34

A la mañana siguiente me desperté con resaca y aturdido. No me parecía que hubiese bebido tanto como para sentirme así.

Isabel ya se había levantado. La luz del sol se colaba por la ventana. Las divagaciones nocturnas de Simon sobre el sacrificio humano y la Reina de la Oscuridad quedaban ya muy lejos. Me quedé tendido en la cama pensando en los tanques. Israel vivía en un casi permanente estado de preparación para la guerra, pero sospechaba que lo que había ocurrido la noche anterior era algo más.

Por allí había pasado un buen montón de tanques.

Una cosa estaba clara: ocurriese lo que ocurriese, había que investigar a aquellos idiotas de la excavación. La idea de Isabel de tomar fotografías de cada uno de ellos era buena. Probablemente podría hacer que Mark cotejase las imágenes con su base de datos para ver si podía adjudicárseles algún nombre, establecer antecedentes y buscar caracteres insólitos.

Me levanté y fui a buscarla, para ver si eso era lo que había planeado. No estaba en la cama de la hija de Simon.

Él estaba en el salón. Las cortinas estaban abiertas y había dispuesto café y varias bandejas sobre la mesa de comedor, al fondo de la estancia.

—¿Dónde está Isabel? —pregunté. En aquel momento no estaba preocupado.

—Ha ido a comprar un poco de pan fresco ahí enfrente, al otro lado de la calle. Insistió en ir. Le dije que podía hacerlo yo, pero ya sabes cómo son las mujeres.

Abrí la boca para decir algo, pero me contuve. Tenía la sensación de que algo no iba bien.

—No te preocupes. Vi cómo entraba en la tienda hace solo unos minutos —me tranquilizó. Debía de haber percibido ansiedad en mi expresión.

—Está ahí enfrente, justo cruzando la calle —dijo señalando la puerta del balcón que daba a la fachada del edificio y a la calle principal.

—¿Por qué no te sirves un café y sales al balcón para ver cómo regresa?

Me serví una taza y bebí un trago. A continuación hice lo que Simon me sugería. La tienda estaba situada en la esquina de la manzana y tenía un letrero encima de la puerta que estaba en hebreo.

Aguardé, esperando verla salir de la tienda en cualquier momento. No me iba a dejar llevar por el pánico. No podía haberle ocurrido nada. Pero los segundos transcurrían y ella no aparecía. Consulté mi reloj.

Pasados diez minutos sin indicio alguno de su retorno y con la ansiedad creciendo en mi interior, volví a entrar en el apartamento. Llamé a su teléfono móvil y lo oí sonar en el dormitorio. Lo había dejado allí.

—Voy a ver qué ha ocurrido —dije.

—Debe de haber ido a la tienda que hay detrás de esa. Cuando aún no les ha llegado el pan fresco, mandan a sus clientes a la siguiente tienda. —Miró su reloj con expresión confusa—. A esta hora ya debería haber llegado el reparto —dijo, antes de sacudir las manos en el aire—. Tal vez las panaderías vayan lentas hoy, con todo lo que está ocurriendo.

Cuando salí del edificio de Simon vi los restos de la pintada de la que me había hablado. La noche anterior, en la oscuridad, no me había percatado de su presencia. Alguien había pintado ya una sección del muro exterior del edificio, pero los colores no encajaban demasiado. No se sabía exactamente qué era lo que habían cubierto con pintura, pero se distinguían formas oscuras, líneas curvas.

No me molesté en analizarlas. Caminé deprisa. No me importaba qué significaban aquellas formas: quería encontrar a Isabel. Las divagaciones nocturnas de Simon resonaban en mi cerebro. Las señales de alarma no dejaban de tintinear en mi cabeza. Sin embargo, otra parte de mí decía: «Calma, tranquilo, ella está bien».

Pero no estaba cruzando la calle, como esperaba encontrármela, y tampoco estaba fuera de la tienda. Un coche me pitó cuando crucé corriendo.

