Susan Hunter abrió los ojos. Lo único que alcanzaba a ver era un leve rayito de luz procedente del lateral de la trampilla de lo alto de la escalera. Pero era como un faro. El día anterior se había situado justo debajo de la escalera. O creía que había sido el día anterior, al menos, aunque ya no estaba segura al cien por cien del paso del tiempo.
Sabía cuándo él apagaba las luces de la casa, y si era de día o de noche, por la intensidad del leve rayo de luz, pero eso no le bastaba para saber si había transcurrido un día entero o no.
Ya no se oía ningún ruido arriba: ni el televisor a lo lejos, ni golpes. ¿Habría salido? El miedo la atenazó. Si algo le ocurría, si moría en un inesperado accidente, ¿se moriría ella de hambre allí abajo?
Sacó el trozo de piedra del bolsillo de sus vaqueros, que se le antojaban como un trapo sucio.
La piedra era del tamaño de la uña de un pulgar. La había encontrado en un rincón al fondo del sótano. Le gustaba tenerla entre los dedos. Era su llave para salir de aquel lugar. Su llave para escapar.
La gran pregunta era: ¿cuándo iba a utilizarla?
La última vez que él había bajado con su comida, ella le había preguntado, con el tono más sereno del que había sido capaz, por qué estaba haciendo aquello.
—¡El cambio va a llegar! —le había gritado él por toda respuesta, antes de echarse a reír.
Ahora estaba de rodillas. Le resultaba más fácil gatear que caminar. Y también era más sencillo no hacer ruido desplazándose a cuatro patas. Si había instalado un micrófono en la habitación y estaba escuchando todos los ruidos que ella profería, estando de rodillas apenas podría oír ninguno.
Se sintió como una bestia cuando comenzó a subir lentamente por las escaleras. Ahora percibía los olores, como un animal, cosas que nunca antes había detectado con el olfato. La madera de las escaleras por las que trepaba olía a resina. La escayola de la pared de lo alto de la escalera olía a pan. Un par de veces se había imaginado comiéndosela, cuando él se había retrasado con su comida, pero hasta ahora se había resistido a ello.
Cuando alcanzó el descansillo de lo alto de la escalera se incorporó y acercó el ojo a la grieta que había al borde de la trampilla. Solo alcanzaba a ver algo de la cocina. No era una gran vista. Pudo distinguir las patas gruesas de una mesa de madera, una pared de azulejos rojos y el lateral de una bolsa marrón. Pero le bastaba: era el mundo, al fin y al cabo.
Sacó un poco la lengua y el aire le supo a normalidad. Además, había algo en la brisa que llegó hasta ella: sabía a comida, a huevos y a algo más… ¡Aceitunas!
Sacó la lengua del todo y a toda velocidad. No podía evitarlo. Lamió la trampilla con el lateral. Sabía a arena.
Entonces se oyó un ruido. ¡Un grito! Una explosión de voces. Retrocedió. Aún estaba en mitad de las escaleras cuando la trampilla se abrió y un muro de luz la cegó por completo. Levantó una mano.
—¡Tenías que haberte quedado ahí abajo!
Ella aguardó con la cabeza gacha. Antes de que le diese tiempo siquiera a pensar en qué pasaría a continuación, él la golpeó. Le pareció ver hasta estrellas. Entonces la empujó y ella rodó escaleras abajo hasta caer en el áspero suelo de tierra. Todo le daba vueltas.
En ese momento lo oyó: un gemido. Abrió los ojos con dificultad. ¡Había alguien más allí! ¡Una mujer!
Miró hacia arriba. Él permanecía en lo alto de las escaleras con un cuchillo en las manos. Era largo y brillante; nunca había visto uno tan grande. Lo blandió en el aire, como practicando para usarlo.
—Preparaos —dijo, bajando la vista hacia ellas—. Quiero que hagáis una cosa.
Nunca antes había deseado la muerte, pero ahora sí.