El corazón me volvía a latir al doble de su ritmo normal. Era capaz de manejarlo, pero quería salir de allí lo antes posible. Abrí la puerta del apartamento, puse un trozo de alfombra quemada enrollado en la parte inferior de la puerta para mantenerla abierta y salí corriendo escaleras abajo para abrirle a Isabel. No esperé el ascensor.
Cuando abrí la puerta principal, ella estaba aguardando fuera con los brazos cruzados.
—¿Por qué demonios has tardado tanto? —susurró.
—Gracias por el voto de confianza —repliqué yo.
Le hice un gesto para que entrara y cerré la puerta del portal. Subimos rápidamente las escaleras. Al cerrar la puerta del apartamento de Kaiser detrás de nosotros, encendí la linterna e Isabel se quedó quieta en medio del vestíbulo, rodeándose el cuerpo con los brazos, como si no estuviera segura de querer ir más lejos.
—¿Cuál es la puerta de la cocina? —preguntó ansiosa.
Había dos puertas a nuestra derecha, además de la que teníamos enfrente que conducía a la sala. Todas estaban cerradas.
—Una de estas dos —dije señalando hacia la derecha.
—Genial —dijo ella, no demasiado contenta.
Crucé el vestíbulo y apoyé la mano en la puerta más cercana. Tenía tendencia a meterme donde no debía. En el pasado me había visto implicado en algunos líos estúpidos y podría creerse que había aprendido la lección, pero algunas cosas nunca cambian.
Giré el pomo metálico y empujé la puerta con rapidez. Un denso olor a quemado me invadió los labios, la boca. Me daba ganas de vomitar. Un sudor frío asomó a mi frente.
Al otro lado del cuarto había una ventana que dejaba pasar la luz de las estrellas. Una cortina rasgada pendía de un raíl. Parecía como si hubiese habido un forcejeo. Había un colchón a medio apoyar en la cama y parcialmente quemado. Las paredes estaban ennegrecidas con marcas como de dedos. Era como si las hubiese pintado un estudiante loco por el arte gótico.
Isabel recorrió la habitación y abrió la puerta del armario empotrado. Dentro había algunas prendas colgadas: dos chaquetas, algunas camisas… Abrió todos los cajones de la cómoda y los registró uno por uno.
—¿Qué estás buscando?
—Me preguntaba si alguien vivía con él. —Señaló unas brillantes esposas plateadas guardadas en el cajón inferior—. ¿Qué crees que nos dice esto?
—¿Que le gustaba jugar a policías y ladrones?
—¿Por qué crees que la policía israelí las dejó aquí? —me espetó.
—No creo que se lo lleven todo cuando analizan el escenario de un crimen. ¿Algún indicio de que tuviera novia?
Isabel negó con la cabeza.
—Veamos qué hay tras la otra puerta —sugirió, cerrando los cajones despacio.
Salí al vestíbulo y me dirigí hacia ahí. Aquella estancia también emanaba olor a quemado, pero había algo más mezclado: un ligero aroma a carne a la brasa.
Era extraño, pero le confería a aquella habitación un olor más agradable que el del dormitorio. Lo que aquello significaba resultaba repugnante.
Había una ventana en la pared del fondo, con un fregadero delante repleto de platos ennegrecidos por el humo, una tostadora volcada y utensilios de cocina.
Alrededor de las paredes había encimeras vacías y alacenas con las puertas tiznadas. El fuego allí dentro había sido peor que en cualquier otro lugar del apartamento.
Había un frigorífico y una cocina, así como un lavavajillas en una de las paredes. Todos ellos habían resultado dañados de algún modo. Pero lo que hizo que pudiese oír el zumbido de mi sangre circulando era la silla que estaba en el centro de la habitación.
Había sido reducida a un esqueleto metálico. No quedaba asiento ni respaldo, tan solo una estructura calcinada.
Me acerqué y alumbré los restos con la linterna. Se me pusieron los pelos de punta.
Había marcas en el suelo alrededor de la silla. Apunté hacia ellas con la linterna.