Tampoco estaba en el interior. Me recorrí los dos pasillos y casi tiro al suelo a un hombre mayor con un holgado traje negro que portaba una enorme garrafa de agua. Me miró suspicaz. Quería explicarle lo que estaba haciendo, pero no tenía tiempo.

¿Dónde coño estaba Isabel?

Localicé otra salida y me dirigí a ella y a la siguiente tienda. Estaba a cinco metros por la calle lateral. Entonces se me ocurrió: tenía que comprobar si la primera tienda tenía pan fresco. Si no lo tenían, podía seguir buscando una tienda de similares características.

Volví sobre mis pasos, sintiéndome estúpido. El corazón me latía dentro del pecho como si alguien me lo estuviese aprisionando. Me dirigí al fondo de la tienda otra vez.

Sí, allí estaba. Había dos secciones con una docena de variedades de barras de pan diferentes. Un enorme peso empujaba mi pecho con insistencia.

¿Por qué no estaba en la tienda? Miré a izquierda y derecha, preguntándome si mis ojos me estarían engañando. Una mujer de constitución menuda y vestida de negro me miraba fijamente. Me dijo algo, creo que en hebreo, pero no pude entender nada.

Le repliqué con un tosco «no» y salí corriendo hacia la puerta.

Tal vez Isabel hubiese regresado ya al apartamento de Simon y estuviese esperándome allí. Sonreiría por mi agobio, y me abrazaría. Hablaríamos de ello durante el desayuno y yo me reiría con las burlas de los dos. Pero al menos estaría allí.

Tenía que estar.

Pulsé el piso de Simon en el portero automático y entré en el edificio. Corrí escaleras arriba, subiéndolas de dos en dos. El corazón se me salía por la boca cuando llamé a la puerta de arriba.

Lo oí hablar.

Eso significaba que había alguien con él, o sea que Isabel estaba allí. ¡Gracias a Dios!

Simon abrió la puerta.

—¿Dónde está Isabel? —preguntó.

—¿No está aquí? —Mi voz sonó extraña, las palabras me salieron demasiado atropelladas.

Me quedé allí mirándolo mientras el miedo inundaba mi corazón. Notaba la cara extraña, rígida.

—¿No ha vuelto?

—No.

—¿Con quién estabas hablando? —¿Estaba jugando conmigo?

—Con un amigo mío rabino, Jeremías. Ha pasado a verme. Entra y te lo presento.

Entré en el piso, aturdido. Me sentía como si alguien me hubiese golpeado en la cabeza. Esperaba que sonase el timbre, que hubiese cometido algún error estúpido en aquella tienda y que Isabel llegase de un momento a otro. Simon estaba diciendo algo, pero solo me enteré del final.

—Jeremías, díselo. —Eso fue todo lo que oí.

Jeremías vestía un traje negro. Llevaba una espesa barba negra y dos tirabuzones le caían sobre los hombros junto a las orejas. En la cabeza llevaba una kipá de terciopelo negro. Tenía más o menos mi edad, unos treinta y tantos, pero su piel estaba ajada, como si hubiese tenido un eccema durante mucho tiempo. Sus ojos eran de un azul eléctrico.

—Hemos regado el jardín con agua de un estanque que se estaba quedando seco —dijo, en voz baja.

¿Aquel tío hablaba en serio? Miré a Simon. No necesitaba aquello.

—Jeremías es el rabino más perseguido de todo Israel —dijo Simon, como si eso lo explicase todo.

—No tiene buen aspecto —me dijo Jeremías.

—He perdido a mi novia —dije. Él me sonrió con indulgencia.

—¿Has comprobado si recibieron el pan? —preguntó Simon.

Asentí. Tenía la garganta seca.

Simon negó con la cabeza. Ahora parecía preocupado. El pánico empezaba a crecer en mi interior. Quería retroceder en el tiempo. Entonces sentí el impulso de volver corriendo a las tiendas, de comprobarlo una vez más en condiciones.

No, tal vez debía esperar allí un poco más, mantener la calma. Tenía que haber una explicación racional para aquello. Salí al balcón para no tener que hablar y poder ver la calle, la tienda.

