38

La pistola de Simon era antigua, sin brillo. Tenía rayajos por la parte superior, pero parecía servir para cumplir su función.

—¿Pero qué coño…? —grité. En aquel momento no pensaba en mi propia vida; quería retroceder en el tiempo, tan solo unas horas, y volver a despertarme, pero esta vez con Isabel a mi lado. Quería que todo aquello no hubiese sucedido.

—Tal vez la necesitemos —dijo Simon bajando el arma, como si se acabase de dar cuenta de que me estaba apuntando.

Extendió la otra mano hacia delante. En ella llevaba una cajita de cartón con balas dibujadas en la parte superior.

Se volvió a meter las balas en el bolsillo de sus pantalones militares.

—¿Cuál es el plan? —preguntó.

¿Debía confiar en él? Pero ¿quién más me iba a ayudar allí?

—Tengo que ir a la Ciudad Vieja. Creo que los tíos de esa excavación están metidos en todo esto. —Expulsé el aire lentamente—. Voy a hacer fotos de la gente que haya allí, si es que hoy hay alguien.

—No vas a ir a la policía. —Aquello era una afirmación, más que una pregunta.

—Voy a dejar que pasen veinticuatro horas. La mayor parte de los cuerpos de policía ni siquiera empiezan a buscar a las personas desaparecidas antes de que pase ese espacio de tiempo. —Había tomado la decisión mientras hablaba con Mark. Tenía que seguir las pocas pistas que tenía por mí mismo y después, si no quedaba otra opción, acudiría a la policía. De todos modos era poco probable que emprendieran una búsqueda ese día. No tenía prueba alguna de que, sencillamente, no hubiese decidido tomarse un descanso de mí.

Me miró fijamente durante unos segundos y dijo:

—Iré contigo.

Guardó el arma en una funda de cuero que llevaba bajo el brazo, con una estrella de David desvaída en relieve.

—¿Estuviste en el ejército? —pregunté.

Él asintió.

—Fui paracaidista en el 67. Detuvimos la voladura de la mezquita del monte del Templo cuando tomamos Jerusalén. Vaya hazaña la de aquel día.

—He leído sobre ello —respondí.

Le cambió la expresión facial, como si estuviese enfadado.

—Dicen que cometimos un gran error.

Yo pensaba en Isabel. ¿La habían amenazado, engañado?

—¿Crees que necesitaremos la pistola?

—Puede ser. Tengo permiso de armas, puedo llevármela adonde yo quiera —explicó dando golpecitos en la funda de cuero—. ¿Quieres llevarla tú? —dijo con suavidad y una sonrisa torcida.

Negué con la cabeza. Me pasé las manos por el pelo; me temblaban un poco. No era miedo, sino frustración. Quería hacer algo.

—Es tentador, pero si me arrestan con eso, probablemente me encerrarán y tirarán la llave lejos.

Él asintió.

Tomamos un taxi al fondo de la calle que nos dejó en la puerta de Jaffa. Era mediodía cuando entramos en el café de la Via Dolorosa en el que habíamos estado con Isabel unos días antes.

Antes de entrar nos detuvimos y volvimos la vista atrás para comprobar si alguien nos seguía. Le dije a Simon que perdíamos el tiempo: nunca descubriríamos a un profesional siguiéndonos. Él continuó con la charada y consultó su reloj, como si estuviese esperando a alguien.

Habíamos dejado un mensaje en la pared junto a la puerta del apartamento de Simon, por si acaso Isabel regresaba allí. Era un trozo de papel detrás de una tubería que decía, simplemente, «llámame», y había escrito mi nombre y mi teléfono en él.

No me importaba facilitarles mi número a posibles desconocidos. Que lo tuvieran. Pero mi teléfono no sonaba.

En cuanto terminamos la maniobra de huida de nuestro posible perseguidor, tomamos posiciones en el café que estaba más cerca del estrecho callejón que conducía a la entrada de la excavación. Algunos de los otros estaban cerrados. Pedimos café. Yo no podía comer nada; me encontraba mal, estaba mareado.

Esperaba que alguien de la excavación saliese a almorzar ese día, o a buscar algo que hubiese olvidado. Si lo hacían, tenían que pasar junto a nosotros.

No había manifestación alguna en la Via Dolorosa, pero la entrada al callejón por aquel lado seguía bloqueada con una barrera de acero que parecía provisional. Debía de tener más de cinco metros de alto, al menos.

Sobre nosotros se alzaban muros de arenisca del color del desierto. Tan solo unas ventanas enrejadas en lo alto rompían la uniformidad de aquellos muros con aspecto de acantilado. Aquel era el entorno en el que habían nacido las organizaciones secretas de cruzados, donde conspiraban los otomanos y los monjes franciscanos habían reivindicado sus derechos durante siglos.

Estábamos en la zona en la que empezaba el barrio cristiano. Al otro lado de la Via Dolorosa, hacia el este, se encontraba el barrio musulmán. El único elemento del angosto callejón que revelaba el lugar en el que nos encontrábamos era una tosca cruz de madera en lo alto de una pared, bien lejos del alcance de las manos rezadoras. Era gris y antigua, parecía llevar puesta allí arriba cientos de años.

Y probablemente así era. Y su sentido allí probablemente radicase en una compleja historia de sufrimiento protagonizada por los peregrinos.

El café daba directamente a la calle. No tenía uno de esos toldos color crema que sí tenían otras tiendas que daban a las calles cercanas, ligeramente más anchas, pero supongo que era comprensible dado que aquel callejón apenas era lo bastante ancho para que tres hombres caminasen por él a la par.

