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—Me perdí el principio de lo que dijo, pero el último trozo lo oí con claridad. —Simon negó con la cabeza, como si no pudiera creérselo.

—¿Qué dijo? ¿Dónde demonios ha estado estos diez días? —pregunté.

—El audio era de un vídeo que alguien subió anoche a YouTube. Eso es lo que dijeron después de emitirlo. No especificaron dónde se había hecho la grabación, pero sí dijeron que sigue desaparecida —me explicó apesadumbrado.

Tomé aire profundamente. Era bueno que Susan estuviese viva, que estuviese mandando mensajes. Significaba que Isabel también podía estar viva. Uno de los nudos que me atenazaban por dentro se aflojó ligeramente.

—¿Qué dijo? —repetí despacio.

—Que había traducido una carta del primer califa en la que se proclama que Jerusalén debía pasar a manos del islam por toda la eternidad.

Alzó la vista hacia el cielo y dedicó una rápida mirada a los ancianos del fondo. Uno de ellos profería gestos al aire con las manos.

Me recosté en mi asiento. Estupendo. Darle publicidad a tal reclamo era precisamente lo último que se necesitaba en una ciudad al borde del abismo.

—Obviamente, no se van a tomar en serio lo que se proclamaba sobre Jerusalén hace más de mil años, ¿no? A nadie le importará un carajo en cuestión de unos días.

Esperaba que Simon se mostrase de acuerdo conmigo.

En cambio, negó vigorosamente con la cabeza.

—Aquí toda prueba de legitimidad de un bando o de otro se toma como una victoria para quien la encuentra, comparable a una primera plaza en la clasificación para un mundial. Si los judíos decimos que un viejo pergamino habla de nosotros en Jerusalén, se considera una prueba de nuestro derecho sobre esta ciudad. Y el otro bando hace lo mismo con cualquier prueba que encuentre.

Alzó la vista para mirar a una mujer joven que entraba en el café. Era diferente a la mayor parte de la gente que había visto en la ciudad. Vestía un abrigo con estampado de leopardo y botas de tacón alto, y tenía el pelo largo, rubio y brillante.

Simon se volvió hacia mí.

—Te sorprendería cómo la gente intenta desacreditar nuestra legitimidad histórica, minimizar el tiempo que han vivido aquí los judíos o proclamar que entonces éramos diferentes a lo que somos ahora. Alucinarías con tanta mentira. —Se inclinó más hacia mí—. Toda esta locura de la carta suena a intento de calentar los ánimos de los árabes en la calle. ¿Cómo es posible que no se le diese publicidad antes a un hallazgo de ese calibre? ¿Eh? ¿Y cómo habría sobrevivido un documento así? No, es una falsificación. Tiene que serlo. Existe una larga y maléfica tradición en este tipo de cosas.

—¿Qué opinan los palestinos?

Bajó la cabeza y clavó la vista en la mesa.

—Lo están celebrando en Ramala y Naplusa. Se habla de una marcha sobre Jerusalén.

Le di un sorbo a la botella de agua que había pedido con el café. ¿Se estaba montando todo aquel jaleo por el manuscrito que Isabel y yo habíamos encontrado bajo Hagia Sophia, en Estambul?

—Yo sé de dónde salió esa carta —dije.

Le conté lo del manuscrito, y cómo lo habíamos encontrado en un túnel subterráneo en la zona histórica de Estambul.

—Aun así puede ser un montaje —dijo él—. O Susan Hunter puede estar manipulando la traducción porque la estén manipulando a ella a golpe de fuerza bruta. —Hizo un gesto en el aire como si retorciera un paño mojado.

—Espero que a Isabel no le hagan nada —dije.

—Lo mismo digo —replicó Simon, llevándose la mano a la frente.

—No me creo que hayan encontrado una sala llena de documentos de la época de Poncio Pilato ahí abajo, ¿sabes? —me explicó, señalando con el pulgar por encima de su hombro—. Es demasiado bueno para ser verdad.

—A mí me parecieron bastante auténticos.

—«Parecieron» es la palabra adecuada. No habría hecho falta un genio para excavar bajo ese edificio y luego llenarlo de documentos falsos. ¿Tienes idea de lo mucho que valdría eso en términos de subvenciones para la investigación?

Negué con la cabeza y miré por encima del hombro de Simon. La conversación del fondo del café seguía de lo más animada.

—Podría ser un chanchullo. No sería la primera vez que ocurre algo similar en esta ciudad. —Dio un golpe sobre la mesa con la palma de la mano y yo me eché hacia atrás.

—Apunta a la puerta con tu teléfono y haz algunas fotos, pero no vuelvas la cabeza.