Dos marcas negras desvaídas delante de la silla señalaban el lugar que ocuparían los pies de alguien que estuviese sentado en ella. Había huellas oscuras sobre los azulejos del suelo. Si había habido algún resto de carne humana, lo habían limpiado casi a la perfección. Lo único que quedaba eran las manchas oscuras que lo desvelaban todo.
—Mark no mentía —dijo Isabel en voz baja. En la distancia se oyó el sonido de una ambulancia que se acercaba. Era un alarido agudo, más similar al punzante estruendo de una ambulancia estadounidense que al de una de Londres.
—Vámonos de aquí —sugerí. Había visualizado la imagen de Kaiser sentado en aquella silla, intentando chillar tras la mordaza, y sentía ganas de vomitar.
—Mira —dijo Isabel, señalando el suelo alrededor de los restos de la silla.
Alumbré hacia allí con la linterna. Al principio no vi nada, pero entonces me percaté de las fantasmagóricas marcas de polvo a aproximadamente medio metro de la silla. Formaban una línea. ¿Para qué coño era aquello?
Las marcas formaban líneas borrosas sobre los azulejos alrededor de la silla.
Me agaché para echar un vistazo y alumbré la línea con la linterna. Era rugosa, irregular, apenas quedaba rastro de ella; había sido prácticamente eliminada. Y algo en ella me resultaba familiar. Me acerqué a mirarla más de cerca. Sí, alguien había esparcido unos polvos formando una H alrededor de la silla. Y apenas se veía.
—Hagamos algunas fotos —dijo Isabel, con tono agotado.
Tomé algunas instantáneas de la sección de suelo que rodeaba la silla. La forma de H no se distinguía muy bien, pero se veía una parte.
Nos quedamos un instante aguardando a aquel lado de la puerta. El pulso me latía a toda velocidad. La entreabrí y me paré a escuchar antes de salir. Cuando salimos por la puerta del portal oí un ruido detrás de nosotros, pero me limité a cerrarla. Seguimos caminando mientras nos quitábamos los guantes. No volví la vista atrás.
Unos minutos más tarde estábamos subidos en un taxi en dirección al hotel. Hizo falta todo el trayecto para que mi corazón retomase su ritmo habitual.
—Antes de regresar a Londres quiero hacer fotos de todos los que entran y salen de esa excavación —dijo Isabel mientras atravesábamos el arco de entrada del hotel.
Entonces lo vi: uno de los agentes de Inmigración que nos habían llevado al aeropuerto. Estaba de perfil, de pie en el mostrador de recepción. Recordé al tipo que nos había estado observando por la mañana.
—Tenemos que irnos —dije.
Cogí a Isabel por el brazo y la hice retroceder rápidamente hacia el exterior. Cabía la posibilidad de que aquel tipo de inmigración no estuviese allí por nosotros, pero había una posibilidad mayor de que sí lo estuviese.
—Para, me haces daño —me susurró Isabel cuando volvimos a pasar bajo el arco.
—Lo siento, pero no podemos quedarnos —aflojé un poco los dedos y echamos a andar calle arriba hasta doblar la siguiente esquina, donde paramos un taxi. Mientras se aproximaba a nosotros, le expliqué a Isabel por qué la había sacado de allí de malas maneras, y a quién había visto.
—Espero que no vayas a caer en la violencia física —dijo.
—Solo cuando esté intentando salvarte el pellejo —repliqué.
—Llama a Simon Marcus —susurró—. Él sabrá dónde podemos quedarnos sin que nos arresten.
Entramos en un taxi, en el que sonaba música pop israelí. Casi pude reconocer la melodía, pero la letra estaba en hebreo. No se me pasó por la cabeza pedirle al taxista que bajase el volumen. Estaba ocupado mirando por el parabrisas trasero para ver si nos seguían. Pasado un minuto, sin un solo coche de policía a la zaga, saqué el teléfono del bolsillo de la chaqueta.
En cuanto Simon respondió y le dije quién era, se hizo el silencio. Entonces dijo suavemente:
—Habéis vuelto a Israel.
Debía de haber oído la música.
—Necesitamos un lugar donde quedarnos. ¿Conoces alguno? —Esperaba no atraer demasiadas sospechas por parte del taxista. Más silencio. No tenía ni idea de lo que iba a hacer. ¿Nos recomendaría algún sitio?
