28

—Hola, Xena. ¿No ha querido tomar algo con nosotros? —pregunté.

Levantó la cabeza para mirarme. Sus ojos parecían más grandes que antes. La expresión de su rostro era amable.

—Yo no voy a bares —respondió. Extendió la mano, como si quisiera estrechar la mía. Pero lo único que hizo fue abrir los dedos, como si me estuviese pasando un puñado de aire.

—¿Qué lo trae a El Cairo, effendi? —preguntó despacio, inclinándose hacia delante.

Tenía un rostro hermoso, casi demasiado perfecto en sus proporciones. Había algo inquietante en él.

—Estoy buscando a una amiga. —Era la verdad.

—Si encuentras amigos en El Cairo —dijo sonriendo y enseñando una brillante dentadura—, puedes morir aquí. Eso es lo que dicen. —Su sonrisa se endureció.

Por el modo en que lo dijo, sonó casi como una amenaza. Un pequeño escalofrío me recorrió la espalda, como si una araña se pasease por ella.

—¿Sean? —Me volví al oír la voz de Isabel. Caminaba hacia nosotros, aunque tenía la vista clavada en Xena, como si estuviese examinándola.

—Sigue usted por aquí —le dijo a Xena.

Xena concentró su atención en Isabel y asintió con la cabeza.

—¿Conoce El Cairo?

—No —respondió ella.

—Esta noche puedo mostrarles algunos lugares interesantes —se ofreció, mirándome a mí mientras hablaba.

—Tal vez en otra ocasión —dijo Isabel, poniéndome la mano en el brazo—. Mark nos está esperando.

—Tengo que irme —me disculpé.

Ahora de su sonrisa asomaba un atisbo de condescendencia.

—¿Qué demonios haces hablando con ella? —me reprendió Isabel al entrar en el ascensor.

Nunca había visto esa expresión airada en ella.

—Solo estaba siendo amable. ¿Adónde vamos?

Me miró durante un instante y a continuación respondió:

—Al tercer piso, al restaurante italiano Pane Vino.

Guardamos silencio durante el resto del camino.

El restaurante estaba en una azotea con vistas al Nilo. Comprendí por qué a Mark le gustaba. Había movimiento, oscuridad y las mesas estaban lo bastante separadas las unas de las otras como para que no tuvieses la sensación de que todo el mundo podría oírte. En el suelo había velas colocadas en candelabros de hierro de estilo otomano que alumbraban con su luz de un amarillo pálido. Las vistas al Nilo eran espectaculares. El otro lado del río estaba iluminado por hileras de farolas y el brillo de los bloques de apartamentos que se alzaban más allá.

Mientras atravesábamos el restaurante, guiados por un camarero que nos condujo a la mesa de Mark, una parte de la otra orilla, al norte de donde nos encontrábamos, quedó en penumbra, como si se hubiese borrado un fragmento de la imagen que se extendía ante nosotros.

En cuanto estuvimos sentados, le pregunté a Mark qué había ocurrido al otro lado del río.

—Últimamente hay muchos cortes de electricidad. No es nada nuevo. —Se volvió para mirar la zona oscura de la otra orilla—. Probablemente algún idiota haya intentado robar cables eléctricos. Y probablemente se haya electrocutado. Últimamente hemos tenido casos de esos.

Como a modo de respuesta a lo que acababa de decir, surgieron destellos de una brillante luz blanca en la zona oscurecida. Eran pequeños, pero se reflejaban en el agua y permanecían durante segundos.

—¿Eso son disparos? —pregunté—. Este lugar es como el lejano Oeste.

Mark se encogió de hombros.

Los destellos comenzaron otra vez, ahora desde dos procedencias distintas. La gente del restaurante señalaba hacia allí. Por encima del barullo del tráfico y del estruendo de los cláxones pude percibir lo que parecían chasquidos distantes.

Entonces, con la misma brusquedad con la que comenzaron, los destellos se detuvieron. El sonido ambiente del restaurante aumentó de volumen, como si una oleada de alivio nos hubiese recorrido a todos. Vi a algunos hombres haciéndoles gestos a los camareros, como si hubiesen decidido consumir con renovado vigor.

—Pedid la pasta mediterránea —aconsejó Mark—. Compran el pescado en Alejandría cada día, fresco de los barcos de pesca que llegan por la mañana.

Yo pedí una pizza peperoni.

Mark sacudió la cabeza horrorizado. Yo estaba sentado junto a Isabel y él ocupaba el sitio que estaba frente a ella. En los últimos minutos había empezado a irritarme, como una avispa que merodea en un pícnic. No solamente no dejaba de hablar, sino que casi todo lo que decía iba dirigido a Isabel.

Finalmente pude meter baza.

—¿Cómo llaman los locales a El Cairo? He leído que el nombre «Cairo» es una invención europea —dije.

—Muchos de ellos lo llaman Misr: la metrópolis, la ciudad. Probablemente ese sea el origen de la palabra «miseria». ¿Sabíais que el cincuenta por ciento de la población de El Cairo está bajo el umbral de la pobreza?

Negué con la cabeza.

—Mucha gente por aquí dice que las cosas iban mejor en la época de Mubarak —dijo, dando golpecitos sobre el mantel con el dedo índice—. Si estás en la base de la pirámide y vives en las colinas de Mokattam, al sur de la ciudad, malvives de los montones de basura y compartes habitación con otras ocho personas con unas temperaturas estivales propias de un horno… —Hizo una breve pausa—. Y solo esperas a que la colina situada detrás de tu casa de adobe se derrumbe sobre ti.

—¿De qué parte de la ciudad es Xena? —Me preguntaba por qué andaba con Mark. ¿Era su novia, su guardaespaldas…?

—Vive en Zamalek, una isla del Nilo que está cerca de aquí. Pero nació en Sudán. Le gusta vivir en Zamalek. Allí viven los ricos. Está lleno de tiendas elegantes, hombres de negocio y videntes con teléfonos móviles chapados en oro. Y allí viven dos millones de personas.

Hizo un gesto en el aire para atraer la atención de un camarero.