Mi teléfono estaba sobre la mesa. Puse la mano sobre él, lo giré sobre su lateral orientándolo hacia la puerta y lo moví hasta que vi la puerta en la pantalla. Fuera había un hombre corpulento con barba y cabello blancos. Era el pastor Stevson, que estaba mirando calle abajo. Pulsé el botón para empezar a grabar.

¿Aquel lugar contaba con alguna otra salida? Miré en dirección al fondo del café y justo en ese momento la mujer rubia pasó junto a mí. Se dirigía hacia la puerta principal.

Entonces recordé el arma de Simon. Tal vez pudiésemos utilizarla para forzar una huida.

—Vaya una arpía —dijo Simon.

Entonces no pude resistirme, tuve que volver la cabeza. Lo que vi me dejó con la boca abierta: el pastor Stevson había rodeado a la rubia con el brazo y la conducía al exterior del local. Contemplé anonadado cómo se alejaban. La imagen era la de un hombre mayor con poca conciencia de sí mismo alternando con una amiguita mucho más joven que él.

—¿Lo tienes? —preguntó Simon.

Volví la pantalla hacia él mientras el teléfono reproducía la grabación del buen pastor de perfil rodeando a la mujer con el brazo mientras ella salía del café. Tenía una imagen de Dieter, y ahora otra del pastor. Adjunté cada archivo a un mensaje de texto y se los envié a Mark.

Cuando terminó de enviarse el último mensaje recibí un sms de respuesta casi inmediatamente.

«He llegado pronto. ¿Dónde estás?»

Era de Mark.

«En la Ciudad Vieja, ¿y tú?», respondí.

«En la parada de taxis junto a la puerta de Jaffa. Nos vemos aquí en quince minutos».

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Simon.

—Tengo que irme —contesté—. Tengo que reunirme con alguien.

—¿Ya no me necesitas?

—Necesitaré un sitio donde quedarme esta noche. ¿Puedo pasarme más tarde? Nuestro vuelo está reservado para mañana por la noche, pero no pienso cogerlo a menos que encuentre a Isabel.

—Espero que lo hagas. ¿Quieres esto? —me ofreció, dándose unos golpecitos en el costado izquierdo. No alcanzaba a ver la funda de la pistola, pues la llevaba bajo una cazadora de cuero marrón, pero sabía que estaba allí.

Negué con la cabeza. Se puso en pie y nos dimos un abrazo.

Cuando llegué a la puerta de Jaffa, tres Land Rover del ejército bloqueaban por completo la calzada. Eran de color arena y tenían grandes rejillas frontales negras y unas luces naranjas parpadeando sobre el techo. Los peatones se veían obligados a pasar por un estrecho hueco a la derecha de los vehículos para salir de la Ciudad Vieja.

Una cola de gente aguardaba para pasar por el hueco. Más o menos a la mitad de la fila había un policía israelí controlando a la gente que pasaba. Delante de mí iba un monje vestido con un tosco hábito de color marrón como el que habrían vestido sus ancestros dos mil años antes. Aguardaba con rostro impasible, como si hubiese visto muchas veces antes aquella clase de cosas.

Cuando llegó mi turno me encontré ante una joven agente. Junto a ella había otro policía con el cabello negro y casi rapado por completo. Ambos estaban escoltados por varios agentes con cascos.

Me preguntaron por qué estaba en la Ciudad Vieja y me pidieron que les mostrase mi identificación. Luego me dejaron pasar. Había sido relativamente fácil.

Cuando por fin llegué a la parada de taxis habían transcurrido veinte minutos desde el mensaje de Mark. Allí no había taxis, y Mark tampoco estaba. Paseé arriba y abajo a la sombra de los muros de la Ciudad Vieja. Eran las doce y media del mediodía y la ciudad estaba cubierta por nubes grises de aspecto sucio. Hacía fresco y parecía que podía ponerse a llover en cualquier momento.

Mi teléfono vibró: era un mensaje de Mark en el que me indicaba que cruzase la puerta y bajase por la carretera a mano izquierda.

Caminé hasta un grupo de semáforos junto a los cuales, en medio del arcén, había un Range Rover blanco parado. Me recordó al que conducía Isabel en Estambul cuando nos conocimos, propiedad de la embajada británica.

Cuando me acerqué al vehículo se bajo una de las ventanillas delanteras.

—¡Vámonos, Sean! —me gritó Mark.

No me gustó su actitud, pero entré por la puerta trasera. Él iba en el asiento del copiloto.