Entonces dijo:
—Venid a mi casa. Estoy loco, lo sé, pero mi madre me enseñó a no abandonar nunca a nadie a su suerte. —Me dio su dirección, estaba cerca de la estación central de autobuses—. Bajaos del taxi en la estación de autobuses —me indicó.
Quince minutos más tarde estábamos en el exterior de un edificio de apartamentos de cuatro pisos que parecía haber sido diseñado en los años sesenta por un moderno convencido. Cada uno de los botones de plástico del timbre del portal tenía una pequeña estrella de David. Simon bajó a abrirnos él mismo.
Se llevó el índice a los labios para advertirnos que guardásemos silencio mientras entrábamos. Luego salió afuera a mirar a su alrededor antes de indicarnos que subiésemos. Dijo que su familia no estaba, pero por las tazas que aún estaban sobre la mesa del comedor tuve la impresión de que se habían largado unos minutos antes.
No me había dicho que tenía hijos.
—Mi esposa y mi hija, de trece años, se han ido hace un rato a pasar unos días a Tel Aviv con mi suegra —dijo, como para explicar lo de las tazas.
—No deberíamos entretenernos mucho —dije yo—. ¿Hay algún lugar en Jerusalén en el que la gente pueda quedarse si no quiere que su rastro pueda ser comprobado por la policía israelí en unas horas? —pregunté mientras nos sentábamos en un enorme sofá marrón.
—Os quedaréis aquí —dijo con total naturalidad.
—No podemos hacer eso —repuse.
Estaba de pie delante de la puerta que daba a la calle.
—Debéis hacerlo y lo haréis.
—Eres muy buena persona —dijo Isabel—. Gracias. —Se levantó, se acercó a él y le puso una mano en el brazo—. ¿Hay algún lugar donde pueda tumbarme?
—¿Estás bien? —pregunté.
Se volvió hacia mí con aspecto pálido. Se me había pasado por la cabeza insistir en marcharnos de allí, y ahora lo estaba pensando de nuevo.
Ella se encogió de hombros.
—Solo estoy cansada. Y tengo un dolor de cabeza terrible. Eso es todo —me explicó.
—Por aquí —le indicó Simon—. Puedes acostarte en el dormitorio de mi hija. —Nos mostró una habitación con una cama individual. Sacó unas sábanas limpias y enseguida Isabel se echó a dormir mientras yo admiraba las fotografías que colgaban de las paredes del salón de su apartamento. Había una de él e Isaac Rabin con esmoquin y otra de él con uniforme militar en el desierto.
—Eres tú —dije.
—Yo no las pondría ahí —se disculpó—, pero a mi esposa le gustan.
—Espero que no te estemos acarreando problemas.
Extendió la mano hacia delante, como si me estuviese pidiendo que hiciera algo.
—Así que ¿por qué habéis vuelto? ¿Qué esperáis hacer aquí? —dijo con tono agraviado.
—¿Sabes que Susan Hunter sigue desaparecida?
—Y ahora vosotros sois el equipo de investigación, ¿es eso? ¿Estáis cualificados para esto? —Quedaba claro que para él no decía mucho en mi favor que hubiésemos vuelto.
—A ningún agente de las fuerzas policiales israelíes parece importarle una mierda si la encuentran o no.
—Pareces muy bien informado. ¿Te has reunido con todos los agentes que trabajan en su caso?
—No, y estoy seguro de que tienes razón: algunos estarán haciendo bien su trabajo, pero esa no fue la impresión que tuve cuando hablé con la policía aquí.
Arqueó las cejas.
—Sé algunas cosas que podrían ayudar a encontrarla. ¿Crees que deberíamos irnos a casa y quedarnos cruzados de brazos, tal vez esperar hasta enterarnos de que han encontrado su cuerpo? Porque no pienso hacer eso. Tú no sabes lo que le ocurrió a mi esposa, ¿verdad? No sabes que fue asesinada en un ataque con bomba en una carretera. Que nadie me dijo ni una maldita palabra acerca de lo que había ocurrido realmente durante mucho tiempo. Estás hablando con la persona equivocada si crees que me voy a quedar sentado en casa esperando a que alguien llame a mi puerta, o a enterarme de su muerte por una página web.
