—Sí, soy Sean Ryan. ¿Qué ocurre?
El más corpulento de los dos agentes de policía llevaba en la mano unas esposas. Eran brillantes y de mayor tamaño de lo que me imaginaba que serían esas cosas. Vestía un traje azul oscuro con un escudo en cada brazo que representaba una estrella de David blanca.
Entonces hizo algo que nunca había visto antes, salvo en televisión. Se colocó ante mí, me agarró la muñeca y me la esposó antes de que yo pudiese abrir la boca siquiera.
—Queda arrestado por allanar un yacimiento arqueológico de acceso restringido y violar los términos de su visado de turista.
Creo que en aquel momento se me abrió la boca de la impresión. Dicen que la mandíbula se te cae sola cuando te sorprendes y es verdad, lo hace.
El otro policía hablaba con un enfermero que había aparecido por allí. El agente tenía el cabello ralo y una constitución nervuda, como si apenas comiese.
Isabel quiso alejarse de la camilla de exploración, en el lado opuesto adonde se encontraba él. Eso no le gustó.
—¡Deténgase, Isabel Sharp. No se mueva! —gritó. Extrañamente, el ruido ambiente del hospital pasó del silencio a un repentino zumbido, como si un enjambre de abejas hubiese emergido de las paredes que nos rodeaban.
—Solo me estoy levantando de la camilla —dijo ella educadamente.
El policía que estaba más cerca de Isabel desenfundó su arma y la apuntó. El corazón me dio un vuelco. ¿Qué creían? ¿Que Isabel se iba a inmolar?
—Esto no es necesario —dije en tono elevado.
—Usted siga nuestras instrucciones —dijo el policía.
—No hay necesidad de sacar el arma —insistí, despacio, con la esperanza de calmar las cosas. No somos más que turistas.
Me volví hacia Isabel.
—Vamos a hacer lo que dicen. Debe de haber algún error. Estoy seguro de que podemos solucionarlo.
Extendió los brazos hacia delante y un segundo más tarde el agente ya le había puesto las esposas. Su expresión me decía que tal vez estuviese siendo demasiado optimista.
—Entendemos que su tratamiento ha terminado, que está en condiciones de marcharse —le dijo a Isabel.
—Se ha enterado usted antes que yo —repuso ella.
Pude haber dicho algo acerca del hecho de que el doctor no se lo hubiese comunicado en persona, pero el corte que tenía en la pierna era relativamente leve y se lo habían vendado con un aparatoso apósito del mismo tono que su piel.
Y efectivamente estaba siendo optimista: no habían cometido ningún error al arrestarnos.
Nos llevaron a una enorme comisaría de hormigón con aspecto de búnker. Solamente estaba a diez minutos en coche del hospital, pero no tenía ni idea de en qué parte de Jerusalén se situaba. Estaba en una calle principal con bloques bajos de oficinas dispuestos tras una hilera de árboles.
Nos trasladaron hasta allí en la parte trasera de un coche de policía blanco con franjas azules, sin manillas en las puertas de atrás y con cristales tintados, que nos dejó en un aparcamiento subterráneo situado bajo la comisaría.
Después de haber sido concienzudamente registrados en salas separadas y tras haber pasado por el detector de metales, nos condujeron a los dos al mismo pasillo sin ventanas. Al mirar el pálido rostro de Isabel tuve la visión de un largo período de encarcelamiento sin juicio, una estancia hacinados en una prisión israelí sin saber qué nos depararía el futuro próximo.
Entonces nos separaron de nuevo. No tenía ni idea de por qué nos habían reunido únicamente para recorrer un pasillo, pero probablemente lo hicieran por algún motivo.
Tal vez esperaban que Isabel, al verme, me implorase acerca de algo que hubiésemos hecho, pero no lo hizo. Si alguien la creía una persona que se asustaba con facilidad, estaba muy equivocado.
A juzgar por lo que ella me había contado sobre algunas de sus aventuras en Estambul antes de conocernos, y por su comportamiento durante los incidentes cuando ya estábamos juntos, el hecho de permanecer un tiempo bajo custodia policial no la alteraba demasiado.
Tardaron dos horas en aclarar lo básico sobre nosotros: verificar que nos hospedábamos donde habíamos dicho, que éramos quienes decíamos ser, que teníamos billetes de avión de vuelta, que yo era uno de los fundadores del Instituto de Investigación Aplicada de Óxford y que teníamos una buena razón para visitar aquel lugar de la Ciudad Vieja.