Clavé la vista en ella. Simon estaba de pie a mi lado.

—No creo que le haya podido ocurrir nada —dijo con tono tranquilizador, aunque había un matiz evidente de preocupación en su tono.

Yo seguía mirando la tienda. Cada vez que su puerta se abría, mi corazón se abría con ella. Entonces oí otra voz detrás de mí.

—¿Estaba en esa tienda? —preguntó Jeremías.

—Eso creemos —contestó Simon.

Tenía que volver allí.

—Voy a volver —dije.

—Yo he estado en esa tienda hace cinco minutos —dijo Jeremías.

—¿Vio algo sospechoso? —me apresuré a preguntar.

Las preguntas se agolpaban en mi cabeza. ¿Se habría marchado por alguna razón? ¿La habrían secuestrado? Me encontraba mal. Envolví el puño derecho con la mano izquierda y realicé un esfuerzo consciente por controlarme a mí mismo. A Isabel no le serviría de nada que me dejase vencer por el pánico.

—No, no, nada —dijo negando con la cabeza.

—¿Vio a una mujer europea? ¿Pelo negro, alta, delgada?

Hizo una pausa. «Vamos», quería gritarle, «responde a la pregunta». Apreté los labios.

—No miro a las mujeres. He hecho un juramento contra ese tipo de cosas.

—¿Había alguien en la tienda? —Casi estaba gritando. No, estaba gritando. Extendí una mano hacia la puerta del balcón y la agarré.

—Sí, estoy seguro de que había alguien —contestó frotándose la frente.

—¿Recuerda lo que vio? —Sabía que Jeremías no era el responsable de lo que estaba ocurriendo, pero me resultaba difícil contener mi frustración.

Me miró con gesto triste.

—Recuerdo a un estadounidense: un hombre grande con una camiseta blanca con algo dibujado. Me empujó al pasar.

—¿Qué dibujo llevaba en la camiseta? —pregunté.

—No lo recuerdo.

Se me ocurrió una locura. Saqué mi teléfono y busqué la foto de la H quemada.

—¿Era algo parecido a esto?

Jeremías miró mi teléfono. Tenía los ojos enrojecidos. Se le marcaban las venas rojas como si se hubiese pasado toda la noche despierto estudiando la tora.

Tras un instante que se me antojó eterno, dijo, negando con la cabeza:

—No lo recuerdo.

—¿Pero podría ser? —pregunté.

—Tal vez. O tal vez no. —Quería zarandearlo, pero en lugar de eso pasé a toda prisa junto a él en dirección a la puerta.

—La oí hablar por teléfono anoche —dijo Simon.

—¿Qué? —Detuve mis pasos y me volví.

—No iba a decírtelo, pero fue un poco extraño. Estaba en el cuarto de baño. Fue en plena noche. La oí hablar. Eso es todo. Tal vez no signifique nada.

¿A quién estaría llamando de ese modo, desde un lugar desde el que yo no pudiese oírla? ¿Por eso había desaparecido? ¿Se había citado con alguien? Me sentía desconectado de la realidad, como si hubiese descubierto de repente que llevaba una doble vida.

—¿Oíste lo que decía, algo al menos?

Simon negó con la cabeza. Luego recordé algo más de la otra noche, algo raro.

—¿Qué eran todos esos malditos tanques que vi a las cuatro de la madrugada? Eran un buen puñado.

Simon me miró fijamente. Parecía como si supiese exactamente lo que estaba ocurriendo pero se estuviese esforzando en encontrar el modo de decirlo.

—Se avecina una tormenta —dijo Jeremías—, y son sus mensajeros.

—¿Qué coño significa eso? —pregunté.

Jeremías retrocedió ante mí, dio un paso atrás.

—Digo lo que veo —replicó con mirada penetrante, como si estuviese destapando mis secretos—. ¿Preferiría mentiras?

—No, yo solo quiero encontrar a Isabel. —Me llevé la mano a la frente. Tenía que calmarme. Y tenía que encontrarla, rápido.

—Jerusalén está al borde del precipicio, Sean —dijo Simon.