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Susan Hunter se despertó y se incorporó. La pared de piedra en la que apoyó la espalda estaba dura y helada. Sentía sobre sus hombros el peso de cada día de sus cuarenta y nueve años. La imagen que había ocupado su mente desde la última vez que él había estado allí abajo regresó. Trató de alejarla de su cabeza otra vez, pero no era fácil.

Empezó a calcular. ¿Era de día o de noche?

Podía oler el sudor frío y el hedor procedente del retrete de estilo árabe (un agujero en el suelo) situado al otro lado del sótano. Se apretó el estómago con los brazos. Le dolía, como si algo en su interior no estuviese funcionando correctamente. También tenía los dientes doloridos, y la cabeza le pesaba sobre los hombros.

Los dolores que sentía no le servían de pista para saber cuánto tiempo había dormido. Lo único que le decían era que seguía estando prisionera, y que aún seguía viva a base de cuencos de arroz y botellas de agua.

Recordó que su marido solía llevarle bebidas calientes cada vez que estaba enferma, en Inglaterra, y que aparecía a todas horas para preguntarle cómo estaba. El intenso deseo de estar en casa, de volver a ver su rostro, recorrió su interior como el hambre.

Entonces le sobrevino un recuerdo de su hotel, de las sonrientes jóvenes que le habían servido el desayuno una semana antes. Una de ellas le había preguntado por la Universidad de Cambridge.

Qué agradable habría sido hablar más con ella, interesarse por lo que quería estudiar. Podrían haber comido juntas, haber sido amigas.

¿Cómo había podido acabar de aquel modo, esperando por aquel hombre malvado, por el breve rayo de luz y por la comida y el agua que conllevaba su retorno?

Palpó alrededor con las manos para ver si algo había cambiado, tal y como se había acostumbrado a hacer.

Lo único que encontró fue la dura tierra. La tierra que se extendía en torno a ella hasta los muros de aquel sótano, un espacio que era amplio pero se le antojaba pequeño en la penumbra.

Volvía a balancearse lentamente. Nunca antes había sentido tal malevolencia a su alrededor. Hasta las piedras de aquel lugar parecían rezumar maldad. Y aquello se respiraba en el aire. No era por el dolor que él le había infligido ya, ni por lo que había visto; aquella imagen no se borraría, aquella quemadura en la mano de él, pues sabía qué significaba aquella marca.

Susan había estudiado muchos documentos antiguos. Los había fechado, interpretado, clasificado. Conocía lo que algunos de ellos afirmaban sobre nuestros ancestros.

Había analizado el único papiro descubierto que registraba un sacrificio humano cananeo anterior a los tiempos de Abraham. La descripción que aparecía en aquel fragmento alargado sobre cómo el sumo sacerdote se quemaba su propia mano para catar la llama que consumiría a las víctimas, para conocer mejor lo que sentirían, era algo que se le había quedado grabado en la memoria desde el momento en que lo leyó.

Pero nunca habría esperado encontrarse con algo así.

¿Quién era aquel desgraciado? ¿Y por qué estaba resucitando un mal que se tendría que haber extinguido hace miles de años?

Y entonces surgió una pregunta más importante: ¿qué planeaba para ella? ¿Era lo que ella temía?