Durante aquel proceso no sentí una gran preocupación. No habíamos hecho nada malo, a mi modo de ver. Hay que decir una cosa sobre la velocidad de la justicia israelí: fue todo lo contrario a lo que yo había imaginado.
Isabel y yo nos reunimos de nuevo en una sala en la parte trasera de la comisaría de policía. Allí también nos encontramos con nuestras pertenencias, que habían sido recogidas de nuestro hotel. Esa fue la siguiente sorpresa para mí aquella noche. Parecía como si supieran lo que iba a ocurrir con nosotros desde el mismo momento en el que nos interceptaron.
Nuestras mochilas también habían sido meticulosamente registradas. Las habían vaciado por completo. No fue difícil darse cuenta de esto, ya que cada uno de los objetos que contenía ocupaba un lugar en ella distinto al de antes. Claramente no les importaba que supiésemos o no lo que habían hecho.
La buena noticia era que todo lo que teníamos en el hotel estaba en nuestro equipaje. No faltaba nada. Ni siquiera el viejo periódico de la mesilla de noche, que estaba arrugado dentro de mi mochila.
Sin embargo, lo que más me sorprendió fue su decisión de deportarnos. Desde luego que habíamos entrado por las malas en aquella excavación, y tal vez al hacerlo habíamos infringido varias normas importantes sobre lo que está permitido en los yacimientos arqueológicos, pero nunca habría imaginado que alguien que allanase una excavación fuese tratado de aquel modo.
Tampoco les importó que hubiese sido Simon el que nos llevó hasta allí. Dijeron que eso ya lo tratarían con él personalmente. Y tuvimos suerte de que no se nos imputasen cargos penales.
—No pueden ignorar la importancia de las leyes sobre arqueología en Israel —argumentó el policía, mientras nos explicaba lo que nos iba a ocurrir.
Al final no me creí todo aquello. Alguien de arriba había decidido que no éramos bienvenidos y eso era todo. Fin de la historia.
Mis esperanzas de ayudar a encontrar a Susan se habían desvanecido.
La siguiente gran sorpresa fue que nos permitieron escoger la ciudad a la que queríamos ser deportados. Esa fue una decisión que se nos pidió que tomáramos cuando íbamos camino del aeropuerto internacional Ben Gurion.
Encendían la sirena cada vez que el tráfico aumentaba, así que el recorrido nos llevó solamente treinta minutos. Lo más interesante que vi durante el viaje fue una larga fila de vehículos militares, tanques sobre tráileres y camiones de aspecto extraño que tiraban de contenedores color arena en dirección a Jerusalén. Debía de haber unos cincuenta. Allí estaba ocurriendo algo más.
El policía más amable nos dijo en el coche que en las horas siguientes salían vuelos a Londres, Estambul, Nueva York, Fránkfurt y Atenas.
Isabel me tocó con el dorso de la mano antes de volverse hacia mí. Solamente íbamos ella y yo en la parte trasera del coche policial. Con los ojos clavados en mí, se dirigió hacia el agente que iba sentado delante de ella:
—Tomaremos el vuelo a Atenas —dijo, dedicándome una leve sonrisa que quería decir «no discutas».
Decidí seguirle el juego. No debí haberlo hecho.
Esperaba que Isabel tuviese un plan. Supuse que seguía teniendo suficientes contactos en Londres, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, como para que alguien pudiese ayudarnos de alguna forma.
Cuando llegamos al aeropuerto me volví a llevar una inmensa sorpresa: de pie delante de la terminal, hablando por teléfono, estaba uno de los compañeros del pastor canoso de la excavación de la Ciudad Vieja. Era una extraña coincidencia. Tan extraña que todas mis alarmas empezaron a sonar y danzar al mismo tiempo. Realmente parecía como si nuestra rápida partida de Israel se hubiese precipitado por una queja de los colegas de aquel tipo. No se trataba únicamente de que hubiésemos infringido una norma.
Pero ¿por qué demonios era tan importante que nos marchásemos de Israel que alguien tenía que asegurarse de que así fuese?
—¿Has visto a tu amigo ahí fuera? —le pregunté a Isabel mientras esperábamos a que pasasen nuestras maletas por el escáner.
Ella ni siquiera volvió la cabeza. Se limitó a sonreír. Cuando pasamos el control de seguridad le preguntó a los policías si podía ir a un kiosco de prensa cercano. Ellos asintieron. Compró un ejemplar de The Jerusalem Post. En la portada se hablaba de un golpe militar. Todos los reservistas habían sido llamados a presentarse en sus unidades.
