36

—¿Qué significa eso exactamente? —pregunté.

Simon se sujetaba la parte superior de la cabeza con las manos.

—Han ocurrido cosas, Sean. Hay una movilización general del Tzahal, nuestro ejército. Esta mañana la radio ha dicho que la división blindada a la que llamamos el Acero ha sido enviada a Jericó, cerca de la frontera con Jordania. Parece tener relación con lo ocurrido en El Cairo.

—¿Qué ha ocurrido en El Cairo? —pregunté.

—¿No viste las noticias anoche?

Negué con la cabeza.

—Siete policías murieron en una explosión en el cuartel general de la policía. Nos culpan a nosotros. ¿Te lo puedes creer? Alzó las manos al aire, como si sujetase una pelota invisible. —Han cerrado las pirámides y las fronteras, y hay gente que está llamando a una huelga general. Están presionando al ejército egipcio para que tome represalias contra nosotros.

—¿Qué tiene que ver eso con Jordania?

—Las unidades militares se están movilizando por todas partes. Así es como se hacen las cosas aquí. Estamos rodeados. Debes saber eso.

—Lo que me preocupa es Isabel. Ni siquiera puedo pensar en otra cosa.

Me dirigí a la puerta del apartamento.

Recorrí la tienda más despacio esta vez, tratando de averiguar si se me estaba escapando algo. ¿Realmente esto era tan poco propio de Isabel? ¿Acaso no había desaparecido durante un día entero en Estambul?

Por supuesto, habíamos vivido juntos desde nuestro regreso de Turquía pero, durante todo aquel tiempo, se había mostrado reacia a contarme demasiado sobre su vida previa al momento en que yo había aparecido en ella. Eso era innegable.

Yo se lo había achacado a su entrenamiento. Había trabajado en el consulado británico en Estambul, lo cual significaba que poseía formación en lo que muchos denominaban las «artes oscuras». Y por lo poco que me había contado al respecto, una de las cosas esenciales para las que había sido entrenada era hablar sobre sí misma sin revelar ningún detalle personal.

Había dejado el Ministerio de Asuntos Exteriores con un generoso finiquito. Decía que ya había tenido suficiente. Pero a mí se me había pasado por la cabeza que pudiese ocurrir algo más que no me estuviese contando, o no me pudiese contar. Mi mayor sospecha tenía que ver con Mark. ¿Ocurría algo más entre ellos de lo que me estaba contando?

Y había otra conversación en la que no dejaba de pensar. Uno de nuestros mejores investigadores en el instituto, Will Stone, con el que me llevaba bien, había bromeado con que probablemente Isabel trabajase en la clandestinidad, cuando yo le había contado lo de su dimisión. Había hecho una broma sobre que seguro que no había dimitido en absoluto, sino que solamente se había cubierto las espaldas. Los dos nos habíamos reído con el chiste frente a unas pintas. Ahora aquella risa resonaba en mi interior.

Caminé despacio por los alrededores de la tienda mientras mi cabeza daba vueltas. Luego volví a entrar, pero ella seguía sin estar allí.

Me quedé delante del edificio contemplando los coches que pasaban de vez en cuando. Era sabbat, y la calle estaba tranquila, pero yo seguía conservando la esperanza de que apareciese, de que saliese de un taxi en cualquier momento. Cogía aire en grandes cantidades y lo retenía en mi interior para aplacar mi pánico.

Se me pasó por la cabeza la idea de que tal vez debiese contactar con su familia. Pero solamente los había visto una vez. Habíamos cenado en Londres, en Aikens (Chelsea) el día de Año Nuevo. Había sido una cena muy agradable, si bien demasiado formal.

Pero ¿qué iba a decirles? ¿«Vuestra hija ha sido secuestrada»?

Solamente llevaba desaparecida una hora.

Di la vuelta completa a la manzana de tiendas y apartamentos y comencé a fijarme en todas las puertas en busca de algún indicio de que pudiese haber visitado algún negocio de los alrededores. Era posible, ¿no? Tal vez necesitase un médico.

Comprobé los callejones, los cafés. No encontré nada. Luego me quedé fuera del bloque de apartamentos de Simon considerando las posibilidades que se me venían a la cabeza.

Me sentía totalmente aturdido, como si mi cuerpo y mi cabeza no estuviesen conectados. Todo lo que habíamos venido a hacer a Jerusalén me parecía ahora de lo más estúpido, ridículo incluso. ¿En qué coño estaba pensando al ponerla en peligro de aquel modo?

Pero también sabía que hubiera sido absurdo el esfuerzo de intentar que se quedase en Londres sin mí. Tomé aire profundamente.

¿Había alguna posibilidad de que hubiese salido a alguna parte?

Tenía que haberla, pero era muy pequeña. Si tuviese que salir me lo habría dicho, ¿no?

