—Probablemente sea una explosión controlada. Encontraron un artefacto en un vehículo sospechoso aparcado ahí fuera, en la autopista —dijo Mark.
Señaló la ventana que había al otro lado del comedor, cubierta casi completamente por unas pesadas cortinas. El camarero que había estado recogiendo se encontraba junto a ellas. Las acabó de cerrar y luego escudriñó por el hueco que formaban sus dedos.
—Hay un montón de fanáticos que no están contentos con lo que está ocurriendo en Egipto. Este lugar es un blanco ideal si odias a los extranjeros.
—No sabía que las cosas estuviesen tan mal.
—Lo están. Solamente porque Egipto haya dejado de salir en las noticias de las seis, no significa que todo vaya a pedir de boca.
—¿Así que está empeorando?
Mark se encogió de hombros.
—Están saliendo a escena muchos actores nuevos. —Se inclinó sobre la mesa y bajó la voz—. Un nuevo grupo ha estado armando mucho jaleo: Wael al Qahira, los Protectores de los Victoriosos de El Cairo. Al Qahira es el nombre original de El Cairo.
—Nunca he oído hablar de ellos.
—Oirás. Asesinaron a un imán que predicaba la tolerancia en algunas de las mezquitas más importantes de El Cairo. Lo volaron en pedazos delante de su mezquita.
—Qué bonito —dijo Isabel.
—Y tanto. Luego alguien contraatacó ayer y asesinó a uno de sus imanes, un tipo llamado Ali Bilah.
—Eso no es bueno.
Se acercó aún más y se apresuró a decir:
—Solo que Ali Bilah lo merecía. Tenía una reputación despreciable. Lo encontraron con el cuello rebanado, la cabeza estaba casi seccionada. No sabéis hasta qué punto había estado caldeando las cosas, llamando a la guerra contra Israel.
De repente se oyeron las detonaciones de una serie de petardos en el salón. El estómago me dio un vuelco. Lo que quiera que estuviese ocurriendo allí fuera se estaba poniendo mucho más serio.
El camarero que estaba junto a las cortinas se volvió y gesticuló hacia nosotros. Mark levantó la mano y el hombre hizo un gesto con el pulgar hacia abajo.
—Deberíamos irnos —dijo Mark.
Mientras acabábamos de hablar, se oyeron más explosiones y el cristal situado a espaldas del camarero estalló en mil pedazos. Una lluvia de vidrio atravesó las cortinas y saltó hacia el centro de la estancia. Me abalancé sobre Isabel y la tiré al suelo.
Mark se puso en pie y también reaccionó protegiéndola. La lluvia de cristales tintineaba en el suelo. Su reacción casi me sorprendió más que la ventana hecha pedazos.
En el comedor entraban ráfagas de aire frío. El camarero reptaba hacia nosotros sobre la alfombra repleta de cristales. Mark se había sacado el teléfono del bolsillo y lo estaba manipulando.
Isabel se puso en pie y se dirigió hacia el camarero. Yo la seguí. Nuestros zapatos crujían sobre los cristales a cada paso. Habíamos tenido suerte de estar al fondo del salón. Las pesadas cortinas habían amortiguado la mayor parte de las esquirlas. Ahora las cortinas estaban rasgadas en algunos sitios, pero seguían intactas en gran parte. Una ráfaga de viento las agitó y se bambolearon como si estuviesen a punto de venirse abajo. Percibí un olor a cordita y humo al tiempo que saltaba un coro de alarmas de coches.
Mark estaba hablando por teléfono justo detrás de nosotros.
—En dos minutos en la salida de la cocina —lo oí decir.
Llegamos hasta el camarero, que estaba arrodillado. Isabel se agachó junto a él. Tenía los ojos muy abiertos y su rostro estaba salpicado de pequeños cortes ensangrentados.
Me agaché a su lado. No se apreciaban más heridas, solamente los cortes de la cara.
—¿Puede moverse? —le pregunté.
