30

Me di una ducha antes de llamar a Simon Marcus. Aún notaba sobre mi piel los restos del polvo del Néguev que se había colado en el interior del taxi el día anterior. Irrumpir en el apartamento de Max iba a ser muy arriesgado. Si nos arrestaban, nos echarían de Israel, probablemente a perpetuidad, siempre después de pasar por prisión. Y podían tardarse meses en salir de una cárcel israelí.

Mientras me duchaba, Isabel asomó la cabeza por la puerta del baño para decirme que bajaba a buscar algo a la tienda del hotel. Le pedí que se duchara conmigo.

—Tal vez más tarde —dijo, antes de desaparecer. No la culpaba. Nuestra estancia allí no inspiraba precisamente al romance. En Londres dedicábamos un montón de tiempo a ir a restaurantes, a quedar con amigos, a mostrarnos el uno al otro las cosas que nos gustaban.

Cuando salí de la ducha llamé a Simon Marcus.

—Sean, ¿dónde estás? —fueron sus primeras palabras.

—Me alegro de oír tu voz —dije, evitando su pregunta.

—Me dijeron que os habían deportado. ¿Es cierto?

—Sí, pero ¿podemos hablar sobre el lugar que visitamos?

—Sí, sí, por supuesto. Asombroso, ¿verdad? —Se percibía un tono escéptico en su voz.

—No estás seguro de lo que afirman. ¿Es eso?

Simon suspiró.

—Mira, Sean, sería maravilloso encontrar ese tesoro, esos manuscritos ocultos, de ese modo. Podríamos confirmar muchas cosas si contásemos con documentos auténticos de aquella época. Estoy seguro de que habría un montón de cristianos encantados con la idea. —Hizo una pausa.

—Suponiendo que lo que haya ahí abajo respalde lo que dice la Biblia —dije.

—Tenemos un largo camino por recorrer antes de llegar ahí. Estoy seguro de que todo llegará a su debido tiempo.

—O puede que no.

—Cierto, pero en cualquier caso no hay mucho que yo pueda hacer. ¿En qué puedo ayudarte, Sean?

—¿Crees que esa excavación puede estar relacionada con el asesinato de Kaiser?

Se oyó una risotada al otro lado de la línea.

—Es una excavación autorizada. ¿Cómo van a estar implicados en un asesinato?

—No he dicho que lo hicieran. Pero cualquiera podría vigilar ese lugar, controlar quién entra allí, seguirlos. Lo único que digo es que podría haber relación. Creo que es un modo extraño de gestionar una excavación importante: haber encontrado todos esos documentos y sin embargo mantenerlos en secreto. ¡Y entonces van y nos expulsan del país por haber estado allí!

No respondió. Esperaba que estuviese reflexionando sobre ello.

—¿No crees que es raro —insistí— que ninguno de ellos pareciera mínimamente perturbado por el hecho de que Kaiser fuese asesinado, quemado vivo?

—Realmente quieres fisgonear en todo esto, ¿verdad? —dijo Simon. Su inclinación por quedarse quietecito y no despertar a ninguna bestia era evidente.

Se oyó el repicar de campanas en la lejanía. A continuación un almuédano comenzó a llamar al rezo. A través del teléfono oí que Simon tomaba aire.

—Sigues estando en Oriente Medio. ¿Dónde estás? —preguntó.

—Es mejor que no lo sepas.

—No os planteéis siquiera regresar a Israel —se apresuró a decir—. Cuando encierran a gente que ha incumplido las leyes de inmigración, tiran la llave.

—Piensa en lo que te he dicho, Simon. Algo está ocurriendo en esa excavación.

Se hizo un silencio al otro lado que duró unos quince o veinte segundos. Luego le comuniqué las últimas noticias:

—Kaiser fue torturado antes de morir.

—¿Qué? —Su incredulidad hizo que la palabra sonase extraña, aguda.

La realidad de lo que le había sucedido a Kaiser era algo que yo mismo encontraba difícil de aceptar. No había querido pensar demasiado en ello, pero este podía ser el modo de entenderme con Simon. Necesitaba a alguien dentro. Y necesitaba algo de motivación por su parte.

—Hallaron grasa humana derretida en la cocina de su apartamento. No solo lo asesinaron y se deshicieron del cuerpo. —Hice una pausa. Él se quedó en silencio. Podía oírlo respirar—. Lo ataron a una silla y le abrasaron la carne pedazo a pedazo. —La sola idea me estaba haciendo sudar—. ¿Se te ocurre alguna razón por la que alguien podría hacer una cosa así?

—No.