No, no podía negarlo más: tenía que aceptar que había una posibilidad razonable de que hubiese sido secuestrada.

La palabra resonó en mi cabeza. ¡Secuestrada! ¡Igual que Susan! ¡Igual que Kaiser! Ahora el estruendo en mi pecho era mucho mayor.

Mis piernas querían moverse. Tuve un repentino deseo de echar a correr calle arriba gritando el nombre de Isabel.

Entonces pensé en Susan: su cuerpo todavía no había aparecido, lo cual significaba que quienquiera que la estuviese reteniendo probablemente no la hubiese asesinado. Aún.

Luego recordé cómo había muerto Kaiser: envuelto en llamas después de haber sido cruelmente torturado.

La idea de que algo similar le pudiese ocurrir a Isabel hizo que me sacudiese un escalofrío. Notaba un sabor ácido en la boca. Tenía que parar aquello.

—¿Está bien? —Era la voz de Jeremías.

Me enderecé. Estaba a medio metro de distancia con una expresión preocupada en su rostro y la mano extendida hacia mí.

—Creo que mi novia ha sido secuestrada.

Negó con la cabeza con compasión.

—Debe ir a la policía. Debe acudir directamente a ellos. Son buenos haciendo su trabajo. —Se inclinó hacia mí con sus tirabuzones meciéndose delante de su rostro—. Estoy seguro de que la encontrará. —Extendió más la mano y yo la cogí, la estreché, aunque sabía que solamente intentaba aplacar mis ánimos. Tenía los dedos fríos, pero la fuerza de un alambre de acero.

Asentí. Entonces se marchó.

¿Podía ir a la policía?

¿Podía esperar una ayuda en condiciones si no se lo contaba todo, especialmente lo de la excavación en la Ciudad Vieja y por qué sospechaba de la Legión del Cielo? Probablemente me detendrían y me dejarían en una celda Dios sabía cuánto tiempo.

Tomé aire de nuevo. Tal vez nada de eso importase. Tal vez la policía tuviese más éxito buscándola. Esa tenía que ser una posibilidad.

Lo único que importaba era encontrar a Isabel.

Mi teléfono estaba sonando. El corazón me dio un vuelco y notaba la sangre correr por todo mi cuerpo. ¿Sería ella? Mientras me llevaba el teléfono a la boca, vi que el número era de Reino Unido.

¿Tenía algo que ver con la desaparición de Isabel?

—¿Hola? —Se oía un ruido en la línea.

—¿Eres tú, Sean? —Era la madrastra de Isabel. Se me cayó el alma a los pies.

—Sí —respondí, mientras me invadía una oleada de terror. ¿Iba a contárselo?

—¿Dónde está Isabel? —preguntó con cautela.

Percibí en su tono de voz la esperanza de que le dijese «un momento» y le pasase el teléfono a ella.

—No lo sé. —Se hizo una pausa llena de expectación.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con tono tenso.

Ya había notado ese tono en otra ocasión, como si encerrase preguntas acerca de quién demonios era yo y por qué coño Isabel había fijado sus atenciones en mí.

Le expliqué, despacio, lo que había ocurrido.

Ella repitió mis palabras con consternación, como si hubiese alguien más escuchándola allí. La voz se le quebró al hablar en una oleada de emoción contenida.

Se oyó otra voz a través del teléfono. Era el padre de Isabel, Arthur. Volví a sentir muchísimo calor en la cara. Una gota de sudor corrió por mi mejilla y me la sequé con la mano.

—Esto no es bueno, Sean —dijo Arthur, también con la voz quebrada—. ¿Cuándo la viste por última vez? —preguntó atropelladamente, como si quisiera hacerse cargo de la situación.

Volví a explicarle lo ocurrido aquella mañana. Hablé despacio, también para mí mismo, como si mi cabeza necesitase volver a oírlo para asimilarlo.

—¿Has llamado a la policía?

Vacilé y a continuación respondí:

—Lo haré.

—Debes llamarlos ahora mismo. —Pocas veces había oído tanta ira en un tono de voz.

De fondo oí a la madrastra de Isabel diciendo:

—No estás bien, Arthur. No te acalores.

Por el temblor en la voz de Arthur, se adivinaba que se estaba conteniendo.

—Si no llamas a la policía israelí ahora mismo llamaremos al Ministerio de Asuntos Exteriores para contarles lo que está ocurriendo. De hecho, los voy a llamar de todas formas. Estáis en Israel, ¿verdad? En Jerusalén.

—Sí —respondí.

Tosió, como si estuviera enfermo.

—Eso es lo que Isabel me dijo anoche cuando me llamó por teléfono. Dijo que estaba ocurriendo algo extraño. ¿De qué estaba hablando? —Lo soltó todo y después volvió a toser.

