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Eran las once y media de una mañana de sábado en Londres. El fin de semana de Henry Mowlam empezaba con mal pie. Y no solamente por aquella lluvia que parecía monzónica: lo habían llamado para ir a trabajar.

Las oficinas del sótano de Whitehall estaban relativamente tranquilas los sábados, lo cual estaba bien, pero el té seguía siendo igual de malo que siempre y los informes de todo el mundo no paraban de llegar solo porque fuese fin de semana.

Henry le había prometido a su esposa que irían de compras por la tarde a la calle Óxford. Esperaba poder confirmarle en los próximos minutos la hora a la que podrían quedar, tan pronto como terminase los informes para la unidad de monitoreo de fin de semana.

Y estaba tardando más de lo debido. Fundamentalmente, porque le preocupaba lo que pudiese ocurrir más o menos a lo largo del día siguiente.

No es que albergase dudas sobre la eficacia de la unidad de fin de semana. No: eran las implicaciones que podía suponer el aumento de las tensiones en Egipto. Era imposible quedarse de brazos cruzados viendo cómo dos países se precipitaban hacia la guerra sin sentir aprensión. Era algo muy diferente a ver la guerra desde el televisor de casa. Eso era más bien entretenimiento: ver aviones ir y venir, políticos pronunciando entusiastas discursos.

Pero cuando veías fotografías de hombres, mujeres y niños mutilados por las bombas, el tipo de imágenes que los ejecutivos de televisión habían considerado desde siempre demasiado impactantes para los telespectadores occidentales, el valor del entretenimiento descendía notablemente.

Henry había visto suficientes comienzos de guerras como para saber que lo que estaba ocurriendo en Egipto no era bueno. Todas esas algarabías presagiaban algo malo: había estallado una bomba en El Cairo; habían muerto policías; se anunciaba la presencia de un submarino iraní cerca de la entrada del canal de Suez.

También habían recibido informes sobre la tensión en las fuerzas aéreas egipcias. Un informante había especulado con la idea de que un general estaba planeando en solitario un ataque preventivo contra Israel para asegurarse una reacción popular de las masas egipcias.

Aquel informe, que le habían pasado a última hora del día anterior, había provocado que los altos mandos israelíes iniciasen los movimientos de sus tropas para reforzar las posiciones defensivas y desplegar los vehículos blindados.

Otros informes procedentes del interior de Egipto resultaban también preocupantes. A pesar de que la mayoría de imanes predicaban contra la guerra en sus oraciones de los viernes, la tensión en las calles seguía siendo elevada. Una manifestación cerca de Rafah, donde confluían las fronteras de Israel, Gaza y Egipto, estaba atrayendo a una gran multitud. Por internet circulaban rumores. Se había publicado un reportaje en la prensa egipcia sobre la muerte de Max Kaiser en Jerusalén.

El artículo insinuaba que la Inteligencia israelí podría estar detrás de la horripilante muerte de Kaiser, de forma que se pudiera culpar de ello a la población musulmana de la Ciudad Vieja. También afirmaba, sin pruebas, que había planes de arrestos y registros de domicilios en Jerusalén como respuesta al asesinato.

Aquella parte del artículo se basaba en los miedos de un puñado de residentes que habían visto a más policías de lo habitual patrullando por Aqabat at Takiya, pero ninguno de aquellos miedos interesaba a los lectores.

Mientras Henry contemplaba las noticias entrantes, temió que no vería a su mujer durante un tiempo considerable.