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Arap Anach cerró su ordenador portátil. El caserón estaba sumido en la oscuridad. El único sonido que se escuchaba era el de un coche, en la lejanía, que subía por la carretera del valle. Lo escuchó pasar. Había contratado a dos mujeres del lugar para limpiar la villa durante los meses anteriores, pero las había despedido hacía un par de semanas.

Esta era su segunda oportunidad de pasar a formar parte de la historia. No iba a cometer errores esta vez. Tal vez no hubiese una tercera.

Pocas personas tenían la determinación y la voluntad de actuar que él tenía. Era consciente de ello. La gran mayoría de seres humanos se sentaban como ranas en un estanque de agua hirviendo. No harían nada por salvarse a sí mismos de morir cocinados a fuego lento. Y lo que estaba sucediendo era precisamente eso.

El islam era la religión que mayor crecimiento estaba experimentando en Europa. Lo que no habían conquistado a golpe de espada lo conquistarían a lo largo de los siglos siguientes rompiendo la teoría del multiculturalismo y las tasas de natalidad.

¿Durante cuánto tiempo permitirían que el islam siguiese creciendo en Europa? ¿Hasta que todos aquellos valores de «seamos liberales» volviesen a ser una minoría y aquellos que defendían la saría comenzasen su dictadura?

Porque sería una dictadura. El islam era una religión que buscaba gobernar, imponerse. Y una vez que fuesen mayoría, utilizarían la democracia contra sí misma. Permitir el rápido crecimiento del islam en Europa era una enfermedad mortal para los valores occidentales.

Pero él, y unos cuantos más, serían el antibiótico. Ellos pondrían en marcha el sistema inmune occidental. Y si tenían que morir personas por el camino, que así fuese. El fin justificaba los medios. Tenía que haber sacrificios.

Ahora se alegraba de que sus sentidos se hubiesen abotargado cuando era joven; era una bendición. El sacerdote que le había hecho aquello lo había denominado así, antes de hacerle tanto daño que no pudo caminar durante días, lo que provocó que los demás chicos se rieran de él.

Pero el viejo sacerdote tenía razón: existían pocas bendiciones más poderosas. El corazón de Arap Anach había sido roto en pedazos aquel invierno, el primero en el internado. La última estocada, y la más profunda, se había producido la noche en que le había llorado patéticamente por teléfono a su padre después de que lo sorprendiesen tratando de escaparse.

Los policías que lo llevaron de vuelta lo habían cogido de una oreja y le habían ordenado que se callase cuando él intentaba explicarles lo que el sacerdote le había hecho.

Su padre había colgado el teléfono tan pronto como Arap Anach se apresuró a contarle lo ocurrido.

El sacerdote director le había ordenado suplicar perdón de rodillas, junto a su cama. Más tarde, aquella noche, el viejo sacerdote había regresado con un grueso cinturón de piel. Lo sacó del dormitorio y lo condujo por el gélido pasillo hasta la capilla.

Lo primero que hizo al llegar allí fue propinarle un fuerte puñetazo a Arap Anach en un lado de la cabeza. Lo hizo con tal fuerza que su cráneo se sacudió como un timbre sonando.

—Eso por causar problemas —le dijo, antes de volver a golpearlo. La cabeza de Arap Anach dio un vuelco hacia el otro lado. Se le saltó un diente y la boca se le llenó de sangre; se vio obligado a tragársela. Después de aquello el cura se valió libremente del cinturón y lo blandió en el aire como un poseso.

Aquel había sido el comienzo de las verdaderas palizas. Palizas que lo habían dejado resquebrajado por dentro, como si sus huesos y su cerebro se hubiesen convertido en gelatina.

La correa dolía como si le arrojasen rescoldos ardiendo sobre la piel. Mientras lo golpeaba, el sacerdote gritaba:

—Niño maldito, tienes lo que mereces. Nadie te consolará excepto yo.

Una vez terminada la paliza, lo había obligado a hacer otras cosas. Cosas peores de lo que jamás había hecho. El desinterés de su padre le había dejado claro que podía hacer lo que se le antojase con el chiquillo.

Arap Anach dejó de llorar aquella noche, una vez pasado todo. Nunca más volvió a llorar. Ni por sí mismo ni, sobre todo, por nadie más. Además, desde entonces, rara vez dormía decentemente. Siempre estaba en ascuas, a la espera, en duermevela, esperando a que alguien llegase y lo despertara.

Pero todo aquello lo había hecho fuerte.

Y ahora él también sería recordado. Como aquel que había actuado para salvar a Occidente de sus contraproducentes debilidades liberales.