Sé que se supone que se debe dejar a los heridos en postura de recuperación después de haber sufrido el daño, pero la ventana estaba abierta al exterior y se oían voces abajo, como si alguien le estuviese gritando a un hombre armado.
El camarero asintió con los ojos como platos. Nos miraba de forma alterna a Isabel y a mí. Debió de percatarse de nuestra impresión ante su aspecto, porque se llevó las manos a la cara y se empapó los dedos de sangre; parecían cubiertos de pintura.
Mark le dijo algo en árabe y el hombre asintió. Entonces se levantó apoyado en Isabel y en mí. Caminaba de forma inestable y volvía la cabeza sin cesar al oír los gritos que resonaban abajo. Pero poco a poco, mientras cruzábamos el comedor, su confianza fue creciendo y para cuando alcanzamos la puerta ya caminaba casi sin ayuda. Mark había cogido una servilleta blanca de alguna parte y se la dio.
Al ver las manchas de sangre cuando se limpió las manos se quedó paralizado y los ojos se le salieron aún más del las órbitas. Cuando llegamos a los ascensores, intentó apartarnos de él.
—Váyanse, estoy bien —dijo.
—Vienes con nosotros —dijo Mark—. Te dejaremos en el hospital —añadió con tono severo. No iba a aceptar discusión de ningún tipo.
Bajamos hasta el sótano. Por el hilo musical del ascensor se oía una melodía árabe. Nos dirigimos a un ancho pasillo con paredes de azulejos de color añil y giramos hacia una reluciente cocina. Al fondo de la misma había una gruesa puerta de acero que se cerró detrás de nosotros. Las únicas personas que nos cruzamos fueron unos cuantos empleados con uniformes de cocina a los que nuestra presencia parecía causarles temor.
Fuera había un coche negro con los cristales tintados aguardándonos. El motor se puso en marcha en cuanto entramos. Una mujer africana, sudanesa o etíope, con el cabello trenzado y unos ojos verdes que chispearon cuando se volvió a mirarme, ocupaba el asiento del conductor. Era delgada y llevaba un velo negro que le rodeaba el cuello y ascendía un poco hacia su pelo, aunque no lo tapaba del todo; no era más que un gesto de respeto hacia el velo que cubría la cabeza completa que se emplea mucho actualmente en varios países musulmanes.
El coche tenía el logotipo de Speranza en el volante. Parecía una copia de un BMW.
—Esta es Xena —dijo Mark, mientras nos acomodábamos en la parte trasera.
Xena se volvió y nos miró con seriedad. Tenía un rostro elegante, pero también un aire de dureza. Me miró fijamente durante un instante cuya longitud rebasó los límites de la educación y luego apartó la vista. Isabel se pegó a mí. A su otro lado estaba el camarero.
—¿Es usted amiga de Mark? —preguntó Isabel inclinándose hacia ella.
Xena no respondió.
Mark dijo algo en árabe. Xena puso el coche en marcha y se dirigió a la verja de un muro blanco inmaculado que bordeaba un pequeño patio trasero del hotel. Había cuatro guardias de seguridad junto a la verja, vigilando el exterior. Todos iban vestidos de negro, con cascos negros y chalecos antibalas, y todos ellos portaban armas automáticas. Cuando nos acercamos, se volvieron y nos apuntaron.
Mark abrió la ventanilla, les hizo un gesto y le dijo algo al guardia que se aproximó al coche. Le puso algo en la mano y la verja se abrió. Los guardias tomaron posiciones detrás de nosotros, como si esperaran un ataque.
Mark le dijo algo a Xena. Nos quedamos parados un minuto, con la verja abierta ante nosotros y los coches pasando de largo por la calle.
¿A qué estaba esperando?
—Las cosas están cambiado rápido de cojones por aquí —dijo—. Este es el segundo ataque que se produce a un hotel importante. Si no lo controlan pronto, este lugar va a ser un hervidero de problemas. Están tirando a la basura cien años de progreso. —Se inclinó hacia Xena y esta vez le habló en nuestro idioma—: Asoma el morro nada más. Podemos recular si alguien nos dispara.