—Hay muchas más cosas en El Cairo que ver de pasada la máscara de Tutankamón entre una multitud de turistas sudorosos, o quedarse atascado en un embotellamiento de autobuses turísticos en las pirámides —prosiguió—. Solamente el complejo funerario de Qaitbey es mejor que todos los lugares de interés de Venecia juntos —puntualizó señalándome con el dedo.

—¿Qué hace Xena? —pregunté. Estaba siendo insolente, pero no me importaba.

—Me ayuda con algunas cosas —respondió Mark, mirándome como si hubiese escupido en el suelo entre los dos.

—Me dijo que si encuentras amigos en El Cairo, puedes morir en El Cairo.

Isabel se echó hacia delante en su asiento.

—¿Es eso lo que dicen? —inquirió, mirando a Mark.

—Nunca lo había oído —contestó él.

—¿Es…? —Isabel hizo una pausa y sonrió—. ¿Alguien cercano a ti?

Mark respondió con rapidez y rotundidad:

—No.

—Espero que no te dejes lavar el cerebro, como hiciste en Iraq —dijo Isabel.

Él la miró fijamente con los ojos como platos, como si Isabel acabase de ensalzar las ventajas de vivir con Jack el Destripador.

—¿Qué quieres exactamente, Isabel? —preguntó—. ¿Para qué estáis aquí?

—Necesitamos un poco de ayuda.

Suspiró, como si hubiese oído ruegos como aquel en demasiadas ocasiones.

—¿Qué clase de ayuda?

—Queremos que nuestra deportación desaparezca del sistema de Inmigración israelí.

Se hizo un silencio en la mesa.

—Ese es un favor grande —dijo—. Muy grande.

La expresión de Isabel se endureció. Ladeó la cabeza y dijo:

—Soy tu ex esposa, Mark. No creo que sea bueno para ti que me prohíban la entrada en Israel.

Mark la miró un instante antes de responder.

—Tal vez pueda hacer lo que me estás pidiendo, pero no puedo garantizártelo. —Hizo una pausa y se llevó la mano a la boca, como si estuviera planteándose algo seriamente. Pensando seriamente qué mentira contarnos, lo más seguro.

Se inclinó hacia delante.

—Mañana voy a Taba —dijo—. A una reunión de agentes de seguridad fronteriza. Veré si puedo hacer algo.

Isabel lo miró con escepticismo.

—Puedes hacerlo, Mark, suponiendo que quieras. Sé que puedes. Y tú también lo sabes. Así que no me vengas con tonterías. Recuerda que hemos trabajado juntos. Esto va a revertir en tus propios intereses. —Hablaba despacio, enfatizando cada palabra.

—¿Pensáis regresar a Israel? —preguntó.

—Si logras manipular esos datos, tal vez deberíamos —dijo ella.

—¿No sería mejor que os mantuvieseis alejados una temporada, tal vez unos años?

Me incliné hacia él.

—Estuvimos así de cerca de averiguar qué coño le sucedió a Kaiser. Podía sentirlo —dije colocando mis dedos pulgar e índice casi juntos delante de su cara—. Justo antes de que nos largaran de allí por algún estúpido sinsentido burocrático.

—¿Estás haciendo todo esto para ayudar a tu instituto, o es por motivos personales? —preguntó.

—Por ambas razones.

Seguramente pensaría que estaba loco si le contaba que creía que había una conexión entre el secuestro de Susan, la muerte de su marido y el libro que estaba traduciendo.

Era demasiada coincidencia…

Me miró.

—¿Tienes pensado darle trabajo a Isabel en tu instituto? —preguntó.

Ella lo señaló con el dedo:

—No estoy haciendo todo esto para conseguir un trabajo. Quiero que esa deportación desaparezca de mi expediente.

Él la miraba fijamente. Se adivinaba una ferviente admiración en sus ojos que no me gustó.

—Ya te lo he dicho: veré lo que puedo hacer —insistió—. Y lo haré, ya que somos viejos amigos. —Le sonrió como si yo no estuviese allí.

—¿Mañana? —preguntó ella.

—¿Qué prisa tienes?

—Tenemos un vuelo de vuelta reservado para el domingo desde Tel Aviv —explicó. No quiero perder los billetes.

Podría haber dicho que no me importaban los billetes. Tenía el suficiente dinero como para no saber qué hacer con él. Había estado ahorrando desde la muerte de Irene, sin salir demasiado y sin gastar, pero no dije nada. Tal vez debería haberlo hecho. Lo que me mantenía ciego ante el peligro que suponía regresar a Israel era la apremiante necesidad de salir de El Cairo.

—¿No volvéis directos a Israel? —preguntó, mirándome con los ojos muy abiertos.

Me encogí de hombros.

—¿Por qué no vamos contigo a Taba? —propuso ella—. Una vez que los datos que figuran en los ordenadores israelíes se actualicen, puedes dejarnos en la frontera. Vas a pasar por allí, ¿verdad? —Se volvió hacia mí—. Taba está cerca de Sharm el Sheij. En el lado israelí hay taxis que nos pueden llevar a Jerusalén en unas horas, si llevamos unos cientos de dólares encima.

—Estupendo —dije.

Mark apretó los labios y golpeteó la mesa con fuerza.

—Podéis venir conmigo —accedió—. Pero no me haré responsable de lo que ocurra si regresáis a Israel. Eso recaerá sobre vuestras conciencias. —Me señaló, y luego a Isabel.

Si fuese de la clase de personas que creen en los malos augurios, probablemente habría intervenido manifestando mi decisión de no seguir con todo aquello. Pero no creo en ellos, ni siquiera en los que son cuestión de simple sentido común.

Una vez terminada la cena, acordamos encontrarnos en el Hilton a la mañana siguiente. Debíamos estar delante del hotel cuando él llegase, ya que teníamos un programa muy apretado. Tardaríamos unas cuatro horas en llegar a Taba en coche.

A continuación, Mark telefoneó al Hilton para averiguar si ya había reabierto sus puertas tras el ataque.

Yo daba por hecho que lo habrían evacuado, que tendríamos que buscar otro alojamiento.

