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La chica se inclinó con gran reverencia. Estaba de rodillas y prácticamente tocaba el suelo de mármol color crema con la frente. Su cabello y la mayor parte de su rostro estaban cubiertos por un tocado bien ajustado a su cabeza, pero se podían ver protuberancias por debajo, como si lo llevase al estilo empleado en algunos lugares de Sudán. En casa de su padre solía haber sirvientas como aquella muchacha.

—Levántate —ordenó.

Ella obedeció. Era muy delgada.

El imán sonrió. No era habitual recibir la visita de una joven sola en estos tiempos. Su casa, la mejor de la calle y de toda la zona, se encontraba en una zona pobre de El Cairo, pero no era eso lo que disuadía a las jóvenes de ir; era su reputación.

Assalamoe `alaykum, Ali Bilah, maestro. Necesito su ayuda. He obrado mal, y estoy terriblemente asustada —dijo con la cabeza gacha.

Él no le pidió que se sentara en los cojines que había allí mismo. No sería correcto. Su gran trasero se removió inquieto sobre el sofá bajo. La miró; iba a ser una buena tarde.

Ella dio un paso adelante y alzó la cabeza un momento. Sus ojos verdes, lo único que él alcanzaba a ver de su rostro, tenían la intensidad de las esmeraldas.

—¿De dónde procedes?

—Juba. —Inclinó la cabeza ante la mirada de él en señal de sincero respeto.

Estaba en lo cierto al pensar que la muchacha venía de Sudán.

—¿Por qué has obrado mal?

Hacía calor en aquella habitación. Las contraventanas estaban abiertas y un rayo de sol salpicado de motas de polvo iluminaba el fragmento de suelo que los separaba. El sol de primera hora de la tarde significaba que no había necesidad de encender el fuego de la gran estufa negra que había bajo la cocina. Aquello también significaba que estaba solo en la casa. Su esposa había muerto; el cáncer se la había llevado demasiado pronto, pero su hermana, la de ella, venía a hacerle la cena la mayor parte de los días, excepto los ocasionales días soleados de aquella época del año, como aquel, en los que antes de nada llevaba a sus hijos a pasear junto al Nilo.

—¿Se lo muestro?

Él asintió.

Lo que hizo a continuación le puso un nudo en la garganta. Se inclinó, agarró la bastilla de su larga vestimenta negra y la alzó hasta el muslo, donde la sujetó con una mano.

Tenía las piernas morenas y delgadas. Un tatuaje azul de una serpiente discurría alrededor de su muslo, a la altura a la que se colocan las ligas. Tenía las escamas moradas y marrón oscuro. Nunca había visto una cosa así.

—¿He hecho mal? —preguntó ella, con un temblor en la voz.

Él cerró los ojos. Aquella muchacha merecía, sin lugar a dudas, que le expeliesen el mal de su interior. Unos segundos más tarde volvió a abrirlos.

Lo último que vio fue el reflejo de la hoja afilada.

Lo último que oyó fue el borboteo de sangre brotando de su garganta mientras sus cuerdas vocales se agitaban inútilmente.