El café era más un lugar de paso para el descanso de los turistas que un restaurante. Había una radio sonando en un rincón; se oían fragmentos musicales y voces hablando a gran velocidad. Cuatro hombres de avanzada edad la escuchaban al fondo del local. Llevaban el pelo tan rapado que se les veían las protuberancias de sus cabezas mezcladas entre el puntiagudo cabello gris.

—¿Qué idioma es ese? —le pregunté a Simon—. Me resulta familiar.

—Es griego —respondió—. Aquí tienen un dialecto especial; hay un hospicio griego ortodoxo por aquí cerca.

El café estaba decente, aunque un poco aguado.

Isabel me había habituado a una suave mezcla de café que comprábamos en Portobello Road. Me mimaba demasiado. Pensé en nuestros recientes paseos matinales de los sábados por aquella zona de Londres y el miedo me atenazó. Era demasiado para soportarlo, tan solo dos años después del asesinato de Irene.

Me removí en mi silla, miré a mi alrededor sin perder la estúpida esperanza de verla aparecer en algún momento.

—¿Estás bien? —me preguntó Simon.

Asentí y moví mi silla. Tenía una excelente vista de la entrada del callejón en el que se estaba desarrollando la excavación.

Estábamos en la segunda fila de sillas con respecto al pequeño ventanal del café.

De vez en cuando alguien salía o entraba del callejón de enfrente, pero nadie que yo reconociese. Entonces, a la una menos diez, apareció Dieter, uno de los amables alemanes.

Se dirigía directamente hacia nosotros, y a toda prisa.

Yo, atraído por un lapidario titular que decía «Guerra» en letras negras y enormes, había comprado un ejemplar del Herald Tribune en un kiosco cercano a la puerta de Jaffa, pero no había sido capaz de leer más que el primer párrafo de la noticia. Tenía la cabeza en otra parte.

Alcé el periódico por delante de mi cara al ver que Dieter caminaba hacia nosotros. Durante un instante en el que el estómago me dio un vuelco, me lo imaginé acercándose y sentándose a nuestro lado. ¿Cuánto tiempo iba a ser capaz de seguir fingiendo interés en aquel periódico?

—Se ha ido —dijo Simon, que se había puesto a estudiar el menú como si fuese un mapa que condujese al Santo Grial.

—Voy a seguirlo y a hacerle una foto —dije—. Espera aquí. —Salí corriendo del café con el corazón desbocado. ¿Me descubriría?

Iba unos veinte metros por detrás de Dieter y tuve que aminorar el paso para no alcanzarlo. Dobló una esquina y corrí para no perderlo, pero volví a frenar al percatarme de que la gente empezaba a volverse para mirarme. Cuando di la vuelta a la esquina, había desaparecido. Estaba sudando y tenía la ropa pegada al cuerpo.

¿Lo había perdido? ¿Era todo aquello una distracción estúpida? Entonces localicé una tienda un poco más adelante. Estaba dos escalones por debajo del nivel del suelo y tenía botellas de agua apiladas en la puerta. ¿Estaría allí dentro?

Saqué mi teléfono y me lo acerqué a la cara mientras me aproximaba a la puerta de la tienda. Sería mejor que no me viese, pero si lo hacía tampoco pasaba nada. Él no podría retenerme, solo tenía que estar preparado. Caminaba de puntillas.

Y allí estaba él, en el mostrador, al fondo de la tienda. En cuanto se giró y antes de que levantara la vista, disparé. Con aquello me bastaría. Seguí caminando. Había otra cruz en lo alto del muro. Me puse frente a ella dando la espalda a la tienda y volví a disparar. Seguí haciendo fotos como un ávido turista, fascinado por el muro y la cruz.

De hecho, esperaba que alguien me tocase el hombro con la mano. El sudor me corría a toda velocidad por la frente y la espalda. Y entonces algo me tocó en el brazo.

Me sobresalté, aunque pude disimularlo.

¿Era la policía? ¿O Dieter?

Pero no era ninguno de ellos.

Era un chico que no pasaba de los diez años. Tenía la cabeza rapada y morena por el sol. La sacudió, haciendo un gesto hacia la cruz y negó con el dedo con expresión preocupada.

—Fotos no —susurró con un acento cantarín.

Unos metros más allá una mujer de baja estatura con un velo negro cubriéndole la cabeza y una cruz de madera negra colgando a la altura del pecho dijo algo en voz alta que no logré entender. El chico se volvió y se marchó. Dieter no estaba a la vista. Supuse que había encontrado lo que buscaba y regresado a la excavación. Cuando llegué de nuevo al café, Simon me hacía gestos con nerviosismo.

—Te lo has perdido —dijo, extendiendo una mano hacia mí mientras me sentaba.

—¿Qué es lo que me he perdido?

Señaló a los ancianos del fondo, que hablaban atropelladamente y mantenían una especie de acalorada discusión. Se deducía por las adustas expresiones de sus caras cuando las volvían de vez en cuando hacia donde estábamos nosotros.

—Tu amiga, la doctora Susan Hunter, acaba de salir en la radio. ¡Hablando en tu idioma! Era una grabación de su voz. Está causando sensación —dijo señalando a los hombres del fondo del café—. Todos han empezado a gritar —añadió.

Entonces se oyó una sirena. Era un aviso de ataque aéreo. Había oído algo similar una vez en una base de la RAF británica en Essex, pero esta sirena era más apremiante y el estruendo procedía de múltiples direcciones.

Simon miró rápidamente de un lado a otro y luego se inclinó hacia mí indicándome con un gesto que me acercase a él.

—Esto no me gusta —dijo—. Hacía mucho tiempo que no oía aquellas sirenas.