—Esa no es la forma en la que se hacen las cosas aquí —dijo. Y tenía razón: al parecer, habían cerrado el hotel durante dos horas mientras registraban todas y cada una de las habitaciones, pero como solamente habían atacado uno de los restaurantes y se había llevado a cabo una explosión controlada, habían reabierto el hotel. El restaurante principal permanecería cerrado solo hasta la mañana siguiente, según Mark.

Cogimos un taxi de vuelta al hotel y nos fuimos directos a la habitación. Serví un zumo de naranja del minibar para los dos. Tenía un sabor ligeramente extraño. Nos quedamos junto a la ventana contemplando la ciudad. Era medianoche. Seguían oyéndose los pitidos de los coches. El tráfico del puente que teníamos delante hacía que pareciese un collar de perlas de luces.

—No sabía que quisieras volver a Israel mañana —dije.

Me acerqué un paso hacia ella, rozando su brazo desnudo.

—Me pareció una buena idea cuando lo oí decir que iba a Taba —me explicó—. Sé lo responsable que te sientes por la desaparición de Susan. Estábamos muy cerca de descubrir algo en Jerusalén. Podía sentirlo dentro. Y tú también lo dijiste.

—Tienes razón.

Seguimos mirando hacia el exterior.

—Tuve una sensación rara cuando te vi con Xena.

—¿Qué sensación?

—Aquí están ocurriendo muchas cosas de las que no tenemos ni idea.

—Eso es cierto.

—No, no; no solamente en general —insistió con el ceño fruncido—. Me refiero al hecho de que nos echasen de Israel de esa manera. Está sucediendo algo extraño. A lo mejor estoy loca, pero… —Negó con la cabeza, como si no quisiese decir nada más.

—¿Pero qué?

—A nadie parece importarle demasiado lo que le ocurrió a Susan Hunter. La policía israelí ni siquiera pestañeó cuando les mencionamos que la estábamos buscando.

—Estoy seguro de que la embajada británica en Tel Aviv está intentando encontrarla.

Ella volvió a sacudir la cabeza, despacio.

—He visto lo que ocurre en estos casos. Harán unas cuantas indagaciones: hablar con la policía, con el hotel en el que se hospedaba, contactos conocidos, y eso es todo. Están demasiado ocupados para hacer mucho más. Esa es la realidad. Harán lo que puedan, pero hay demasiadas cosas de las que ocuparse.

—¿Quieres un poco de vodka con eso? —le ofrecí, señalando el vaso alto de zumo de naranja que le había servido.

—No —respondió—. Tengo un dolor de cabeza que parece que me va a estallar. —Me miró a los ojos—. Necesito irme directa a la cama.

—Claro —le dije. Quería preguntarle si haber visto a Mark le había levantado el dolor de cabeza, pero decidí no ir por ahí.

Era la tercera noche consecutiva que se iba directa a la cama. Me quedé tumbado en la oscuridad preguntándome qué nos estaba pasando.

Sabía con certeza que si le preguntaba si seguía sintiendo algo por Mark, lo negaría. Y el hecho de que no me gustase que le sonriese solo significaba que estaba celoso.

Pero era posible que el temor a conocer su respuesta no fuese el verdadero motivo por el que no se lo preguntaría.

¿Tenía miedo a no poder fingir que todo iba bien entre nosotros si ella dudaba? Porque en ese caso tendría que enfrentarme a ella. No podía evitarlo. Y quién sabe qué ocurriría después de eso. Mejor dejarlo correr hasta que regresásemos a Inglaterra. Yo también tenía que aclarar mis propios sentimientos. No podía negarlo.

Desayunamos temprano. Le conté mi plan de ir al museo de Antigüedades y estar de vuelta a las diez y media. Tenía que averiguar si estaba en lo cierto con respecto al motivo por el que Kaiser había estado allí.

—¿Quieres venir? —le pregunté mientras cogía un segundo cruasán de la bandeja que había traído del bufé de desayuno. Estábamos en el otro restaurante del Hilton, el Desert Café, que tenía vistas al Nilo. Los manteles blancos, la cubertería y la vajilla azul de porcelana china relucían bajo el sol de la mañana.

El único indicio que se observaba del ataque de la noche anterior era un cartel que decía que el restaurante principal estaría cerrado hasta la hora del almuerzo.

—No —dijo ella—. No me encuentro muy bien esta mañana. Puedes arreglártelas perfectamente sin mí para hacer unas fotos de unos cuantos papiros.

—Un papiro.

—Pero ¿quieres ver si hay otros parecidos?

—Sí —dije, mirando a nuestro alrededor. No había demasiada gente alojada en el hotel.

—Kaiser es la clave de todo —dijo, metiéndose en la boca un trozo de cruasán con un poco de mermelada de membrillo que le había untado por encima.

Después del desayuno me dirigí a pie al museo de Antigüedades. Estaba solo a cinco minutos. Se suponía que abría a las nueve en punto. La colección de papiros estaba en la planta baja. Los tesoros del antiguo Egipto, los que seguían en el museo, se encontraban en la planta superior.

Llegué a la verja de entrada a las nueve menos cinco. Llevaba puestos únicamente unos chinos color crema y una camiseta negra holgada. Algunos de los lugareños llevaban chaqueta, pero el día era tan cálido como un buen día de verano en Londres, así que a mí no me hacía falta. Di gracias a Dios por no haber llegado allí en verano. El calor sofocante, lo bastante fuerte como para derretir el alquitrán, no era precisamente mi idea de diversión.

No era el único que estaba esperando. Había una cola de turistas que crecía lentamente, y también muchos egipcios. En conjunto abultábamos lo que una manifestación pequeña. Había revuelo y muchos comentarios entre dientes acerca del retraso en la hora de apertura, hasta que finalmente se abrió la verja que daba a los jardines situados delante del museo y pudimos entrar.

Tuve que pasar por dos controles de seguridad, uno cerca de la escalinata del museo y el segundo una vez en el interior. No se permitía realizar fotografías, pero me dejaron quedarme con el teléfono.

El museo era impresionante. Era una reliquia de otra época, un gran museo victoriano de ladrillo rojo de la era colonial. Fuera, en los jardines, había estatuas antiguas, la mayor parte de un color rosa pálido, entre las que se podía encontrar una pequeña esfinge, faraones de piedra y algunos animales míticos egipcios. En el monumental vestíbulo de entrada había unas espectaculares estatuas de faraones que levantaban más de cinco metros del suelo.

