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Sentía una losa dentro del pecho. Una losa hecha de miedo. Iba a hacer lo posible por no pensar en ello.

Le parecía que Susan llevaba semanas gimiendo, pero no podía haber transcurrido más de un día desde que Isabel había recibido órdenes de subir a lo alto de la escalera para recogerla. La trampilla se había abierto únicamente durante unos segundos y habían empujado por ella a Susan, que se agarraba la cabeza y se quejaba como si se estuviese muriendo.

Isabel tan solo podía suponer lo que aquel cabrón le había hecho por el ligero olor a carne quemada, los lamentos de Susan y el modo en el que se agarraba constantemente la cabeza.

Había intentado, mediante el tacto, averiguar el alcance de las heridas de Susan, pero solo había logrado hacerla gritar al acercar las manos a sus ojos.

Y luego había pronunciado la palabra «George».

—¿Qué pasa con George? —preguntó Isabel.

—Lo asesinaron, esos cabrones. Lo asesinaron —respondió entre sollozos.

Isabel abrazó fuerte a Susan e intentó calmarla. Pasados unos minutos volvió a hablar, esta vez con más claridad.

—Dijo que matarían a mi marido si yo no cooperaba. Me mostró una foto de George durmiendo en nuestra cama con un cuchillo delante de la cara. ¡Hice lo que me pidió! ¡Lo hice todo! Dije las palabras que me ordenó. Todo. ¡Y entonces me dijo que George ya estaba muerto! —explicó entre sollozos—. Y luego vino a por mí.

Se echó a llorar. Era un sonido horrible, como el de un animal herido.

—¡Chist! No hagas que baje otra vez a por nosotras —dijo Isabel.

—¡Pero no veo! —aulló Susan.

—¿Por qué está haciendo esto? —La voz de Isabel salió en medio de un sollozo.

—Es malvado —dijo Susan con rotundidad.

—Sobrevivirás —dijo Isabel, tratando de encontrar una mínima esperanza para ambas—. Vamos a salir de esta.

No resultaba fácil apelar a la esperanza en aquel momento. Desde el instante en que él la había capturado y arrastrado hasta su furgoneta blanca mientras ella caía inconsciente y dejaba poco a poco de forcejear por culpa de aquel trapo con el que le cubría la boca, todo había cambiado.

Y ahora no podía hacer prácticamente nada, lo cual la hacía estremecer. No podía creer lo que había ocurrido. Vamos, Sean, pensó. No me dejes aquí.

Ahora era el turno de Susan de abrazar a Isabel.