—Ponte el cinturón —me ordenó—. Tenemos una idea de dónde está tu amiga Susan, o al menos de dónde está su teléfono. —El motor del Range Rover se puso en marcha. Describió un giro de ciento ochenta grados y se mezcló con el tráfico que salía de la Ciudad Vieja.

—¿Has identificado a la gente de las fotos que te envié? —pregunté.

—Estamos trabajando en ello —dijo.

—Tal vez quienquiera que tenga a Susan tiene también a Isabel —dije inclinándome entre los dos asientos delanteros.

—Tal vez —repuso encogiéndose de hombros.

El conductor se volvió y me dedicó una dura mirada.

—Siéntese hacia atrás, señor, y póngase el cinturón.

Me dio la impresión de que no le hacía gracia mi presencia allí. Tal vez fuese porque yo era un civil o tal vez, simplemente, no le gustaba mi aspecto. Supongo que no estaba demasiado elegante con mi ropa arrugada y el pelo desordenado.

No me importaba.

—¿Por qué coño la perdiste de vista? —dijo Mark, con la mirada clavada al frente, pero obviamente dirigiéndose a mí.

—No intentes hacerme cargar con esto —le repliqué, amenazándolo con el dedo.

—Os dije que regresar aquí era una mala idea.

No me molesté en responder a aquello. Tomé aire profundamente. No iba a lograr su ayuda discutiendo con él.

Me pasó una botella de agua.

—¿Has comido? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—No tengo hambre. Lo único que me interesa es encontrar a Isabel.

Me senté hacia atrás y miré por la ventanilla. Había empezado a llover. Si la encontrábamos, ¿estaría bien? Se me vinieron a la cabeza imágenes de las peores pesadillas imaginables. Me aferré con fuerza al borde del asiento de cuero hasta que temí rasgarlo. Quería romper algo. Fuera, la lluvia había empezado a caer como si fuese la era de Noé.

Una mujer caminaba en paralelo a la carretera. Se parecía a la mujer que me había parado en el aparcamiento de la universidad unos días antes. Llevaba un paraguas y me miró al pasar. Me asaltó un recuerdo del funeral de Irene en Óxford. ¿Era allí donde había visto a la mujer del aparcamiento? Aquel día vi a tanta gente…

Recordé a un grupo corriendo por el camino de gravilla que conducía a la iglesia de San Clemente, donde se había celebrado el servicio. Estaba lloviendo y la mayor parte de la gente portaba paraguas. Yo estaba fuera, en el atrio, refugiándome de la lluvia. Todos venían a estrecharme la mano y expresarme sus condolencias. Estaba aturdido. No había querido entrar. No quería que todo aquello fuese real, que aquel día existiese. Un torrente de recuerdos me invadió y, con él, una oleada de emoción. Hacía mucho tiempo que no pensaba en el funeral de Irene.

¿Tendríamos que celebrar también un funeral por Isabel?

Cerré los ojos y pronuncié una oración. El sudor frío me recorría la piel mientras contemplaba la lluvia fijamente.

Poco después, circulábamos por una autopista con señales en hebreo, inglés y árabe. No nos quedamos en ella mucho tiempo. Atravesamos un pueblo con modernas tiendas, brillantes letreros de plástico y viejos muros de piedra que parecían sacados directamente de la Biblia.

Nos detuvimos en una gasolinera. Mark se había pasado un rato al teléfono, fundamentalmente escuchando, pero también había consultado algo en la pantalla. No pude alcanzar a ver lo que era.

—Vamos a repostar —dijo sin volverse hacia mí.

Cuando hubimos terminado, el conductor detuvo el coche en un aparcamiento junto a un Toyota Land Cruiser de color rojo.

Aparcó tan cerca que apenas cabía una mano entre los dos vehículos. La ventanilla del Land Cruiser se bajó.

Xena estaba en el asiento del conductor. Llevaba el cabello recogido en pequeñas trenzas rematadas con abalorios de color negro que pendían a los lados de su rostro. Vestía una voluminosa chaqueta negra de cuello alto. Cuando me vio frunció el ceño y le dijo algo muy rápido a Mark que no me dio tiempo a captar. Él estaba en el asiento más cercano a ella, también con la ventanilla bajada.

—¿Qué está ocurriendo? —pregunté.

Mark habló sin volverse.

—Vamos a dejarte aquí, Sean. Lo lamento. Volveremos en unas horas. —Sonaba calmado, como si supiera cuál iba a ser mi reacción, pero no me importaba.

—De ninguna manera —repuse, alzando la voz—. No me vais a dejar aquí tirado. ¡Olvídalo! ¡No intentes esa mierda conmigo! —Estaba gritando, pero no me importaba.