo:

—Ve hacia la derecha, Mark. Ustedes dos quédense aquí y síganme en veinte minutos si no han oído ningún disparo.

Yo lo sabía todo acerca de acatar órdenes, pero también sabía mucho acerca de infringirlas. Tan solo hacía un minuto que él se había ido cuando eché a andar tras él a paso lento. Xena, que estaba muy callada, caminaba a mi lado.

Cuando doblamos la esquina llegamos a un claro y nos encontramos con una construcción de dos pisos. Las paredes estaban hechas de toscas piedras desiguales. Ariel se encontraba en la puerta principal.

El edificio tenía ventanas pequeñas protegidas por unas oxidadas rejas de hierro. El tejado era plano. Por el lado izquierdo sobresalían vigas de madera bajo las cuales discurría una galería. Los arbustos y los árboles llegaban prácticamente a la casa, casi a modo de protección.

En el camino había una gran furgoneta blanca de la marca Toyota aparcada. Estaba cubierta de polvo. Estábamos en el lugar correcto; podía sentirlo. Aquella era exactamente la clase de vehículo que podría haberse utilizado para secuestrar a Isabel y Susan.

Íbamos a encontrarlas.

Íbamos a encontrar a Isabel.

El ansia creció dentro de mí. Avancé rápidamente, casi corriendo.

Iba a encontrar al cabrón que se la había llevado. Si le había hecho algo, cualquier cosa, iba a sufrir.

Desde que había desaparecido, en mi cabeza se repetía una y otra vez un vídeo de Isabel; un recuerdo de ella sonriendo, riéndose a carcajadas. Podía sentir su calidez y un vehemente deseo de verla. Después de los fríos años llorando la pérdida de Irene, no iba a renunciar a ella. Nunca.

Me aproximé a Ariel, que seguía en la puerta de la casa. Era de madera, con remaches de hierro dispuestos en un diseño circular en el centro. Parecía tener al menos mil años. Cuando llegué junto a él, Ariel pulsó un timbre de latón situado junto a la puerta.

Luego se volvió hacia nosotros. No parecía sorprendido. Lo único que hizo fue negar con la cabeza, con aire de estar ligeramente decepcionado.

—Les dije que aguardaran —dijo con voz suave.

—Isabel podría estar ahí dentro. No puedes impedir que entre.

—Si le disparan, señor Ryan, es responsabilidad suya. ¿Lo comprende?

Asentí. Él se volvió de nuevo hacia la puerta.

—Y no tenemos tiempo para discusiones. —Llamó a la puerta con los nudillos y se echó a un lado.

—Probablemente haya una puerta trasera —sugirió Xena—. Echaré un vistazo.

Ariel desenfundó su arma. Era un mini UZI de color negro. Esperé ante la puerta. Detrás tenía una maceta gigante con un cactus puntiagudo.

—A la mierda con esto —dije.

Cogí el pomo, lo giré y empujé la puerta. No se abría.

—Vuela la maldita cerradura —dije—. Vamos. Dispara, o pienso encontrar algo con lo que destrozarla. Si hay alguien ahí dentro, ya sabe que estamos aquí. Pueden estar rebanándole el cuello ahora mismo a Isabel, o quemándola.

—Échese hacia atrás —dijo.

Me aparté de la puerta.

—Más.

Me aparté un poco más. Apuntó a la cerradura con su arma y se situó del lado de la puerta del que estaba yo. Esperaba que cualquier posible rebote saliese disparado en una dirección diferente.

Se oyó un fuerte ruido que resonó en mis oídos.

Me situé de nuevo a su lado. Donde antes estaba la cerradura, ahora había un agujero irregular. Empujé la puerta. Sabía que estaba poniéndome en la línea de fuego, pero no me importaba. Todos mis músculos se tensaron cuando la puerta se abrió para dejar al descubierto un estrecho pasillo. Entré sin pensarlo. Ariel entró conmigo apuntando hacia delante con su arma.

—Comprobemos primero el piso de arriba —sugirió—. Quédese conmigo y no toque nada.

En el piso superior había cuatro dormitorios. Los registramos todos, incluso debajo de las camas, y luego volvimos abajo. Con las prisas tiré al suelo dos sillas de madera. No había rastro alguno de Isabel ni indicios de que algo fuese mal, salvo por el hecho de que no había ropa ni objetos personales en ninguna de las habitaciones.

Una de las camas del piso de arriba estaba sin hacer y el baño del mismo piso parecía haber sido utilizado recientemente.

Cuando regresamos abajo, Xena había entrado en la casa. Recorrimos todas las habitaciones. Los muebles eran oscuros y pesados y el suelo estaba revestido de azulejos de color rojo. Había una gran sala de estar con dos sofás y un televisor LCD de gran tamaño, una estancia con tan solo una mesa y una cocina al fondo de la casa con otra mesa de comedor.