—Podrían volver a hacerlo. Lo sabes, ¿verdad? —Se me quebró la voz y tosí, sosteniendo con fuerza el auricular.

Se produjo un largo silencio. La llamada al rezo del almuédano había cesado. Una ambulancia pasó por la calle de abajo con la sirena puesta.

—Alguien hizo una pintada en nuestro apartamento anoche —dijo. Le había cambiado el tono; estaba preocupado.

—¿Qué decía?

—«Los traidores pagarán».

—Eso es extraño. No crees que fuese dirigida a ti, ¿o sí?

—Sinceramente, no tengo ni idea. Estaba en la entrada principal. —Vaciló—. Mi esposa ha cerrado con pestillo todas las ventanas de nuestro apartamento. Nunca antes había hecho eso. Le conté lo de Kaiser, que os habían expulsado del país. Quiere que me mantenga alejado de los problemas.

—¿Ha ocurrido algo más? —pregunté, preocupado.

—No. Y esta vez no es otra campaña más de intimidación. Suena diferente.

—¿Hay algún motivo por el que alguien pueda tenerte en el punto de mira?

Oí un leve sonido antes de que me respondiese, como si se estuviese moviendo. Cuando habló, lo hizo con un tono de voz más bajo, como si temiese que lo oyeran.

—Me has preguntado si conozco alguna buena razón por la que alguien pudiese torturar a Kaiser.

—Y no me has respondido.

—Debes saber esto —dijo con tono ansioso—: Los delincuentes comunes en Israel roban carteras, disparan a sus rivales; no torturan a la gente hasta la muerte, y no creo que esto sea cosa de los palestinos. Se trata de algo diferente. Las bombas, los misiles y los tiroteos son cosas políticas.

—Sigues sin responder a mi pregunta.

—Estoy en ello. Sabes que existe toda una tradición histórica de personas quemadas vivas, ¿verdad?

—Todo eso ocurrió hace mucho tiempo.

—No tanto, en realidad. Todos los años sigue habiendo festividades en toda Europa en las que se queman monigotes que representan a personas. Por no mencionar lo que ocurrió en el pasado, la quema de judíos. Europa tiene una obsesión con las hogueras y con quemar muñecos. La santidad de la vida humana no lleva tanto tiempo formando parte de la cultura europea, a pesar de lo que te hayan contado.

—¿De qué crimen crees que era culpable Kaiser?

—Sinceramente, no lo sé. Solamente veo una conexión con lo sucedido en el pasado. —Hablaba deprisa, como si quisiera terminar con la conversación, como si el mero hecho de hablar de aquellas cosas lo intranquilizase—. Tengo que dejarte —dijo.

—Volveré a llamarte mañana, Simon. Si se te ocurre algo acerca de nuestros amigos de la excavación, apreciaría enormemente que me lo contases, nos ayudaría mucho.

—Pensaré en ello —dijo—, pero eso no significa que pueda ayudaros.

La llamada se cortó.

Me quedé mirando el teléfono unos instantes. ¿Qué acababa de hacer? Me había advertido y ahora pretendía mantenerse apartado de nosotros.

Me gusta recibir advertencias. Te prepara para un estupendo día.

Consulté mi correo electrónico y respondí a varias cuestiones del instituto. Le dije a la secretaria del doctor Beresford-Ellis que no tendría preparados los presupuestos de mi departamento hasta la semana siguiente, y le recordé que estaba de vacaciones.

Consulté también el blog del instituto, en el que colaboraba. No se habían publicado nuevos artículos.

Navegué por un par de páginas más. Las principales webs de noticias publicaban artículos acerca de las tensiones entre Israel y Egipto. Leí la mitad de un exhaustivo artículo sobre la manifestación que se preveía para ese día en El Cairo tras los rezos del viernes. Luego cerré la ventana: no era capaz de concentrarme. Lo que Simon había dicho sobre las personas a las que quemaban vivas me daba vueltas en la cabeza.

Bajé al vestíbulo a buscar a Isabel y me la encontré en la tienda del hotel hojeando libros sobre Jerusalén. Algunos de ellos tenían espectaculares fotografías panorámicas de la cúpula dorada de la Roca, del muro de las Lamentaciones y de la iglesia del Santo Sepulcro.

Salimos a dar un paseo. Era un día cálido y primaveral, casi perfecto. El aire se respiraba limpio y calmado.

Entramos en unas galerías comerciales de una sola planta donde Isabel se pasó un montón de tiempo en una tienda de cueros para acabar saliendo con las manos vacías.

Yo ya había tenido bastantes no-compras, así que la esperé otros treinta minutos en una cafetería viendo pasar a la gente mientras ella terminaba de echar un vistazo.