Media hora más tarde, tras haber comprado unos carísimos billetes y haber sido sometidos por la vía rápida a otros dos controles de seguridad, aguardábamos en la terminal de salidas. Nuestros agentes estaban sentados cerca, sin quitarnos el ojo de encima. Por suerte, no habían insistido en esposarnos. Eso era, según ellos, porque habíamos accedido a irnos de inmediato y no habíamos desafiado la orden de deportación.
Habían dejado claro que si no nos hubiésemos mostrado de acuerdo en irnos, eso habría conllevado unos pocos días de prisión, o más, tal vez incluso diez días, mientras aguardábamos un juicio. Y si lo perdíamos, nunca se nos permitiría volver a entrar en Israel. De este modo podríamos volver, si primero presentábamos una solicitud a la embajada.
—¿Y por qué vamos a Atenas en realidad? —dije, inclinándome hacia Isabel.
Nuestras cabezas casi se tocaban.
—Simon Marcus me dijo algo mientras tú estabas en el baño en aquel bar de zumos de Jerusalén. Lo recordé mientras estaba en la comisaría de policía.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Que Kaiser estaba obsesionado con Ibn Killis —respondió atropelladamente.
—¿Con quién?
—Eso mismo pensé yo —dijo—. Simon dijo que era un gran visir en El Cairo. Aparentemente era judío. Contribuyó a establecer la dinastía fatimí en el siglo X. —Me contó todo aquello como si yo debiera saber por qué alguna de aquellas cosas tenía relevancia alguna en la actualidad.
—¿Y?
—Al parecer Kaiser planeaba viajar a El Cairo esta semana para visitar el museo de Antigüedades.
—¿Crees que deberíamos ir allí?
—Sí. Y si queremos llegar a El Cairo desde Israel en avión, Atenas es el lugar al que debemos ir. No hay vuelos directos.
Egipto llevaba tiempo ocupando el primer plano informativo. No solamente en los últimos años con todo el drama de Mubarak, sino también recientemente, ya que algunos de los cambios producidos empezaban a generar impacto. Una hora más tarde estábamos volando.
El miércoles, después de comer, nuestro vuelo de Egypt Air despegó de Atenas con casi una hora de retraso. Solo tardó una hora y media en llegar, y volvimos a sufrir otro retraso en la terminal 3 del aeropuerto de El Cairo al aterrizar.
Tuvimos que guardar cola para comprar un visado y luego volver a guardarla para el control de pasaportes. El proceso parecía interminable. Mientras esperábamos, Isabel me daba algunos datos sobre la ciudad. Al parecer era la urbe más grande del continente.
Sus dieciocho millones de habitantes vivían en uno de los lugares con mayor densidad de población de la tierra, triplicaba la de Londres. Las pirámides de Giza se encontraban en los barrios occidentales y la mayoría de los buenos hoteles, situados enfrente, en la orilla este del Nilo, contaban con unas vistas espectaculares de las pirámides y el desierto, especialmente desde los pisos más altos.
La ciudad había sido romana, griega y luego musulmana y había estado bajo la influencia de varios califatos, incluidos los omeyas, los fatimíes y los otomanos. Cada uno de ellos había dejado su rastro en la ciudad.
San Pedro también había escrito allí su primera epístola. Los cristianos coptos, una minoría protegida desde hace tiempo en Egipto, se habían aferrado a muchas de las enseñanzas más antiguas de la Iglesia cristiana.
La mayor biblioteca del mundo había estado allí también, en el siglo X, bajo el dominio fatimí. Según la leyenda, los fatimíes habían sido una de las sectas más tolerantes del islam, y permitían a cristianos y judíos tomar parte activa en los asuntos de Estado.
Después de los fatimíes había venido Saladino, el gran visir de El Cairo, el hombre que había expulsado a los cruzados de Jerusalén.
Por fin se terminó la cola y nos dirigimos directamente a la parada de taxis. Nos metimos en un taxi nuevo y con aire acondicionado y tuvimos un viaje lento pero tranquilo hasta el Ramses Hilton, en la orilla este del Nilo, a diez minutos a pie de la famosa, o infame, plaza Tahrir, donde los manifestantes habían derrocado a Mubarak y aún se reunían con regularidad. El museo de Antigüedades, la atracción turística imprescindible de El Cairo, con su exposición permanente de momias antiguas y tesoros de la era faraónica, se encontraba aún más cerca.
—Desde ahí arriba se ve el Mediterráneo —dijo el taxista en nuestro idioma, vacilante, mientras nos apeábamos del coche. Señalaba lo alto de la torre del hotel. Desde luego, era realmente imponente. Más tarde supe que tenía treinta y seis plantas.