Xena pisó el acelerador. Avanzamos lentamente hasta que la parte frontal del vehículo asomó al exterior de la verja. Entonces nos detuvimos. Un Hyundai sucio de color verde y dos taxis blancos y negros pasaron por delante. Uno de ellos nos pitó.
—De acuerdo, vamos —dijo Mark.
Circulamos por la ciudad con lentitud. Había caravanas de coches por todas partes.
Unos diez minutos después de haber salido del hotel, dejamos al camarero en la sala de urgencias de un hospital. Mark y Xena entraron con él y salieron instantes más tarde. Nosotros nos habíamos quedado esperando en el coche por indicación suya.
Mark regresó con una sonrisa.
—Se va a poner bien —dijo, entrando en el coche—. La embajada se hará cargo de las facturas médicas. Su esposa está de camino. Será mejor para él que no nos quedemos por aquí. Así es como funcionan aquí las cosas.
—No has perdido tu imán para atraer problemas —dijo Isabel.
Diez minutos después de aquello estábamos en la plaza Tahrir. No había ningún manifestante en aquel momento. Seis calles convergían en ella, y tenía una amplia zona central de hormigón con setos bajos. Había una brigada de tal vez unos veinte policías apostados en una esquina y la gente circulaba a su alrededor.
—Hay una manifestación convocada para mañana contra Israel, pero no se espera que sea tan multitudinaria como la del pasado viernes. —Mark se volvió hacia Xena—. Es así, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
—No, será aún mayor —rebatió.
Mark se dirigió a nosotros.
—Hay gente que cree que se puede unificar este país de nuevo si se desata una guerra con Israel —nos explicó—. No importa cuál sea el resultado.
Xena tocó el claxon repetidamente a un taxi que se nos cruzó. Nos dirigíamos al sur, en paralelo al Nilo, que quedaba a la derecha, por una calle flanqueada por enormes palmeras y transitada por multitud de camiones y coches.
Al detenernos en un semáforo, observé a la gente que cruzaba la calle. Había una mezcla de hombres con aspecto occidental con turbantes blancos poco voluminosos, muchos de ellos con barba, y otros con sombreretes redondos, así como toda clase de mujeres, desde las que vestían pantalones vaqueros y cazadoras de cuero cortas hasta aquellas que iban de negro tapadas de tal manera que únicamente se les veían los ojos.
Unos minutos más tarde nos encontrábamos en el Rithmo Bar del Cairo Intercontinental. Estaba decorado al estilo de las mil y una noches, con pesados butacones, sofás bajos y cojines con estampados beduinos desperdigados. Había muchos expatriados, de hecho estaba lleno. Al entrar desde el hotel pasamos por un control de seguridad que incluía un barrido con un detector de metales portátil.
—¿Este no es un lugar con muchas posibilidades de ser atacado también? —preguntó Isabel.
Mark señaló las ventanas biseladas.
—Cada una de esas ventanas tiene una doble capa de malla de acero incrustada en el cristal. Tendrían que poner una bomba en el alféizar de la ventana para romperlo. —Hizo una pausa de unos segundos y miró a su alrededor—. Alguien está intentando agitar las cosas por aquí. Atacaron el Hilton por un motivo.
—¿Qué motivo? —inquirí.
Mark no respondió.
—No creerás que los egipcios serían tan estúpidos como para atacar Israel, ¿verdad? —dijo Isabel.
—No me atrevería a darte una respuesta —dijo Mark—. Han cancelado todos los permisos militares para las próximas semanas.
—¿Eso no es simplemente una reacción a los ataques? —preguntó Isabel.
En lugar de responder, Mark saludó con la mano a la mujer que acababa de entrar y lo saludaba a su vez con entusiasmo.
—Con un poco de suerte, no se acercará —dijo.