Cogí un plano del edificio en la entrada y me dirigí hacia la colección de papiros. La mayor parte aún no habían sido trasladados al nuevo museo. Recorrí un largo pasillo de doble altura con altísimos pilares y una galería en el nivel superior. Allí había más faraones de piedra, la mayoría sentados con la espalda recta, y una colección de lápidas.

La sala de los papiros estaba llena de urnas de roble y cristal que contenían colecciones de documentos hallados en todo Egipto, prácticamente desde los comienzos de la historia humana conocida. No sabía que tenían papiros que se remontasen tan atrás, a la Primera Dinastía, alrededor del año 3000 a. C.

Urnas con el frente de cristal recorrían todo el contorno de la pared, frente a otras individuales que quedaban en el centro. Olía a polvo. Le pedí a un guardia que estaba en un rincón que echase un vistazo a la foto del jeroglífico y me indicó en qué parte de la sala estaba el papiro. Me miró como si fuese un extraterrestre con una antena luminosa.

—Es de la pirámide Negra —dije.

Gruñó y se dirigió a una de las vitrinas más cercanas. Había una mujer con un pañuelo en la cabeza y un largo vestido azul limpiándole el polvo. El hombre me hizo un gesto para que me acercase.

—Este, este —dijo—. ¿Estoy en lo cierto?

—Tal vez —dije, observando un expositor independiente de los demás—. Sí, es este.

Él se quedó justo a mi lado.

—¿Tienen más de esta época? —pregunté señalando todas las vitrinas que nos rodeaban. Había visitantes en la sala, pero no tantos como había visto encaminarse a las salas que contenían los tesoros más populares.

—¿Le interesa la pirámide Negra? —preguntó, sonriente. Tenía los dientes amarillos y le faltaban algunos.

—Sí —respondí—. Y los símbolos como este —añadí señalando el fragmento de papiro con la flecha encerrada en un símbolo cuadrado—. Ese se encontró en Jerusalén.

Su sonrisa se desvaneció.

—Tengo que irme —dijo.

Salió con prisa de la sala. Yo contemplé detenidamente el fragmento de papiro, y también los que había alrededor. Luego comprobé todas las urnas de la sala para ver si encontraba el mismo símbolo en otros papiros, pero no fue así. Consulté mi reloj.

Eran las 9.50. Disponía tal vez de unos veinte minutos más. Lo justo para echar un vistazo en algunas de las otras salas. Seguí la estela de un grupo de turistas japoneses que se dirigían hacia la escalera.

Al llegar a ella comenzó a sonar una alarma. Dos guardias ataviados con uniforme marrón comenzaron a hacer gestos con las manos en el aire:

—Todo el mundo debe abandonar el edificio —gritaban—. Por favor, tienen que irse.

La gente desfilaba en dirección a las puertas. Yo los imité. Fuera lo que fuera lo que ocurría, ya fuese un simulacro de incendio o una alerta de seguridad, estaban desalojando el lugar con rapidez. Una punzada de ansiedad me recorrió. Podía haber una bomba a punto de estallar.

Fuera, en los jardines, los guardias conducían a la gente hacia un rincón apartado, presumiblemente para que aguardasen el momento de regresar al interior. Volví a consultar mi reloj.

No tenía tiempo para quedarme por allí. Me dirigí a la verja, regresé al hotel y subí a nuestra habitación. Aún eran las diez y veinte. Isabel estaba recogiendo las cosas de aseo. Mi mochila me aguardaba junto a la puerta, donde la había dejado.

—Han evacuado el museo mientras estaba allí —le conté a Isabel mientras me servía un poco de agua.

—¿Llegaste a ver lo que querías?

—Sí, pero esperaba encontrar otros papiros con ese símbolo.

—No importa, ¿no? Es solo un símbolo.

—Sí, probablemente tengas razón.

A las 10.31 nos encontrábamos en el exterior del hotel. Tenía una entrada estrecha en la que se detenían coches a dejar gente y equipaje constantemente. Alguna de las ventanas del hotel estaban cubiertas con tablones, pero ya había obreros trabajando para reemplazar los cristales.

Mark llegó con diez minutos de retraso. Dejó el motor en marcha mientras se apeaba del coche para abrirnos el maletero.

Mientras yo metía nuestras bolsas en su interior, dijo:

—Se ha producido una alerta de seguridad en el museo. Por eso llego tarde. Con el tráfico que hay por la zona será una pesadilla llegar a Taba a tiempo.

Xena no lo acompañaba, era él quien conducía. Me senté delante junto a él. Nos abrimos paso poco a poco entre el tráfico y, tras media hora recorriendo calles atestadas, encontramos un paso elevado. Edificios de apartamentos color arena y bloques de oficinas de tres y cuatro plantas se extendían en todas direcciones. Una neblina, como calina, se cernía sobre la ciudad.

Allí, en las afueras, todas las casas tenían el tejado plano excepto las mezquitas. De la mayor parte de ellas asomaba hacia arriba la estructura de una planta adicional, para cuando un hijo o algún pariente necesitase un lugar donde vivir. Había material de construcción amontonado, tendederos y sacos de Dios sabía qué en la mayor parte de los tejados. El tráfico era un constante fluir de vehículos a nuestro alrededor, como una hilera interminable de troncos descendiendo por los afluentes de un río.

Vi el letrero de la circunvalación en inglés y árabe, y diez minutos más tarde avanzábamos mucho más rápido, dejando atrás el humeante y neblinoso Cairo. Miré por el parabrisas trasero pensando en la gran cantidad de cosas que no había visto; básicamente los lugares turísticos. Estaba decidido a regresar algún día. El Nilo, en concreto, otorgaba grandiosidad al lugar con su discurrir a través de la ciudad como si de una gigantesca serpiente se tratara.