El hotel estaba en una transitada intersección y se oía un constante jaleo de cláxones. En el aire se apreciaba un ligero olor a quemado, como si se hubiesen encendido hogueras en un lugar próximo. Nos registramos y nos dieron una habitación doble que, para mi disgusto, tenía dos camas individuales. Isabel afirmó que nos habían dado aquella habitación porque no estábamos casados. Pedí otra con cama de matrimonio para demostrarle que se equivocaba. Me dijeron que no había ninguna disponible, ya que se celebraba un congreso y todas las habitaciones estaban reservadas.
Teníamos suerte de haber conseguido al menos aquella, o eso había dicho el sonriente recepcionista.
Junté las camas gemelas. Isabel se duchó primero y salió del baño envuelta en un esponjoso albornoz blanco.
—Estás muy guapa —dije.
—Pues no me siento así. El estómago me está haciendo de las suyas. —Se quedó junto a la ventana observando la ciudad. Era de noche, las seis y media de la tarde, y la hora punta empezaba a abarrotar las calles bajo nuestros pies con sus brillantes torrentes de luz dibujados por los focos de los coches.
Parecía pensativa, como si estar allí la perturbase.
—Si quieres que regresemos a Londres, no tienes más que decírmelo —le propuse.
Se volvió hacia mí, extendió la mano y se la cogí.
—No. Estamos en esto juntos. Tú tienes que vencer a tus demonios y yo voy a ayudarte.
—Esto se parece más a seguir una pista que a vencer demonios —repliqué.
Tiró de mí hacia sí.
—Creo que estamos siguiendo la pista adecuada.
Nos abrazamos con la vista clavada en el interminable torrente de faros. Parecía como si estuviésemos en el centro de una telaraña iluminada.
Mientras yo me duchaba, ella concertó una cita con Mark Headsell, su ex marido. No puedo decir que me apasionase el hecho de volver a verlo.
Se me pasó por la cabeza decirle algo sobre el modo en el que la había tratado. Había hecho algunas cosas estúpidas, entre ellas dejarla tirada en una casa que estaba siendo tiroteada por pistoleros en Iraq. Me preguntaba por qué después de todo aquello había seguido con él.
Cuando salí de la ducha, Isabel ya estaba vestida; se había puesto una falda negra. No era corta (le quedaba justo por encima de la rodilla), pero era un estilo totalmente distinto al de los vaqueros negros o azules que vestía normalmente. Estaba maquillándose ante el espejo.
—Estás muy guapa —dije, mientras me secaba el pelo con la toalla—. ¿Esto es por Mark?
—No digas tonterías. Mark Headsell es un idiota, pero puede ayudarnos.
Me miró de arriba abajo.
—¿Podrás estar listo en diez minutos?
—¿Tan rápido?
—Hoy hay algún evento aquí al que Mark va a asistir. Si queremos verlo, tendremos que darnos prisa. —Siguió concentrada en su maquillaje.
Diez minutos más tarde estábamos en el pub Sherlock Holmes, uno de los lugares más bonitos del hotel. Yo seguía teniendo el pelo mojado y estaba cansado del viaje. Media hora después, al ver que Mark aún no se había presentado, sentí lástima por Isabel.
—¿Alguna vez tuviste ganas de matarlo? —pregunté, después de haber mirado hacia la puerta de nuevo al ver entrar a alguien que no era él.
—Montones de veces. ¿Quieres otra cerveza?
Mi botellín de Stella egipcia se había terminado. Me sentí tentado por la idea de tomarme otra fresquita.
De repente se oyó sonar una alarma en el vestíbulo, fuera del bar. Al principio era una simple alarma, pero entonces se le unió una sirena. Me quedé parado buscando las salidas a mi alrededor. El dueño estaba cerrando las persianas del frontal del bar. El camarero que nos había servido caminaba apresurado entre las mesas.
—Todo el mundo debe salir —dijo al llegar junto a nosotros.
Salimos al vestíbulo. La gente se precipitaba atropelladamente fuera del hotel. No cundía el pánico, pero tampoco faltaba mucho para eso. Isabel se detuvo, abrió el bolso, sacó el teléfono y descolgó. Alguien la estaba llamando.
Me hizo un gesto alzando la mano para que me detuviese en mi camino hacia la puerta principal. Cuando hubo concluido la llamada, dijo:
—Tenemos que ir al restaurante de la azotea. Está allí arriba esperándonos. —Volvió a guardar el teléfono en el bolso.
—¿Y qué pasa con la evacuación? —pregunté señalando a la gente que se apresuraba hacia la puerta.