—Algunas de esas tiendas son alucinantes —dije—. ¿No has encontrado nada que te guste?

—Solo estaba pasando el tiempo —respondió—. Vámonos.

Nos dirigimos a la puerta de Jaffa y a continuación a la Ciudad Vieja, donde hicimos un poco de turismo. Luego decidimos regresar al hotel a descansar. El sabbat había comenzado después del almuerzo. Unas cuantas tiendas del museo de la torre de David estaban cerradas, y nos quedaba una noche interesante por delante.

En el vestíbulo del King David había un enorme grupo de gente esperando para registrarse. Parecían financieros consentidos procedentes de todos los rincones del planeta. Mientras los observaba, aguardando el ascensor, vi a un hombrecillo con traje oscuro que me observaba por encima del periódico que estaba leyendo de pie junto a una de las columnas egipcias. No había nada que llamase la atención en él. Su aspecto era juvenil, su cabello oscuro; parecía un hombre de negocios y tanto su rostro como su expresión eran de lo más común, pero me puse alerta inmediatamente. ¿Habían descubierto nuestro regreso?

No le comenté nada a Isabel. No quería asustarla, y era posible que me estuviese comportando como un paranoico. Decidimos cenar antes de salir hacia el apartamento de Kaiser, a las diez. Las diez de la noche era lo bastante tarde para que la mayor parte de la gente no estuviera ya en las calles, pero no tanto como para llamar la atención. Compré un destornillador y una pequeña linterna en una ferretería de la Ciudad Vieja.

Después de una cena temprana en el bar Oriental, un tranquilo remanso de suelos de madera en el hotel, regresamos a nuestro cuarto y nos preparamos para nuestra pequeña operación. Así era como la llamaba Isabel.

No éramos todo lo profesionales que podríamos haber sido, pero probablemente estuviésemos mejor preparados que cuando nos habíamos colado bajo Hagia Sophia, en Estambul. Aquella vez habíamos terminado en un túnel inundado y habíamos tenido que enfrentarnos a anguilas gigantes. Esta vez no esperaba que ocurriese nada similar.

Caminamos un kilómetro escaso desde el hotel hasta el lugar donde paramos un taxi. No quería revelar adónde nos dirigíamos a ningún taxista de los alrededores del King David.

Estuvimos callados durante todo el trayecto. Nos dejó en la rotonda. Debió de creer que éramos las personas más calladas del mundo.

Cuando llegamos a lo que había sido el apartamento de Max, estaba todo en silencio. En algunas zonas de Jerusalén, el sabbat es casi como el día de Navidad en Londres, por la tranquilidad que reina.

Las farolas de la calle zumbaban suavemente cuando Isabel se acercó a la puerta del bloque de apartamentos. Esta vez no iba a pulsar ningún botón del portero automático, sino que iba a ponerse a toser escandalosamente para avisarme si alguien salía. Lo último que necesitaba era que un residente me viese trepar por su edificio. Cuando me situé ante la fachada, la gravedad de lo que me había comprometido a hacer se hizo patente. Pero ahora no iba a echarme atrás. Me recorrió un profundo escalofrío cuando cogí aire para calmarme un poco.

Al otro lado de la calle, detrás de unos cipreses y de una hilera de densos setos, se alzaba otro edificio de apartamentos similar a aquel. Examiné ambos bloques; por suerte no había nadie en los balcones, pero muchos de los apartamentos tenían las luces encendidas y, en algunos casos, se veían las habitaciones a través de la ventana. Si salían al balcón y miraban hacia la acera de enfrente, me verían representando mi papel de Spiderman.

Tenía que acabar con aquello enseguida.

Afortunadamente, el apartamento de la planta baja del edificio de Kaiser tenía las cortinas echadas. Al acercarme al balcón pude oír el barullo de un televisor en su interior. Estaban viendo una película. Se me aceleró el pulso; no llegaba a las ciento setenta pulsaciones, pero iba por ese camino. Me puse los finos guantes de plástico con los que me había hecho aquella tarde.

El repentino arranque de una melodía de cuerda fue interrumpido por un silencio sepulcral. Contuve la respiración. ¿Alguien me había oído y había apagado la tele?

Me quedé inmóvil durante un minuto. El pulso me latía con fuerza en los oídos. Entonces la música volvió a sonar y me permitió respirar de nuevo y disimular los pequeños ruiditos que no pude evitar proferir mientras trepaba por el muro de su balcón.

Me estiré para alcanzar el grueso cable negro que discurría entre los edificios de apartamentos. Estaba instalado en una hendidura en la pared, lo que me ayudaría a trepar si apoyaba el pie en ella. Me agarré al cable con la mano izquierda por encima de mi cabeza para estabilizarme, y con la derecha intenté alcanzar el borde inferior del balcón que quedaba por encima.