Para cuando hube terminado de entrar y salir de todas las estancias de la casa, mi decepción era perturbadora.

Lo único extraño que había en el piso de abajo y que me hacía pensar que nos encontrábamos en el lugar adecuado era un gran cuenco de acero dispuesto sobre un trípode en la parte trasera de la casa. En el cuenco, que debía de tener un metro escaso de diámetro, había un buen montón de cenizas. Acerqué la mano a unos centímetros y pude sentir el calor procedente de aquella gruesa costra grisácea.

—Quédense aquí fuera —nos ordenó Ariel antes de desaparecer de nuevo en el interior de la casa.

El cuenco desprendía un olor desagradable. Dios sabía lo que habían estado quemando allí fuera.

Para entonces, Mark había reaparecido. Dijo que no había visto a nadie en su inspección por los alrededores de la casa. Se unió a mí en la búsqueda de algún objeto con el que manipular las cenizas del cuenco. Encontré un palo largo y blanco y me puse a apartar los restos.

—No es nuestro día de suerte —dijo mientras revisaba cartas sin abrir, rasgando los sobres uno por uno y examinando las facturas que contenían.

—¿Quién vive aquí? —pregunté.

—No lo sé. Todas estas facturas tienen más de seis meses de antigüedad. Parecen de un inquilino anterior —respondió dejando los papeles junto a un cubo de acero.

—¿No hay ninguna carta reciente? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—¿Algo ahí dentro? —preguntó, haciendo un gesto con la cabeza hacia las cenizas.

—No. —Justo en ese momento, por supuesto, el palo se topó con algo—. Tal vez. —Revolví un poco más, me incliné hacia delante y empujé el objeto duro que me había encontrado hacia el borde del cuenco.

Las cenizas desprendían oleadas de calor.

—¿Qué es eso? —preguntó. Los bordes grisáceos y enroscados de lo que podía haber sido un libro aparecieron en el cuenco. Los empujé. Era un cuaderno. Las partes superior e inferior del mismo eran terrones de ceniza, pero justo en el centro quedaba una parte que no había ardido aún.

—Espera —dije.

Deslicé el palo bajo el cuaderno y lo empujé hacia el exterior del cuenco. Cayó sobre el suelo de azulejos rojos de la galería en medio de una nube de cenizas.

—Se me ocurre que deberíamos esperar a que lleguen los equipos adecuados —sugirió Mark.

—Pronto solamente quedará un montón de cenizas —repuse.

—De todos modos ahora tampoco hay mucho más.

Me agaché a tocar los restos deteriorados y abrasados del cuaderno. Pasé las páginas: Algunas estaban vacías; otras tenían anotaciones manuscritas; muchas de las palabras estaban garabateadas. Quienquiera que las hubiese puesto allí no se había tomado demasiado tiempo.

Mark se inclinó hacia delante y empezó a olisquear.

—Conozco ese olor —dijo.

Tenía razón. Había un hedor familiar en el ambiente.

—Huele como a carne quemada —dijo señalando el cuenco de acero—. Lo recuerdo de Iraq. Estuve en un pueblo en el que todas las casas fueron arrasadas. Murieron treinta y dos personas. Nunca olvidaré aquel olor. —Su rostro se contrajo y empezó a sacudir la cabeza de un lado al otro como si quisiera deshacerse de algo.

Levanté la nariz, me acerqué a las páginas y las hojeé. No reconocí el alfabeto utilizado en parte de lo que estaba escrito. Eran símbolos: cuadrados, círculos, triángulos, lunas, líneas onduladas.

—Tiene pinta de ser alguna gilipollez mágica —opinó Mark.

—Alguien está metido en algo extraño —dije yo, sacando mi teléfono del bolsillo y tomando una fotografía de los restos humeantes del libro. Mark también sacó su teléfono y se colocó justo a mi lado.

—Los cananeos fueron los caciques de esta zona después de que Nabucodonosor destruyese el primer templo judío. Utilizaban símbolos mágicos para invocar a su diosa del fuego.

Un escalofrío me recorrió.

—Tengo un mal presentimiento sobre este lugar.

—Esta es una conexión definitiva con lo que le sucedió a Kaiser.

—No soy estúpido, sé deducir las cosas —dije.

La idea de que Isabel estuviese en manos de unos enfermos fanáticos del fuego era casi peor que la de que estuviese desaparecida.

Mark retrocedió y dijo:

—Tenemos que encontrarla.

El borde de una página había atraído mi atención. Abrí el cuaderno por ella con los dedos. El papel aún estaba caliente. Todavía se distinguía una parte de un mapa dibujado a mano.