Alzó las manos.
—Perdóname —se disculpó—, no sabía lo de tu esposa. Ven, vamos a sentarnos, voy a preparar té. —Hizo una pausa. Su expresión se había suavizado—. A mi esposa le gusta el té de menta. ¿Quieres probarlo?
Asentí, pero no podía sentarme. Me moví por la habitación y comencé a rebuscar en los libros de las estanterías. Era difícil calmarse después de lo que había visto en el apartamento de Kaiser, y de haber tenido que salir corriendo del hotel.
Cuando regresó con la tetera, un recipiente plateado, estilizado y de estilo otomano, además de con unas tazas verdes con sus platillos, me senté frente a él. Mientras nos bebíamos el té le conté lo que habíamos averiguado en casa de Kaiser. No me preguntó cómo había entrado.
Le conté lo de la mancha en el suelo con forma de H y le mostré la foto que había tomado.
Se hizo el silencio en la habitación durante un minuto. Algo había cambiado en su comportamiento. Si antes parecía un poco asustado, ahora la cosa se había acrecentado. Se acercó a las ventanas y corrió una gruesa cortina marrón, aunque con los problemas que tuvo para hacerlo parecía como si nunca la hubiese echado antes.
Cuando hubo terminado se dirigió a una vitrina de cristal, sacó una botella de vodka ruso con un águila dorada estampada y se sirvió un buen lingotazo en su taza de té.
Me miró por encima de la botella.
—¿Quieres un poco? —Su tono era quejumbroso, como si en realidad no esperase que le dijera que sí.
—Desde luego. Es justo lo que necesito —respondí, tendiéndole mi taza.
Ahora el té sabía muy diferente: fuerte, descongestionante. Noté cómo el vodka calentaba mis adentros.
Simon se acercó a la librería que revestía una de las paredes y sacó un pequeño libro verde. Lo hojeó, lo abrió del todo por una página y me la puso delante de la cara. Estaba cubierta de símbolos protoalfabéticos. Señaló un símbolo con forma de H.
—Este es un símbolo muy antiguo —dijo—. Ahora es una H, pero esta era la het en el alfabeto cananeo, la octava letra. Se utiliza para simbolizar la risa. —Dio un trago a su té.
—Creí que no era más que una H —le contesté—. ¿Quién demonios usa la het hoy en día? ¿Estás seguro de que no es una H sin más? —No podía imaginarme a los cananeos regresando para dejar su marca en un apartamento moderno.
—El ángulo que describe la línea central hacia arriba lo revela. En cuanto a quién usa la het hoy en día, esa es una cuestión diferente. —Bebió de su taza, terminó su contenido y la dejó sobre la larga mesa de café, de madera rústica, que se asemejaba a una puerta antigua—. He visto referencias a la het en un libro de la década de 1920 —prosiguió, echándose hacia delante en su asiento—. Jerusalén estaba inmersa en una oleada de espiritualismo en aquel momento. Esta letra se convirtió en un símbolo de las fiestas que un barón alemán solía celebrar aquí. Él y su amante, una belleza austriaca, invitaban a los expatriados que se ocultaban en Jerusalén: condes rusos en la ruina, diletantes armenios, apóstatas libaneses adinerados… De hecho, eran más orgías que fiestas. El muftí supo de sus actividades y los dos fueron linchados por una turba musulmana. Aquello casi supone el inicio de una revuelta contra los británicos. Podría decirse que fue la semilla del alzamiento árabe del 29. El muftí creía que los británicos no estaban siendo lo suficientemente duros con los hedonistas europeos.
—¿Entonces en un símbolo del hedonismo?
—Risa y hedonismo era con lo que se asociaba, pero antes que eso se utilizaba para otros propósitos.
—¿Como por ejemplo?
—Era un símbolo antiguo de maldición. Tal vez se dejó ahí para gafar la investigación.
Había algo que me molestaba en aquel símbolo. Encendí otra vez mi teléfono y observé la fotografía. Tenía algo que me resultaba familiar. Pero ¿el qué? Apagué el teléfono.
