Susan cerró los ojos y profirió un suspiro. Se había ido.
¡Gracias a Dios!
Se arrastró a gatas hasta donde había dejado el cuenco de arroz. La última vez había mezclado un huevo frito con él, un sabor que solía resultarle indiferente pero que ahora adoraba, ansiaba, después de no haber tenido nada que llevarse a la boca durante interminables horas.
Esperaba que el agua no supiese rara esta vez. Tenía los dedos fríos, helados, pero le ardía la cara, como si tuviese fiebre. ¿Cuántos días habían pasado?
Buscó a tientas el cuenco de arroz, se lo llevó a la boca y lo engulló. Estaba seco, poco hecho, pero sabía a huevo y por un momento se sintió en el paraíso. Empezó a enumerar de nuevo las calles del centro de Cambridge. Aquello la había ayudado a mantenerse cuerda los últimos días.
Una lágrima se deslizó por su mejilla.
Se había terminado el arroz y estaba pensando en que su marido siempre intentaba que cenase adecuadamente, cosa de la que ella no era capaz debido a sus compromisos laborales. Contuvo las lágrimas y apoyó la espalda con fuerza contra la pared. ¿Por qué no lo había escuchado? Había intentado evitar que viajase allí. Los músculos de su cuerpo se tensaron como cuerdas muy tirantes.
No, no iba a llorar. No iba a concederle el triunfo de escucharla sollozar.
Aquel sabor le había provocado un nudo en la garganta. Eso era todo. Nada más.
Llevaba demasiados días allí abajo. Pero ¿por qué la retenía? ¿Tenía algo planeado para ella? ¿A qué esperaba para hacerlo?
¿Era su forma de torturarla? Golpeó la piedra con el puño y se hizo daño, pero no le importó. Volvió a golpearla. ¿Todo esto era por lo que le había dicho a Kaiser acerca del libro? ¿Se lo había contado él a los captores que la retenían a ella?
¿Y su cautiverio iba a acabar de la peor manera?
Había leído sobre personas quemadas en la hoguera en Europa: cátaros, brujas, judíos… A veces los retenían en celdas cerca de donde tenía lugar la quema. A menudo se les obligaba a escuchar los gritos de quienes iban antes que ellos. Ese simple detalle debía de bastar para magnificar sus miedos de un modo insoportable.
¿Estaba planeando una muerte similar para ella? No era capaz de quitarse esa idea de la cabeza. Sabía cómo había muerto Kaiser, y ahora estaba en manos del hombre que lo había hecho. Aquello le provocaba ganas de chillar.
¿Cómo podía estar ocurriendo aquello en pleno siglo XXI?
Si a uno lo quemaban vivo, podía tardar muchísimo tiempo en morir. Las piernas se le podían derretir literalmente, e incluso podía no perder la consciencia en ningún momento. El interminable e insoportable dolor lo mantendría despierto.
Había leído sobre las miles de personas que habían sido quemadas en pogromos extendidos por toda Europa en siglos pasados. Sabía que era una tradición que se remontaba muy atrás, desde la costumbre celta de quemar a sus enemigos dentro de hombres gigantes de mimbre hasta relatos sobre Roma y Cartago y pruebas de que se practicaban sacrificios de niños en la hoguera.
¿Podría escapar a aquel destino? ¿Podría suicidarse antes de que aquello ocurriese? Se estremeció. Tocó con la cabeza la fría roca que tenía detrás. Esa era una decisión que solamente podía tomar si contaba con una herramienta para llevarlo a cabo.
Y todavía no tenía nada.
Había intentado doblar la bandeja que él le había dado, para ver si podía arrancar algún fragmento afilado, pero no lo había logrado. También había buscado una dura esquirla de roca en la oscuridad, pero tampoco la había encontrado.
Tenía que empezar a buscar de nuevo. Empezar a pensar. Al menos eso la mantendría ocupada durante las horas siguientes, hasta que se quedase dormida otra vez y empezase a soñar con comida y con fuegos abrasadores.