—Mira. —Los bordes de la página ardían. Mientras la observaba, se deshizo una parte. Tomé otra fotografía.

Era un mapa de Jerusalén. Pude distinguir la torre de David y los muros de la era otomana que rodeaban la Ciudad Vieja. Había dos puntos marcados en el mapa con trazas de una sustancia cerosa, como si alguien hubiese derramado cera de una vela sobre la página.

—Estos dos puntos señalan la Via Dolorosa y la iglesia del Santo Sepulcro —indicó Mark escudriñando el mapa—. Son los lugares cristianos más venerados de Jerusalén.

—De todo el mundo —corregí.

Pasé las demás páginas del cuaderno. No había ningún otro dibujo ni mapa en ninguna de ellas.

—Apuesto a que este mapa es algo ceremonial —dijo Mark—. Existen un montón de supersticiones sobre el fuego, ¿sabes?, como quemar velas y desear cosas.

—Esto no se ha utilizado en una fiesta de cumpleaños, precisamente —dije.

Se encogió de hombros y tiró de la página que contenía la parte del mapa con un rápido movimiento. Sacó del bolsillo una pequeña bolsa transparente y deslizó la página en su interior, sellándola y aplanándola con un golpe.

Ahora la mitad de la Ciudad Vieja reflejada en el mapa estaba calcinada.

—¿Has visto algún sótano? —pregunté.

—No.

—¿Qué estáis haciendo aquí fuera? —preguntó Ariel, que acababa de regresar.

—Comprobando la barbacoa —respondió Mark.

—Deberíais avisar a vuestros forenses para que analizasen todo esto —dijo señalando el cuenco y los restos de ceniza sobre los azulejos—. Solo Dios sabe lo que hay ahí dentro.

Ariel se agachó. Me percaté de que no mantenía las manos quietas durante demasiado tiempo. O bien las alzaba al aire o se las llevaba a la cara, o se atusaba el cabello, o se sacudía polvo de la chaqueta.

—Dijiste que habíais localizado una llamada procedente de este lugar —dijo mirando a Mark.

—Así es.

—¿A quién estaba dirigida?

Mark vaciló levemente antes de responder:

—No llegamos tan lejos. La llamada estaba cifrada. Lo único que puedo decirte es que estaba dirigida a alguien de Londres.

Su expresión era impasible; habría sido un buen jugador de póquer.

—¿Ha encontrado algún sótano ahí dentro? —pregunté, señalando hacia la casa.

—No —contestó Ariel mientras giraba lentamente sobre sus talones para echar un vistazo completo al lugar—. No de momento, quiero decir. Pero tiene usted razón. Esta clase de casa de campo debería tener un sótano. Tal vez la entrada esté fuera.

—¿Por qué no echamos otro vistazo a la cocina? —sugirió Mark—. Ese suelo parece nuevo.

—No alteres nada —advirtió Ariel.

Entré a toda prisa en la cocina, me agaché y me puse a examinar el suelo de azulejos. Mientras tanto, Mark daba golpecitos en las paredes. Me sentí aliviado por poder hacer algo. Estaba pensando en levantar el suelo cuando me di cuenta de que el solado de la despensa situada al fondo de la cocina era diferente. Los azulejos parecían más antiguos. ¿Por qué no los habían cambiado allí también? Había una junta que rodeaba los viejos. Me agaché y seguí la junta hasta donde se encontraba con la pared de yeso desnudo. Se había acumulado polvo recientemente por toda la pared, o algo había provocado su acumulación.

Además, la junta se ensanchaba al acercarse a la pared, y continuaba bajo un banco de madera. Lo aparté. Ahora la junta era lo bastante ancha como para adivinar que había un espacio vacío bajo el suelo. Allí abajo había un lugar oscuro.

Allí estaba. Había encontrado el sótano. Escarbé con los dedos en la junta.

—¡Isabel! —grité hacia el suelo—. ¿Estás ahí abajo?

No hubo respuesta.

No podía agarrarme a nada para poder tirar. Mis manos se me antojaban inútiles. La piel de las puntas de mis dedos se me abrió mientras seguía la junta con los dedos por los azulejos, presionándola, solamente para ver si había algún modo de abrir la trampilla que tenía que haber allí.

Miré a mi alrededor en busca de algo para hacer palanca en la trampilla. No había nada. La ansiedad y la desesperación que había estado reprimiendo afloraban a cada segundo que pasaba hasta hacer temblar mis dedos. Empujé el banco de madera más allá para poder ver la junta en su totalidad.

Entonces lo oí.

El sonido de arañazos, como si alguien o algo estuviese al otro lado de la trampilla tratando de salir.

—¡Isabel! —grité.