Cruzamos el túnel Ahmed Hamdi, bajo el canal de Suez. Era moderno y no estaba demasiado transitado. Nos cruzamos con una fila de camiones engalanados con luces. Una vez fuera del túnel, nos dirigimos hacia el sur. Ahora gran parte del paisaje lo componían matorrales y terreno semidesértico, aunque ocasionalmente se divisaban pueblos con altas palmeras, cabras y casas de tejado plano y adobe con antenas de televisión o parabólicas. Algunas tenían galerías de madera que sobresalían de los pisos superiores.

Nos detuvimos en una moderna gasolinera Co-op con palmeras en miniatura delante. En el lateral de la estación había un burro, un carro y un viejo beduino con un tocado color hueso. El hombre ni siquiera nos miró. Los tres salimos a estirar las piernas. Compré chocolate francés, agua egipcia y dátiles. Isabel encontró zumo de naranja, pero de nuevo no sabía a lo que tenía que saber.

Cuatro horas más tarde, la carretera serpenteaba en dirección a las montañas rojizas que quedaban a nuestra derecha. A medida que nos acercábamos, más se parecían a montañas de arena solidificada, como sacadas de una retransmisión desde Marte. Entre ellas, nos contó Mark, estaba el monte Sinaí, donde Moisés había recibido las tablas de los Diez Mandamientos. Los matorrales y el desierto que íbamos dejando a mano izquierda se extendían bajo una neblina rota por algunos arbustos bajos y montículos aislados de arena y roca. Cuando bordeamos las montañas del Sinaí, el paisaje palidecía bajo la luz de la tarde. Finalmente, al acercarnos al mar Rojo, las colinas se redondeaban y adquirían un aspecto más propio de dunas de arena que de montañas. Había poca gente por la carretera, salvo por algún autobús, algún camión del ejército y algún otro vehículo pesado. En dos ocasiones adelantamos a beduinos que circulaban en camello por el arcén de la carretera.

Al aproximarnos a la frontera israelí nos ordenaron detenernos en un control militar del ejército egipcio. Nos pidieron que enseñáramos los pasaportes. No resultó difícil pasar: un agente habló durante unos minutos por un walkie-talkie antes de dejarnos continuar.

—Tenéis suerte de ir conmigo. En las últimas semanas han impedido el paso a muchos turistas que viajaban por su cuenta —dijo Mark cuando nos devolvieron los pasaportes.

—¿Y eso por qué? —pregunté.

—El mes pasado estalló una bomba al borde de la carretera en el lado israelí de la frontera. Con todo lo que está ocurriendo por lo de las nuevas elecciones, y sumando el asunto de Gaza, todo el mundo está nervioso —respondió.

Yo ya estaba cansado. Me dolían los ojos después de haber pasado tanto tiempo contemplando el paisaje a pleno sol.

Por suerte, Mark había conectado una radio digital que había instalado en el coche. Puso la emisora de la BBC. No habría soportado escuchar su parloteo durante horas. Pero cuando nos aproximábamos a la frontera israelí, apagó la radio y comenzó a hablar.

—Taba fue una aldea beduina egipcia hasta 1946 —dijo—. Los israelíes no quisieron devolverla ni siquiera después de que la península del Sinaí le fuese devuelta a Egipto en el 79. De hecho, no volvió a formar parte de Egipto hasta 1988.

Isabel refunfuñó:

—Estoy segura de que Sean no quiere que le des una lección de historia, Mark —dijo.

Mark negó con la cabeza.

—Siempre has sido ligeramente susceptible cuando estás cansada, Isabel —la pinchó, sin apartar la vista de la carretera.

—Pues parece que solamente me ocurre cuando estás tú cerca —replicó ella.

No pude evitar sonreír.

Se produjo una larga pausa antes de que Mark respondiese:

—Si después de esto vuelves a necesitar algo más, Isabel, asegúrate de no pedírmelo a mí.

Ella no respondió a aquello. Estábamos llegando a lo que parecía ser el puesto fronterizo. Habíamos tomado otra autopista y ahora el golfo de Aqaba quedaba a nuestra derecha. Parecía profundo, y su tono azul salpicado por las olas se extendía hacia una neblinosa tierra alejada que debía de ser Jordania.

Mark aparcó cerca de una construcción de hormigón de dos plantas y de color blanco, con un vestíbulo de entrada acristalado. La bandera egipcia ondeaba delante del edificio. Allí había dos jeeps militares color arena y cuatro soldados armados con ametralladoras negras. Todos miraban en nuestra dirección.

—Esperad aquí —nos indicó Mark.

—No vamos a ir a ninguna parte —repuso Isabel.

Esperamos, y luego esperamos un poco más. Pasada media hora, salí del coche y me paseé por la zona. Había una hilera de tiendas en la carretera principal. Fui a comprar agua para Isabel. Había un periódico egipcio en inglés, el Egypt Times, en la estantería de prensa. Lo compré y me detuve a contemplar la primera página antes de regresar.

La noticia de portada era una entrevista con un portavoz anónimo del ejército egipcio. El artículo afirmaba que existía la posibilidad de un ataque sorpresa de Israel sobre Egipto en un futuro próximo. Decía que el ejército egipcio estaba trazando todos los planes necesarios para defender su nación. Siempre según el artículo, el ejército confiaba en poder derrotar a los israelíes.

El texto iba acompañado de una fotografía de un grupo de colegialas egipcias protegidas con máscaras antigás. En un cuadro lateral se mostraba una lista de las unidades militares defensoras de Egipto, junto con una imagen de un piloto de las fuerzas aéreas posando en su cabina con el pulgar levantado y el desierto como telón de fondo. Otro artículo proporcionaba detalles de una manifestación antiisraelí en la plaza Tahrir, prevista para ese mismo día y en la que se esperaba la participación de un millón de personas.

Debajo había un artículo sobre un imán de El Cairo que había sido asesinado. El titular hacía difícil resistirse a leer la noticia: «Espíritus malignos asesinan a un imán, según los lugareños».

Para cuando regresé al coche, Mark ya había vuelto.

—Ya está todo arreglado —dijo cuando entré—. Podéis atravesar la frontera. Os dejaré en el próximo puesto de control, pero recordad una cosa —advirtió volviéndose hacia Isabel—: Mi amigo no volverá a hacer esto. Si os metéis en más problemas u os encontráis con alguien que haya intervenido en vuestra deportación, estáis solos. —Me miró con unos ojos duros como canicas azules—. Nos desentendemos de vosotros.