No llegaba.

Había un pequeño saliente a la altura de donde debía estar el suelo del balcón del primer piso. No me serviría para agarrarme durante mucho tiempo, pero podría bastarme para apoyarme y así poder subir la mano izquierda unos centímetros más cable arriba.

Entonces la derecha debería alcanzar el balcón de arriba.

Era una maniobra peligrosa, pero definitivamente factible. Si no alcanzaba el balcón, lo único que ocurriría sería que me escurriría pared abajo y acabaría cayéndome de culo en el jardín del bloque de apartamentos.

Toqué con los dedos el saliente del balcón.

Estaba a punto de lograrlo.

Entonces el borde de cemento resbaló entre mis dedos y me caí. Golpearme contra el suelo fue un fastidioso y demoledor desenlace para mis esfuerzos.

Aterricé de lado y se me cortó la respiración por un instante. Me quedé en el suelo. Sentía un cosquilleo en el brazo por el dolor provocado por mi aterrizaje sobre él, pero aún podía moverlo. Estaba convencido de que los ocupantes del apartamento saldrían al balcón en cualquier momento, y planeaba qué decirles.

Pero no aparecieron.

Aguardé un poco más. Tal vez estuviesen absortos en la película. O a lo mejor no había nadie detrás de la cortina y todo aquello era alguna elaborada charada electrónica para persuadir a los posibles ladrones de que había alguien en casa.

Cuando me puse en pie, Isabel estaba en el lateral del edificio con los brazos cruzados. Me llevé el dedo índice a los labios, y ella me imitó.

Le hice un gesto para que retrocediese y miré a mi alrededor al tiempo que pasaba un coche.

Mi segundo intento tuvo más éxito. Me impulsé hacia arriba, agarré el saliente y ascendí rápido por el cable justo cuando un crujido indicaba que alguien estaba a punto de salir al balcón que tenía debajo. La televisión atronaba repentinamente a un volumen mucho mayor y un grito en un idioma que podría ser polaco inundó el aire.

Me agaché en el suelo de cemento del balcón de Kaiser. Estaba sucio. Había una capa de hollín lodoso en el suelo. Ahora sí que superaba las ciento setenta pulsaciones. Me quedé inmóvil. Me imaginé una cara asomando por la barandilla por el mismo sitio por el que yo había subido.

Entonces se oyó otro grito abajo. Podía escuchar mi propia respiración y los latidos de mi corazón. Me obligué a mí mismo a calmarme, pues de aquello no podía sacar nada bueno.

¿Y dónde estaba Isabel? ¿Le estaba causando problemas quienquiera que estuviese allí abajo?

En ese momento el ruido de la televisión cesó abruptamente. Me quedé en cuclillas, aminoré el ritmo de la respiración y mi corazón recuperó una cierta normalidad con el paso de los segundos. Pasó otro coche. No se oían ruidos abajo.

Quienquiera que hubiese salido había regresado de nuevo adentro. Me puse en pie y traté de abrir la puerta que daba al apartamento. Estaba cerrada, pero el cristal estaba roto, tal y como Isabel había dicho. Había un gran agujero justo en medio de la puerta. Me agaché. Era lo bastante grande como para pasar por él.

Retiré un fragmento de cristal con el que probablemente me cortaría y pasé por el agujero, muy despacio, imaginándome lo que ocurriría si resbalaba y me caía contra alguno de los bordes. No sería divertido.

Una vez dentro, el olor a restos carbonizados era agrio e intenso. La luz de las farolas del exterior apenas bastaba para distinguir algo. Vi sillas volcadas y un televisor en un rincón.

Me levanté. Mi estómago estaba en pie de guerra y me dolía mucho.

A mis pies había un trozo de alfombra quemada. Parecía como si la hubiesen traído de otra habitación.

Al fondo de la sala había una puerta que supuse que conduciría a un pasillo en el que encontraría la cocina y la puerta de entrada, para poder salir y dejar entrar a Isabel. Mientras atravesaba la habitación hacia el rectángulo oscuro de la puerta, los cristales crujían bajo mis pies.

Aflojé el paso un poco y toqué la pared del fondo. Entonces saqué mi linterna. Cuando salí al pasillo cerré la puerta a mis espaldas. Una vez que la oscuridad me engulló, encendí la linterna. El pasillo se desplegó ante mí con sus paredes manchadas de humo. El suelo estaba ennegrecido pero no quemado, solo manchado.

Y el olor era aún peor. Como si algo maligno flotase en el aire.