Pero lo hizo. Llevaba unos altos tacones negros, unas mallas negras y un top blanco y ceñido. Tenía el cabello recogido y una amable expresión en la cara.
—Hola Mark —dijo, con tono agudo—. ¿Has encontrado amigos nuevos?
Mark le dedicó una sonrisa burlona.
—¿Qué has estado haciendo, Kim? ¿Revitalizando las relaciones internacionales tú solita otra vez? —dijo Mark.
Kim se sentó. Se desplomó, para ser más exactos. Dejó en el suelo cerca de la mesa las dos bolsas que llevaba en la mano y me sonrió. Luego miró a Isabel.
—¿No vas a presentarnos?
Mark hizo las presentaciones. Kim estaba allí porque su marido estaba trabajando en la refinería MIASA en El Cairo. Era la primera vez que vivía en Oriente Medio.
Hablamos sobre el ataque al restaurante del Hilton. Kim estaba consternada. Luego cambió de tema y se puso a hablar de sí misma y a quejarse de lo sola que estaba en El Cairo. No envidiaba su intento de sentirse realizada en aquel lugar.
Miré las bolsas que había dejado en el suelo. Una era de plástico negro y tenía dibujado el logotipo de Jan el Jalili en caracteres circulares de estilo árabe en un lateral. La otra, de grueso papel marrón, era del museo de Antigüedades.
—¿Has ido de compras? —dije, cuando dejó de hablar.
Ella asintió.
—Ese mercado de Jalili es un puñetero alucine —afirmó—. Es como sacado de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Es precioso, simplemente precioso.
Mark la miraba fijamente. Daba la impresión de estar deseando que se marchase enseguida.
—Y me duelen los puñeteros pies —dijo riéndose—. Solo había una hora de cola para ver la exposición de Tutankamón. —Ella también miró la bolsa—. Mi marido me pidió que le comprar algunos libros, guías. Creo que he comprado las que no debía —se lamentó, negando con la cabeza.
—¿Puedo echar un vistazo? —pregunté. El museo de Antigüedades no estaba lejos, al otro lado de la plaza Tahrir, cerca de nuestro hotel. Y aunque habían abierto un nuevo museo más moderno en El Cairo, este aún contenía una increíble colección de reliquias de la era de los faraones, y también objetos romanos, griegos e islámicos.
—Adelante, cariño —dijo. Entonces le preguntó a Isabel qué estábamos haciendo allí. Mientras ella le contaba la historia de que estábamos haciendo turismo, yo saqué de la bolsa el voluminoso libro que había visto asomar. Se titulaba Los tesoros ocultos del museo de Antigüedades de El Cairo.
—No debería haber comprado ese tan grande —explicó Kim, señalando el libro. Lo apoyé sobre la mesa para que todos pudiéramos admirarlo.
—Parece fantástico —dijo Isabel, inclinándose y pasando las páginas una a una. Los demás lo contemplábamos mientras lo hojeaba.
—Será mejor que me vaya —interrumpió Kim. Se volvió y le hizo un gesto a un hombre que estaba en la barra. Él se lo devolvió.
Mientras contemplaba las páginas pasar, experimenté una extraña sensación.
—Para —dije.
—¿Qué? —preguntó Isabel, dejando de hojear el libro.
—Déjame ver una cosa —dije alargando la mano.
Pasé las páginas hacia atrás pero no encontré lo que estaba buscando. ¿Había sido cosa de mi imaginación? Estaba a punto de devolverle el libro a Kim cuando encontré una página con una serie de fotografías de antiguos fragmentos de papiro. La mayor parte no eran más que porciones con bordes irregulares. Algunos eran diminutos. Uno de los de mayor tamaño mostraba dos jeroglíficos interesantes.
El jeroglífico inferior era un símbolo con forma de cuadrado con una flecha apuntando hacia arriba en su interior. Era el mismo símbolo que aparecía en el libro que había descubierto en Estambul, el símbolo sobre el que se habían planteado tantas incógnitas.