Nos llevó hasta el siguiente puesto de control. La zona era un compendio de farolas, edificios bajos de hormigón, cámaras de seguridad y rollos de alambre de espino en lo alto de imponentes cercas de malla metálica. El tráfico que entraba era escaso. Se detuvo cerca de un paso para peatones en el que había más vehículos detenidos, apagó el motor y se volvió hacia nosotros.

—Puedo llevaros de vuelta a El Cairo, Isabel. ¿Por qué no te olvidas de todo esto? No deberías exponerte a más peligros.

—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó ella con los ojos entrecerrados—. ¿Alguien te ha dado un golpe en la cabeza?

—No —contestó girándose aún más en su asiento—. Es solo que no me gusta la idea de que vuelvas a Israel, eso es todo.

—¿Deberíamos preocuparnos por algo? —preguntó ella—. ¿Hay algo que no nos estás contando?

Su expresión atribulada daba la impresión de que se estaba debatiendo consigo mismo.

—Hay un montón de cosas que no te estoy contando —replicó.

Isabel suspiró.

—¿Y qué tal si nos das una pista? Un motivo por el que no deberíamos volver.

Bajó ligeramente la voz y miró por la ventanilla mientras decía:

—Susan Hunter ha sido secuestrada. Hace unos días se captó una breve señal procedente de su teléfono en la zona occidental de Jerusalén.

Se me pusieron los pelos de punta: era lo que me temía. No había desaparecido en algún lugar del desierto, ni se había ocultado.

—¿Ha habido algún contacto con quienquiera que la está reteniendo? —preguntó Isabel.

—Hasta ahora no.

Aquello significaba que Susan podía haber sido torturada o asesinada de forma grotesca, o que podía enfrentarse a años de cautividad en un verdadero infierno.

—No voy a correr de vuelta a Londres por lo que le haya ocurrido a Susan —dijo Isabel.

—No me preocupa solamente que la hayan secuestrado —dijo Mark con tono exhausto.

—¿Entonces qué? —pregunté.

Se volvió hacia mí, como si esperase que yo pudiera convencer a Isabel para que lo reconsiderase.

—Fuisteis al apartamento de Max Kaiser en Jerusalén, ¿verdad?

Asentí. Isabel debía de habérselo contado.

—¿Entrasteis?

—No.

Dejó escapar una exhalación con un gruñido de «lo sabía».

—Bueno, si lo hubierais hecho, tal vez os lo pensaríais dos veces antes de meter la nariz en todo esto. Vi fotografías de lo que ocurrió allí —dijo señalándome—. No estamos tratando con delincuentes comunes o palestinos cabreados. Esto va mucho más allá de eso. —Se volvió de nuevo hacia Isabel y siguió hablando despacio—. Alguien había estado atado a una silla de la cocina en ese apartamento. Solo puedo suponer que se trataba de Max Kaiser. Lo torturaron. Por los residuos encontrados en torno a la silla, creemos que le abrasaron la piel con un soplete. Había charquitos de grasa humana en el suelo.

Se me volvieron a erizar los pelos. Pobre desgraciado. Nadie merecía algo así.

—Es lo más desagradable que he visto en mucho tiempo —dijo Mark—. Y no tengo ni idea de si estaba muerto cuando se llevaron su cuerpo y lo dejaron tirado en plena Ciudad Vieja, pero espero que así fuese.

—¿Tienes idea de por qué alguien haría una cosa así? —pregunté.

Él se encogió de hombros.

—Ahora mismo se está removiendo mucha mierda. —Hizo una pausa—. No sé si está todo conectado, pero en este momento no me gusta cómo huele. —Olisqueó el aire, como si un hedor hubiese invadido el coche.

—Por Dios, Mark, ¿no puedes simplemente contarnos qué más está ocurriendo? —Isabel sonaba molesta. Normalmente era una persona muy afable.

Mark volvió a mirar por la ventanilla y habló como si lo estuviera haciendo para sí mismo. Tal vez no debiese contarnos lo que nos contó a continuación, pero puede que le resultase más fácil de aquel modo. O tal vez yo solo estuviese elucubrando sobre su motivación.

—Corren un montón de rumores por ahí —dijo—. El otro día se desató una tempestad en Twitter por causa de una carta del primer califa del islam, Abu Bakr, que se supone que ha sido encontrada.

—¿Y qué decía? —pregunté con una extraña sensación, como si algo de todo aquello estuviese relacionado con nosotros, conmigo.

—Afirma que si Jerusalén cayese en manos del islam, sería una ciudad musulmana para toda la eternidad. Afirma que eso es a lo que el patriarca cristiano de Jerusalén accedió para que los cristianos pudiesen conservar sus iglesias abiertas tras la llegada del islam.

»El asunto es que esos eran los términos acordados en el 637 d. C., cuando Jerusalén cayó ante el islam por primera vez.

Me eché hacia delante en mi asiento.

—Sí, eso tal vez se tenga en cuenta en un tribunal. Si mantuviésemos todos los acuerdos de hace mil cuatrocientos años, el imperio bizantino gobernaría media Europa y el resto de nosotros seguiríamos pagando tributos a Constantinopla —repuse.

—Es una locura, lo sé —admitió Mark—. No sé por qué eso ha encendido las cosas, pero la gente se está escudando en eso para atacar el control israelí de Jerusalén. Es como si hubiesen encontrado una justificación para su ira.

—Se les pasará —opinó Isabel—. En Estambul llegaban a nuestros oídos un montón de rumores terribles que desaparecían, como una tormenta de nieve, en unos pocos días.

Mark me miró; no parecía convencido.

—Nuestro vuelo sale el domingo —lo tranquilizó Isabel. Su voz transmitía fortaleza, no parecía afectada por lo que acababa de oír—. Solamente estaremos en Israel tres días, Mark. No vamos a huir por unos cuantos rumores.

Puse mi mano sobre el asiento y ella la estrechó.

—Estoy con Isabel en esto —dije.