—Estoy preocupado por lo que le ha ocurrido a tu amiga Susan Hunter. Y ver este símbolo me da incluso más miedo del que ya tenía antes —confesó Simon.
Se reclinó en su asiento. Era mi turno de mover ficha. Alcancé la botella de vodka y me serví un poco. Necesitaría algo fuerte que me ayudase a dormir después de haber estado en el apartamento de Kaiser.
—Ese es el patrón oro del vodka en Moscú. Me lo trae un amigo que vive en el apartamento de al lado. Bébelo con calma.
Asentí.
—Dime, ¿por qué ese símbolo de la het te hace tener más miedo por Susan?
Y entonces recordé dónde había visto ese símbolo antes. Fue en la ropa de los hombres que nos interrumpieron en la excavación. Debajo figuraban las palabras «Legión del Cielo». ¿Alguien intentaba implicarlos? No podía imaginarme motivo alguno por el que una organización marcase con su propio símbolo el escenario de un asesinato.
—Te lo diré, pero antes pásame la botella.
Le pasé la botella de vodka y él la guardó en la vitrina y se volvió hacia mí. Tenía la piel pálida y un aspecto enfermizo bajo la tenue luz de la lámpara situada en el otro extremo de la habitación.
—Proporciona una explicación a la muerte de Max Kaiser —dijo con los ojos clavados en mí, como si yo hubiese traído un mal olor a aquella sala.
—¿Y cuál es? —pregunté con las manos extendidas.
—Fue un sacrificio. Un sacrificio humano.
Noté cómo me cambiaba la expresión facial. Primero sentí una oleada de calor, y luego un rápido golpe de frío me recorrió. Había oído hablar de los sacrificios humanos, claro, pero aquello se había dejado de hacer hace cientos de años, ¿no? Esas cosas ya no pasaban, ¿o sí?
—¿Para qué demonios se va a sacrificar a un ser humano? —le espeté.
—En la antigua tradición cananea tenían tres motivos para hacerlo —me explicó lentamente—: Pedir a las diosas que cambiasen la climatología, para que alguien enfermo se curase o para que alguien resucitase de los brazos de la Reina de la Oscuridad y fuese devuelto a la vida.
—¿La Reina de la Oscuridad? ¿Hablas en serio?
—Sí. Era la reina que controlaba el inframundo, la tierra de Mot, según la creencia cananea. Está en unas lápidas de arcilla halladas en Ras Shamra, en Siria. Las tradujimos hace unos años.
—¿Creían en la Reina de la Oscuridad?
—Sí, tengo una imagen de ella. —Se dirigió a la librería y sacó un montón de artículos académicos. Se pasó unos minutos hojeándolos hasta que sacó una revista fina.
Había una imagen en blanco y negro de una lápida cuneiforme con una regla de aluminio al lado. La lápida tenía una serie de marcas que rodeaban una gran imagen formada por líneas marcadas en el centro. La imagen representaba a una chica delgada con pechos prominentes con una calavera entre las manos.
Le devolví la revista.
—Necesito dormir —me disculpé. El día había podido conmigo.
—Hay una cama plegable en el armario, si no quieres molestar a Isabel —dijo.
—Me parece una buena idea —dije yo—. Necesita dormir una noche en condiciones.
Me indicó cómo abrirla y me dio unas sábanas. Me acosté en silencio en la oscuridad. Isabel dormía profundamente.
Me desperté a las cuatro de la mañana. No estaba muy seguro de qué me había despertado. Entonces oí un estruendo. Miré por la ventana. Abajo había una calzada de dos carriles a cada lado separados por una mediana baja de hormigón y arbustos ralos. El lado de la calzada que discurría hacia el centro de Jerusalén estaba repleto de camiones que transportaban tanques y avanzaban con determinación.
Observé cómo se alejaban. Eran de un tono verde oscuro. Los tanques apuntaban con sus cañones hacia delante. La ventanilla de uno de los camiones estaba bajada. Bajo la media luz de las farolas de la calle distinguí a una joven conductora de aspecto decidido y no más de veinte años con la vista fija en la carretera.
Aquello parecía el comienzo de una guerra.