Encima había otro símbolo más, con dos triángulos enfrentados y otros dos debajo.
Kim extendió la mano para que le devolviera el libro. Me acerqué y escudriñé la inscripción de letra diminuta que figuraba debajo de la foto. Decía: «Fragmento de papiro hallado en 1984 en un vertedero próximo a la pirámide Negra (construida por el faraón Amenemhat III, Imperio Medio, 2055-1650 a. C.). El jeroglífico de la imagen inferior representa a la Reina de la Oscuridad. El jeroglífico de la imagen superior no ha sido descifrado. El otro único ejemplo que existe de estos jeroglíficos aparece en una inscripción en piedra en la fuente de Gihón en Jerusalén, una provincia cananea de Egipto durante el Imperio Medio».
—Esto es interesante —dije—. ¿Te importa si le hago una foto? —Kim negó con la cabeza. Saqué mi teléfono y fotografié la página de los fragmentos de papiro.
—¿De qué va todo eso? —preguntó Mark.
Vacilé, preguntándome si debía explicar lo que había visto. Después de todo, no era más que un jeroglífico.
—Es solo un fragmento de papiro con algunos jeroglíficos que Sean ha reconocido —dijo Isabel señalando la página. Recorrió con la mano todos los jeroglíficos, como si todos me interesasen.
Mark observaba la página con atención.
—Hace unos años realizamos algunos trabajos con jeroglíficos —expliqué—. Existe una nueva teoría acerca de su evolución y he estado analizándola.
—Algunos de estos jeroglíficos aparecen en inscripciones por todo Oriente Medio —añadió Isabel.
Mark apartó la vista de las fotografías y arqueó las cejas.
—Sabéis que los cananeos practicaban sacrificios humanos, ¿verdad? —dijo mirándonos a Isabel y a mí.
—Pues claro —replicó Isabel—. Quemaban vivos a sus hijos. Eran una gente cruel. Creían que Baal, su dios demoníaco, hablaba a través de los gritos de las víctimas agonizantes.
Kim profirió un gritito de aprensión.
—También rendían culto a las diosas —añadió Isabel. Kim sonrió, como si Isabel acabase de romper una lanza a favor de las mujeres del mundo.
—Tal vez también adorasen a la Reina de la Oscuridad —sugerí.
—No lo descartaría —respondió Isabel.
—¿Cómo averiguan lo que significan todos esos símbolos? —preguntó Kim.
—Algunos son signos de astronomía —explicó Isabel—. El lucero del alba es la Reina del Cielo, así que probablemente el lucero de la tarde sea la Reina de la Oscuridad. Suele ser algo así de simple.
—Me gustan todas esas cosas de astrología —dijo Kim, guardando el libro.
Unos minutos más tarde se había ido. Mark sugirió que nos trasladásemos a uno de los restaurantes del hotel, situados en el piso de arriba, y nos pareció bien.
No me hacía especialmente feliz lo de ir a cenar los tres, pero lo cierto era que todavía no habíamos conseguido gran cosa de él.
Mientras esperábamos a que pasasen la tarjeta de crédito de Mark, se puso a hablar sobre un equipo de fútbol de El Cairo al que seguía: el Zamalek. Escuché su relato sobre el último partido que habían disputado. Entonces supe que existían más razones por las que Isabel lo había dejado, además de por el hecho de que la abandonase en medio de un tiroteo. No quería permitir que nadie interviniese siquiera mínimamente en la retahíla de su conversación.
Fui a buscar los aseos. Al cruzar el vestíbulo, me sorprendió ver a Xena sentada en una de las butacas de piel color crema. ¿Por qué no había venido al bar con nosotros? Creí que se habría marchado.
Pasé cerca de ella, que no pareció percatarse de mi presencia prácticamente hasta que me tuvo encima.
Entonces alzó la vista y me hizo un gesto para que me acercase con el dedo índice mientras su boca se curvaba en una seductora sonrisa.