Ahora me sentía culpable y compungido. Era a él a quién había llamado Isabel la noche anterior.

—La doctora Hunter también ha desaparecido —dije.

Él ignoró lo que había dicho.

—Isabel no nos llama a menudo. —Vaciló y se oyó un ruido ahogado, como si estuviese conteniendo sus emociones—. Al menos no últimamente.

Aquello era una pulla dirigida a mí por vivir con Isabel.

—Pero tenemos una relación muy estrecha, a pesar de todo eso. Si algo le sucede, más vale que vengas y me mates a mí también. ¿Me comprendes? —Contuvo la respiración.

—Haré todo lo posible para encontrarla. No me moveré de aquí hasta que lo haga, se lo prometo.

—Lo sé, querido. —Era la voz de su madrastra otra vez. Esta vez sonaba firme, como si estuviera resuelta a plantarles cara a los acontecimientos.

»Cuando Isabel nos dijo que te habías mudado con ella, sabía que la tratarías bien. Me contó lo que te ocurrió, lo de que tu esposa murió en Afganistán. —Hizo una pausa que sonó como si se sintiese incómoda, como si sintiese que se estaba entrometiendo—. Ella quería dejar el Ministerio de Asuntos Exteriores y, si tú la ayudaste a hacerlo, nos sentimos agradecidos.

Hizo otra pausa. El teléfono me pesaba, me ardía en la mano. Oí cómo alguien se sonaba la nariz de fondo.

—Por favor, tráela de vuelta a casa. Por favor…

—Moriría por Isabel, señora Sharp —dije con la voz entrecortada. Apreté los labios, y también el puño. La ira y el miedo se extendieron por mis adentros como un veneno.

—Tú encuéntrala —dijo antes de colgar. Sin duda llamarían al Ministerio y se abriría una investigación. Eso sería lo que yo haría. ¿Llamarían también a Mark, para ver si él sabía algo sobre la desaparición de su ex esposa? Era muy probable, ¿no?

Debería llamarlo.

Regresé a casa de Simon. La cabeza me daba vueltas. Me obligué a mí mismo a calmarme, a pensar. Simon estaba preocupadísimo. También quería que llamase a la policía. Dije que lo haría. Me dirigí al dormitorio en busca del teléfono de Isabel. Cuando lo encendí, me pidió el PIN. Intenté recordarlo, ella me lo había dicho.

¿Cuál era el puñetero PIN? Sabía que estaba ahí, como una sombra, en mi memoria. ¿Era 1906? ¿1909? ¡1919! Eso era.

Entré en la agenda y busqué el teléfono de Mark.

Respondió después de dos tonos y su voz sonó a que esperaba oír la voz de Isabel al otro lado.

Le expliqué rápidamente lo sucedido. Tuvo que preguntarme dos veces en qué parte de Jerusalén nos encontrábamos. Las ideas se agolpaban en mi cerebro.

—¡Me cansé de repetiros que no regresaseis ahí! —gritó cuando hube terminado—. ¿Quién es ese tío con el que estáis?

Se lo conté.

—Llegaré a Jerusalén a las seis de la tarde. No hagas ninguna estupidez.

—Gracias por el consejo, Einstein. Lo tendré en cuenta.

—¿Qué pensabas hacer hoy?

—Íbamos a ir a esa excavación de la Ciudad Vieja, a ver si podíamos fotografiar a alguien allí y tal vez enseñarte las fotos para ver si podías averiguar algo sobre esa gente.

—¿Sigues creyendo que están relacionados con lo que está ocurriendo?

—Sí, y creo que debería ir allí y hacer todas las fotos que pueda. Es la única pista que tengo.

—De acuerdo. Pues que estén bien enfocadas, por favor. Son cristianos, en esa excavación, ¿verdad?

—Sí —respondí.

—Puede que haya algunas personas trabajando hoy, sobre todo si tienen un permiso limitado, pero no esperes encontrarte con todo el equipo. Seguro que no está en el barrio judío, ¿verdad?

—No, está en el barrio cristiano.

—Aun así, parte de esa zona estará cerrada hoy.

Una ráfaga de viento agitó la ventana y algo brilló en el cristal. ¿Era arena del desierto? ¿Era eso normal?

—¿Cómo llegarás hasta aquí? Creí que la frontera estaba cerrada. Anoche había un montón de tanques recorriendo las calles.

—Han cerrado el paso, pero el personal de la embajada aún puede cruzar —me explicó Mark—. Estaré ahí a las seis.

—De acuerdo.

—¿Confías en el hombre con el que estás? —preguntó.

—Sí. Nos ha ayudado mucho.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Pude imaginarme la expresión escéptica en el rostro de Mark.

Oí un ruido y me volví. Simon estaba de pie detrás de mí con una pistola en la mano. Me estaba apuntando.