La idea de que aquellos idiotas de la excavación venciesen me resultaba extremadamente irritante. El secuestro de Susan y una polémica en Twitter por una vieja carta no eran motivo suficiente para no ir.

—Entonces que tengáis buen viaje.

Los egipcios nos permitieron atravesar la frontera sin dificultad. Los israelíes ya eran otra cosa.

Pero teníamos la historia preparada: estábamos de regreso a Israel después de haber realizado una visita turística a El Cairo, y en unos pocos días volaríamos de vuelta a Londres. Y todo era verdad, a pesar de que nuestro itinerario resultase un poco raro. El guardia quiso saber el motivo por el que habíamos volado a Atenas y luego a El Cairo, en lugar de atravesar por Taba. Sostenía entre sus manos mi pasaporte abierto por la página en la que figuraba el visado egipcio del aeropuerto de El Cairo.

Le conté que habíamos oído que la frontera estaba cerrada y que, cuando nos enteramos de que ya la habían vuelto a abrir, ya teníamos los vuelos reservados.

—Y una travesía por el desierto es suficiente para mí, gracias —añadí, a tal punto.

El guardia fronterizo israelí, con su camisa azul de manga corta y su rostro aguileño, asintió y, a continuación, me preguntó dónde nos habíamos hospedado en El Cairo. Nos retuvo diez minutos más mientras nos hacía preguntas acerca del modo en que habíamos viajado de Tel Aviv a El Cairo y al mismo tiempo comprobaba insistentemente su ordenador, supongo que para ver si existía algún motivo para detenernos. Un grupo de turistas alemanes que esperaban detrás de nosotros se cambió de fila, de lo mucho que estábamos tardando.

Mantuve la calma. Era consciente de que teníamos muchas posibilidades de que nos autorizasen a pasar si se habían modificado los registros que figuraban sobre nosotros en su base de datos, tal y como Mark había prometido. Y como habíamos accedido voluntariamente a abandonar Israel unos días antes, no habían estampado en nuestros pasaportes el sello de «deportado».

Entonces comprendí por qué Isabel se había mostrado tan dispuesta a no rebatir la invitación que habíamos recibido para abandonar el país. Una cosa era que lo que había ocurrido figurase en un expediente informático y otra muy diferente era tener un «Deportado» enorme en el pasaporte.

Mientras aguardábamos en la cola de Taba me contó que habían dejado de estampar los sellos de deportación de los pasaportes en todos los casos excepto los más graves. Muchos árabes, e incluso algunos europeos, habían comenzado a utilizar los sellos de deportación israelíes como símbolo de su resistencia frente a Israel, según se decía. Para alguna gente se habían convertido en objetos de coleccionista.

Finalmente, tras analizar detenidamente nuestros pasaportes sin quitarnos el ojo de encima a ninguno de los dos, el guardia nos dejó pasar.

En el lado israelí de la frontera todo parecía más moderno. Había una parada de taxis oficial, una casa de cambio de divisas, grandes carteles en las paredes, mapas… El primer taxista de la parada no quiso llevarnos a Jerusalén. El segundo tampoco estuvo por la labor. El tercero estaba dispuesto a hablar de ello, al menos. Hablaba con un marcado acento, pero con una gramática impecable. Sonaba a ruso, estaba calvo y su rostro estaba surcado de profundas arrugas. Su vehículo era un moderno Mercedes con aire acondicionado. Quería ir en aquel taxi.

—Si vamos por la ruta del mar Muerto, en caso de que quieran ver Masada y Qumrán, nos llevará más tiempo. Ha habido un incidente en Tzofar. Alguien ha estado disparando a los coches en la autopista 90. Hay un desvío provisional. No es una buena carretera, así que el precio variará si tomamos esa ruta —advirtió.

—¿Cuál es la alternativa?

—Ir por Mitzpé Ramón y Beer Sheva. Todo el trayecto se hace por autopista. Con setecientos cincuenta shéquels se cubre todo el servicio, en caso de que escojan ese itinerario. Mil si quieren ver el mar Muerto con el retraso que eso conlleva. Por esa carretera tardaremos unas seis horas, puede que más; por la otra cuatro, tal vez menos.

—¿Esa es la tarifa oficial? —preguntó Isabel.

—Si no me cree, pueden probar con otro —dijo señalando hacia atrás con el dedo—. Pero asegúrense de que le funciona el aire acondicionado. El mío sí.

—Está bien —dije, tanto a Isabel como al taxista. No iba a pasarme cuatro horas en un taxi con un aire acondicionado cutre—. Acabemos con esto —le dije a Isabel.

Nos subimos al coche. Pasar por Masada habría resultado interesante, pero eran las cuatro de la tarde y si queríamos encontrar un hotel en Jerusalén sin llamar demasiado la atención debíamos llegar allí antes de que se hiciese tarde. La luz del día no iba a durar mucho más.

Poco después de salir de Taba, el taxista señaló hacia unas colinas ocres que quedaban a nuestra izquierda.

—Miren, son las minas de cobre más antiguas del mundo. Los esclavos del faraón trabajaron en esas minas durante generaciones. Allí nacieron, vivieron y murieron familias enteras. —Se removió en su asiento y encendió la radio, dejando el volumen bajo. Estaba sonando jazz.

A las cuatro y media de la tarde, las sombras se cernían a nuestro alrededor. El monte bajo y las colinas se habían teñido de naranja con la puesta de sol. Miré por la ventanilla. No quería hablar. No confiaba en que el taxista no fuese a contarle todo lo que oyese a su siguiente pasajero. Y quería que el viaje se terminase ya, quería llegar a Jerusalén.

Me preguntaba qué nos encontraríamos allí. Definitivamente, algo raro estaba sucediendo en aquella excavación. Debíamos ser cautos. Quienquiera que hubiese asesinado a Kaiser tal vez supiese que nos estábamos interesando por el asunto. La gente que había torturado y quemado vivo a Max podía incluso saber quiénes éramos.

Esa idea me puso alerta. Tendría que asegurarme doblemente de que Isabel se mantuviese a salvo de cualquier peligro. Si algo le ocurría, me culparía a mí mismo el resto de mi vida.

Y además, con razón.