—Ha dicho que la ignoremos.
—¿Crees que debemos hacerlo?
—Siempre hacía cosas así —dijo, suspirando—. Probablemente él mismo haya activado esa estúpida alarma. No me sorprendería.
Nos dirigimos a los ascensores.
Dos empleados del hotel montaban guardia delante, impidiendo a la gente su utilización. Isabel se dirigió al que le quedaba más cerca, se inclinó hacia él y dijo algo. Él nos hizo un gesto brusco para que entrásemos en el único ascensor abierto, situado a sus espaldas. Me sonrió cuando pasé junto a él.
—¿Qué le has dicho? —pregunté, cuando el ascensor comenzó a subir.
—Le conté que un director de seguridad requiere nuestra presencia en la terraza inmediatamente. —Se apartó un mechón de cabello de la frente—. La verdad te hace libre.
El restaurante daba al Nilo y a un enorme puente de hormigón sobre el que circulaban hileras de coches en ambas direcciones por encima del río.
La sala resultó estar vacía, salvo por un camarero entrado en años ataviado con un traje negro que estaba recogiendo el bufé, cubriendo las enormes fuentes plateadas con sus respectivas tapas.
En el rincón opuesto del salón, de techos bajos, con la espalda pegada a la pared, estaba Mark Headsell. Nos saludó con la mano. El camarero ni siquiera nos miró.
—Chicos, tenéis un excelente don de la oportunidad —dijo Mark cuando nos sentamos. Nos estrechamos la mano y abrazó a Isabel. Ella alzó la vista al cielo cuando él la estrechó—. Ahora sois pareja, ¿no? —preguntó, cuando le dijimos que habíamos llegado desde Atenas.
—Sabes que sí —replicó Isabel. Parecía sorprendida por la pregunta.
—Desde Estambul —añadí yo, dedicándole una sonrisa falsa.
—¿Cómo se vive fuera de servicio? —preguntó, volviéndose hacia Isabel.
—Se está bien. Me gusta estar en Londres otra vez.
—Te retiraste demasiado joven —opinó, con un cierto tono de reprobación.
—Debería haberlo hecho antes. —Se percibía la tensión en su intercambio dialéctico.
—Al final habrías conseguido lo que querías —apuntó él.
Ella no contestó. Él se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Te apetece un poco de agua?
Hizo un gesto hacia una jarra con la tapa plateada que estaba en el centro de la mesa. Serví un vaso para Isabel y otro para mí. Él ya tenía uno.
—¿Has podido averiguar algo de lo que te pregunté? —dijo Isabel.
Mark me miró y sonrió. Disfrutaba sintiéndose necesitado.
—Es un favor muy grande.
—Lo apreciamos mucho —repuso ella dedicándole una sonrisa.
Él se la devolvió. Yo me quería marchar. No necesitábamos a aquel gilipollas.
Se volvió hacia mí y me dijo:
—Nunca podría decirle que no a Isabel.
—¿Qué has averiguado? —preguntó ella con total naturalidad.
Él la miró fijamente.
—No existe ningún registro de entrada en Egipto a nombre de Max Kaiser o Susan Hunter en el último mes. Si entraron directamente, solamente pudo haber sido a través de la frontera de Taba, por el mar Rojo. Pero allí ha habido algunos problemillas últimamente. —Profirió un suave resoplido—. De hecho, bastante más que problemillas.
—¿Sabes que ella ha desaparecido? —dije.
—Es una desgracia —respondió él.
—¿Crees que los israelíes tendrán algún registro de su partida? —preguntó Isabel.
—Puedo preguntar.
—Solías tener contactos en el Servicio de Inmigración israelí, ¿no es cierto? —inquirió.
—Tienes buena memoria —replicó él, sorprendido.
Ella se volvió hacia mí:
—Uno de los mejores amigos de Mark de la Universidad de Bristol es un pez gordo del Servicio de Inmigración israelí. Y con «pez gordo» quiero decir muy gordo. —Levantó ambas manos en el aire y luego las separó un poco más.
Su expresión no revelaba nada.
—¿Qué zona cubre actualmente? —preguntó Isabel.
Él no respondió.
—Os seguís llevando bien, ¿verdad? —preguntó haciéndose la sorprendida.
—Me sigo llevando bien con mucha gente, Isabel.
Un ruido sordo inundó la estancia.
Me levanté de mi asiento. Saltaron dos alarmas a la vez.
—¿Qué coño está ocurriendo? —dije.
—No os acerquéis a las ventanas —advirtió Mark—. A menos que queráis morir.