Mark me había dado suficientes oportunidades de decirle que deberíamos abandonar nuestro viaje. ¿Hacía lo correcto regresando a Israel?

¿Y era una coincidencia que Susan Hunter, la persona que estaba reuniendo información sobre el viejo libro que habíamos hallado en Estambul, ahora estuviese desaparecida?

Nos cruzamos con algunos camellos, camiones cisterna, otros taxis, autobuses de turistas y una caravana de camiones del ejército, y también con los beduinos que permanecían al margen de la carretera al oscurecer, como si estuviesen aguardando algo.

Nos detuvimos una única vez durante el trayecto, en Mitzpé Ramón, una ciudad en el Néguev a medio camino de Jerusalén. La gasolinera era de la cadena Yellow. La señal que tenía delante estaba en hebreo, inglés y árabe. Las casas de Mitzpé Ramón eran edificios desiertos de tejados planos y una o dos plantas de altura.

—Mi primo vive ahí —dijo el taxista, cuando nos aproximábamos a Jerusalén por una autopista que discurría entre colinas bajas pero empinadas. Había edificios modernos, apartamentos y bloques de oficinas color crema dispuestos en las laderas de algunas de las colinas, y el tráfico había aumentado mucho.

—¿Qué van a hacer aquí? —preguntó.

—Turismo —respondí.

—¿Dónde se alojan?

—Todavía no lo sé —contesté—. Vamos a buscar un hotel.

—¿Quieren un hotel en condiciones? —sugirió, volviéndose hacia nosotros.

—Claro —respondí.

—Les gustará este —dijo—. Mi primo trabaja aquí.

Me esperaba un hotel pequeño, un lugar al que tendríamos que decir que no si las habitaciones eran diminutas, pero me equivocaba. El hotel al que nos llevó era el famoso King David, con vistas a la Ciudad Vieja. Winston Churchill, Bill Clinton y Madonna se habían hospedado en el King David. El taxista había deducido que teníamos dinero.

Nos dejó bajo el arco de piedra de entrada al hotel. Antes había llamado por teléfono para informar a su primo de nuestra llegada. Le pagué y le di una propina.

El vestíbulo del King David era como el interior de un templo egipcio pero visto a través de la lente de un estudio de Hollywood. Tenía suelos de mármol pulido, pilares blancos y un techo azul con diseños dorados de flor de loto. Gruesas alfombras rojas y muebles de mimbre completaban el conjunto. El gerente que nos registró, delgado y vestido con un traje oscuro, nos recibió como si hubiésemos venido a pie desde Taba.

Diez minutos más tarde estábamos en una habitación doble con la cama de matrimonio que le correspondía. Una hora después dormíamos a pierna suelta.

Por la mañana, a las cinco menos diez, me desperté. Pude oír en la distancia la llamada a la oración. No estoy seguro de si fue eso lo que me despertó, o si mi regreso a Jerusalén me ponía nervioso. A las siete oí a lo lejos el tañido de las campanas de una iglesia cristiana. Sonaban despacio, lastimeras. Definitivamente, estábamos en Jerusalén.

La terraza del King David en la que servían el desayuno tenía vistas al precioso jardín del hotel. Más allá de él se alzaban las murallas ocres de la Ciudad Vieja.

—No puedo dejar de pensar en Susan —dijo Isabel cuando nos sentamos a la mesa con la bandeja del bufé. Aún no había recuperado el apetito. Lo único que estaba comiendo era un cruasán.

—Tal vez podamos ayudarlos a encontrarla —dije.

Nos quedamos un momento en silencio mientras comíamos.

—He estado pensando en lo que deberíamos hacer ahora —dijo.

—Yo también —repliqué yo.

Me miró con expresión burlona.

—Creo que deberíamos averiguar más cosas sobre ese yacimiento arqueológico. Si están dispuestos a deportarnos por la razón más estúpida, es que se traen algo entre manos. Tal vez Kaiser y Susan averiguasen de qué se trataba. Quién sabe lo que podría encontrarse entre una colección de pergaminos de la época de Poncio Pilato.

El camarero se acercó a rellenar nuestras tazas de café.

—Me gustaría entrar en el apartamento de Max —dijo Isabel, bajando la voz.

—Dudo que quede algo que ver. ¿Los equipos de forenses no habrán limpiado el lugar a conciencia?

—Cierto, pero aun así me gustaría verlo.

—Estás loca, ¿lo sabías?

¿Simplemente estaba siendo morbosa? ¿Se trataba de una faceta suya que no había visto hasta ahora, o era algo más? Entonces lo comprendí.

—Quieres ver si Mark nos ha mentido, ¿verdad?

Ella sonrió.

—Estás rápido esta mañana.

—¿Crees que haría algo así?

—Mark es capaz de muchas cosas —dijo apoyando su taza de café en la mesa—. Pero si decía la verdad, quienquiera que asesinara a Kaiser quería algo de él. Tenemos que saber la verdad sobre su muerte.

—¿Qué sugieres que hagamos? ¿Echar esa puerta abajo? ¿Dónde se compran arietes en Jerusalén?

Se inclinó hacia delante golpeteando la mesa con la uña.

—Le eché un buen vistazo a la fachada de su edificio. Lo único que tendrías que hacer para entrar en su apartamento es trepar hasta el balcón del primer piso. La puerta de cristal estaba rota, la vi. Podrías entrar con gran facilidad. ¿No te fijaste? —dijo sonriente.

—¿Quieres que trepe por la fachada de su edificio?

—Sí, Tarzán, sé que puedes hacerlo.

Gruñí. Estaba a punto de convertirme en un allanador de moradas en Jerusalén.

—No voy a hacer nada a plena luz del día —dije.

—¿Te lo he pedido?

—Y tú te quedarás vigilando.

—Trato hecho. ¿Por qué no llamas a Simon para ver si está libre para quedar?

—Hoy estás muy resolutiva —observé.

—No tenemos demasiado tiempo.

—De acuerdo, te seguiré el juego en todo esto —dije—, si aceptas una cosa.

—¿Qué cosa?

—Que te mantendrás alejada del peligro.

Ella sonrió e inclinó la cabeza.

—Lo haré si tú lo haces —dijo.